por Guillermo Colantonio
El estudiante, La patota, La cordillera. De lo particular a lo general, de la supuesta modestia a la amplificación de oportunismo. Esa es la sensación que me da el cine de Santiago Mitre. La progresión abarcadora de sus títulos destapa el velo de la ambición. Y no es que condenemos la ambición, pero la preferimos cuando los resultados son fallidos, pero genuinamente humanos (cómo no adorar los tropiezos de Coppola, Herzog, Welles, Favio y tantos otros). La cordillera es un film anodino, sin gracia (entiéndase vital), que se pone por encima del espectador, con sus aires de importancia y de grasa capitalina, sostenido mediáticamente por una crítica complaciente, principalmente de los grandes medios (la mayoría, amigos) cuyos comentarios y filiaciones con Polanski, Hitchcock, el cine político norteamericano de los setenta y otras liviandades por el estilo, francamente son ridículas.
La cordillera es una gran producción sostenida por la plata de kuchechaski (o cómo se diga) que construye una pose House of Cards versión porteña. Su unión con la Warner y su mirada política invisible, que amaga y esconde la piedra (un ejercicio que va in crescendo en el tándem Mitre/Llinás), es un síntoma de estos tiempos de agachada a los EE.UU y presumo se desplazará al cine argentino.
No es nuevo esto. Ya había habido un ejercicio horrible escrito por Llinás con Oubiña y Sarlo, llamado Secuestro y muerte, sobre el fusilamiento de Aramburu que era patético. La cordillera se escabulle todo el tiempo con las referencias y coloca una galería de personajes que podrían asociarse con los políticos nuestros desde el año noventa en adelante, y sin embargo, todo se diluye en un entramado estereotipado, solo salvado por algún momento de tenso clima, pero en términos generales, un análisis riguroso del film corroboraría que la pedantería visual y el desgano narrativo dominan la mayor parte de una película consagrada a la pose detrás de su solidez técnica (la armadura que suele revestir a estos filmes).
Pero hay algo más. Tanto El estudiante como La patota sobrellevaban un registro realista, incursionaban en un ambiente explorado por sus protagonistas y ofrecían, más allá de sus contradicciones ideológicas, un tinte de saludable ambigüedad (el problema es siempre la mirada de Mitre/Llinás por sobre lo que cuenta y por sobre los dilemas de sus personajes). La cordillera es obtusa en ese sentido y apela a la metáfora, nos corre con la avivada de la asociación política con la vida familiar de manera burda, con la canchereada final "abierta" cuando, en realidad, todo está más cerrado y empaquetado que una lata de conservas. Solo que en la tapa, a diferencia de otras latas, Mitre cree que lleva la etiqueta de Orson Welles. Si sigue en esta senda, tal vez, la próxima se llame La Argentina, El universo o Dios.
PD: Mi solidaridad con los amigos de Funcinema Radio que tenían pautada una nota con el director, pero parece que no le gustó la crítica poco favorable que le hicieron y entonces los plantó. Las estrellas son así.