Mar del Plata 2012 - Parte I
por José Miccio
por José Miccio
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Hace unos meses, Manantial editó en Argentina Las distancias del cine, un libro notable de Jacques Rancière que reúne ensayos sobre cineastas y temas diversos, entre ellos Hitchcock, Bresson, Pedro Costa, Minnelli, la política, el arte, la pedagogía y el entretenimiento. (Escribí sobre él para Bazar Americano; si tienen ganas y un poco de tiempo libre pueden leer la nota acá: http://www.bazaramericano.com/resenas.php?cod=293&pdf=si). Si bien todos los capítulos son excelentes, lo más sorprendente del libro es el prólogo, una propuesta neocinéfila que suspende los imperativos teóricos y le permite a la lectura moverse por entre todas las acepciones posibles de la palabra cine. Rancière, que es cualquier cosa excepto un cinéfilo termita, procede en su prólogo termitamente: se define como amateur, reniega de los sistemas y declara en contra de la autoridad de los especialistas. Sus mismos argumentos reivindican, sin necesidad de mencionarla, la mejor de las tradiciones intelectuales de su país, la más libre y menos sentenciosa, que es la del ensayo; de ella procede la preferencia de Rancière por las unidades pequeñas, su voluntad descriptiva, el reconocimiento de la película que cada espectador se hace en secreto como parte fundamental del cine, y en última instancia su convicción más ardiente: la que dice que de las tareas que se atribuyen comúnmente al trabajo intelectual la recusación de los expertos es la única indispensable.
Un festival de cine es un viaje en su sentido más común, un recorrido más o menos interesante por distintos lugares, en general turísticos, que presenta las dificultades de todos los viajes seguros: el cansancio, el tedio, el amontonamiento, el apuro, la incomprensión, el olvido rápido. Pero es también un viaje en su sentido drogón, un trip, una sacudida sensorial multiplicada con el correr de los días por la acumulación de horas de pantalla y reconocible por algunos síntomas frecuentes, como la mezcla de argumentos, la persistencia inconcebible de algunas imágenes sueltas y la sensación de habitar un mundo que se ha quedado sin asideros. Hace algunos años, el trip era más virulento, porque la costumbre era menor y flotaba sobre los cinéfilos quemados la idea de que había en la ciudad películas que nunca volveríamos a ver, y que dejarlas pasar por razones superfluas como el trabajo y la salud era barbárico, propio de tibios o herejes. Ahora, con internet a nuestras espaldas, las cosas son distintas, y la cuestión, si no se tienen compromisos profesionales, pasa por aprovechar la única posibilidad de ver en cine películas que de todos modos conseguiremos, o que conocemos bien pero nunca pudimos disfrutar en una pantalla grande. De ahí el grandísimo problema que una mala proyección significa, y el enojo que la mala información provoca. Dos ejemplos: Demonios (Lamberto Bava, 1985) estaba anunciada en 35mm pero se pasó en Blu-ray; según el catálogo la duración de Faraón (Kawalerowicz, 1966) era de 180’, lo que indicaba que se trataba del corte polaco, pero la versión que se dio fue la bien conocida de dos horas y media, que es fabulosa pero no la que el festival prometía.
Entre el filósofo Rancière y un festival de cine sobrecargado como el de Mar del Plata no hay más vínculo que este: la idea de que la experiencia multiforme puede oponerse al orden teórico, o que la cinefilia no tiene por qué dar cuenta de sus razones ante un tribunal presidido por la coherencia. Es cierto: el filósofo y el festival están muy lejos uno de otro. Pero también es cierto que a ninguno traiciono si digo que, aunque diferentes y jamás reconciliados, ambos pertenecen a una misma superficie extensa, no a órdenes opuestos. Digámoslo así: para el sacudimiento propio del festival Rancière es demasiado mesurado y demandante; para la tranquilidad que exige la lectura de Las distancias del cine el festival es demasiado vertiginoso y volado; y sin embargo, un mismo viento sopla en los extremos; la cinefilia lo conoce bien porque es el viento que agita su única bandera inconmovible: sin la posibilidad de ir y venir por su territorio con libertad, y sin la posibilidad de entregarse simultánea o alternativamente al goce y al argumento, el cine sería muy pobre, y nuestro vínculo con él irremediablemente falso.
Vida en sombras
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Las secciones del festival mostraron por sí mismas una amplitud de criterios obligada y bienvenida. Obligada porque no existe para un evento de trescientos largos otra posibilidad que el eclecticismo; bienvenida porque el repertorio de experiencias que puede promover el cine es generoso, y no hay virtud en reducirlo a un patrón único. Sin películas deslumbrantes –el mayor inconveniente de esta edición del festival - pero con muchas de real interés, Mar del Plata ofreció un programa rico y caótico. Hubo títulos de cineastas consagrados como Resnais, Ruiz, de Oliveira y Mekas, cine experimental español, comedias indies, un ciclo de nuevos directores surcoreanos, cine de terror, películas sobre textos de Jorge Amado, documentales, un foco dedicado al skate, otro dedicado a Viñoly Barreto, una sección de temática musical, seis comedias de la Ealing, todo Bonello, cine para chicos (con la inexplicable inclusión de las películas de los superagentes y el también inexplicable repaso por los largos de García Ferré), películas con Sandrine Bonnaire, y una zona marginal para la cinefilia más festiva y reventada a cargo de Fernando Peña y Fabio Manes, responsables del genial ciclo televisivo Filmoteca, que programaron varias películas extravagantes para las trasnoches. Una de las mejores funciones fue la proyección de la copia restaurada de Vida en sombras, la única película dirigida por Llorenç Llobet-Gràcia, en 1949. En ella, el enorme Fernando Fernán Gómez vive sus mejores y sus peores días en relación con el cine; como él mismo dice una vez, tiene encima su veneno. Imagen feliz y vergonzante: cada película una dosis.
In the fog
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Comencemos por tres dosis de cine europeo serio. In the fog es una de esas películas virtuosas, graves y marrones que los rusos (o bielorrusos) presentan cada tanto en los festivales de cine y que parecen destinadas a llevar como epígrafe de cada comentario unas palabras de Dostoievski. Quizás estas, del relato Vlas: “Creo que la más importante, la más enraizada necesidad del pueblo ruso consiste en el sempiterno e insaciable sufrimiento, en todo y por todo. De esa ansia de sufrimiento parece estar contagiado por los siglos de los siglos”. Es una exageración, claro. Y posiblemente un error; al fin y al cabo todo lo que sucede en la película de Sergei Loznitsa depende de una situación histórica precisa, no del alma rusa (al menos hasta cierto punto). In the fog transcurre durante la ocupación nazi de Bielorrusia, en dos planos temporales: el del presente, que reúne a tres hombres en circunstancias horribles, y el del pasado, no menos horrible, que explica el motivo de esa reunión. La primera parte es intensa; hay en ella una materialidad del bosque, de las botas y la madera que fortalece el drama de los dos partisanos y el presunto traidor. Luego, cuando los flashbacks y el correr de los minutos reducen el vigor de la primera media hora, la película deja de desprender emoción de sus planos largos; entonces solo queda admirar su virtuosismo y esperar la niebla.
La memoria es caprichosa; borra aquello que fue hecho para merecerla y retiene los accidentes y los detalles. A pesar de ello, sospecho que todos los que vieron In the fog recordarán durante mucho tiempo su plano secuencia de apertura, difícil y memorable, además de falto de invención. Como indican los libros, la cámara de Loznitsa aprovecha el movimiento de los actores; los toma como postas para pasar de un lado a otro y describe, mediante elementos bien elegidos, un drama y el espacio físico y social del que surge; en este caso, se trata de la ejecución por parte de los alemanes de tres empleados del ferrocarril que - luego sabremos - sabotearon el paso de un tren. En el camino de la cámara se cruzan los invasores, las familias de los condenados, los animales de granja y el clima agresivo de la Rusia blanca; sin cortes, todo un mundo surge ante nosotros. No es un mérito cualquiera. Pero como ocurre en muchas películas de tono alto, Loznitsa termina su majestuoso plano poniendo el punto final con tinta negra, atando el sentido, señalando todo: el movimiento se detiene frente a una carretilla que carga huesos de vaca, y el sonido informa que los saboteadores acaban de ser colgados fuera de campo.
Student
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Hablando de Dostoievski (y de planos saturados de sentido), hubo en competencia una adaptación de Crimen y castigo. Se trata de Student, del kazajo Omirbayev. Uno de los problemas del cine dostoievskiano es que suele carecer de la intensidad salvaje del escritor ruso; de hecho, es curioso que la mejor adaptación cinematográfica de un relato de Dostoievski sea Una mujer dulce, en la que Bresson procede al revés que su fuente literaria y hace de La sumisa (un relato que incluye exclamaciones como “¡Viva la electricidad del pensamiento humano!” y “¡Estamos malditos, y en general la vida de los hombres está maldita!) un estudio frío y distante sobre el suicidio. Como si hubiese tenido esto en cuenta, Omirbayev filma a Dostoievski con Bresson en la cabeza: Student tiene varios puntos de contacto con Pickpocket. Pero ahí donde Bresson despoja, Omirbayev subraya, y en cada subrayado borronea sus aciertos. La cuestión pasa por poner a nuestro Raskolnikof kazajo en función del capitalismo posoviético, y por establecer entre sus acciones y los valores de la nueva sociedad un vínculo no arbitrario: los motivos del asesinato no son (solamente) privados.
Omirbayev, que había intentado filmar en Killer las modificaciones producidas en Kazajistán después de la caída del muro (sus mafias nuevas y la carrera especulativa), encuentra en Crimen y castigo una historia del presente; fue Dostoievski el que escribió, lamentándose, que el dinero es “la más dulce de las mieles”. Cierto es que la grandeza de la novela no pasa por su denuncia social, pero es perfectamente legítimo que Omirbayev elija ese camino; el cine no le debe respeto a la literatura sino al cine, y hasta Dostoievski debe ajustarse a las generales de esta ley. El gran problema de Student no es la adaptación sino su necesidad de dejar todo en claro. El protagonista deambula por la ciudad con cara de piedra, habla poco y no se conmueve más que por la hija muda de un poeta desdichado, que toma el lugar de la puta Sonia de Crimen y castigo (obviamente los cambios respecto del libro son muchos: el estudiante no asesina a una usurera sino a un almacenero; usa un revólver en lugar de un hacha; el sueño del mujik que mata a su caballo se convierte en el episodio real del ricachón que mata al burro). La inexpresividad del personaje va de la mano de la sobreexpresividad del contexto; todo lo que ocurre ilustra una misma idea. Una docente joven defiende la competencia y el darwinismo social, uno más viejo duda de esas razones, un compañero de universidad lee parte de un ensayo sobre el posmodernismo, dos pibes roban una cartera, un hombre envidia la carne que compra para los perros del patrón, la televisión muestra enfrentamientos callejeros, el asesinato de Kennedy y documentales de leonas que cazan jirafas. Todo está servido para que, por medio de una inferencia heroica, pasemos por encima de esos signos y lleguemos hasta el fondo de la cuestión: el famoso capitalismo salvaje.
No era necesario tanto apoyo, pero parece que Omirbayev no confía mucho en sus espectadores; si hasta necesita comunicarles su idea del cine por medio de una pobre ironía. En la primera escena de Student - que es, dicho sea de paso, un prodigio de elipsis y montaje - el propio Omirbayev afirma, en el rol de un director exitoso, que el cine existe para disfrutar y descansar. Es una palmada en la espalda del espectador serio y juicioso. Una vez Pasolini dijo que Antonioni le daba a su público lo que su público quería; Omirbayev participa de esta demagogia para finos (que en realidad no existía en Antonioni). Por eso su película es tan fácilmente apreciable en determinados contextos, como los festivales de cine.
Beyond the hills
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El Astor de Oro fue para la rumana Beyond the hills, de Christian Mungiu, el mismo de 4 meses, 3 semanas y 2 días. Es un premio indiscutible, lo que no habla necesariamente bien de la película ni del jurado. Su primera hora es muy buena. Mungiu filma sus planos con gran profundidad de campo y aprovecha la falta de electricidad para que las velas tengan en la iluminación un papel digno de su belleza. Pero esta plasticidad no se destaca solo por sí misma sino porque envuelve a los personajes sin que estos queden atrapados en ella como muñecos distribuidos en el cuadro para dibujar simetrías y contrapesos. Durante esta primera parte la película aprovecha un recurso clásico y siempre atractivo: la presentación de un mundo desconocido a través de la llegada de un extranjero.
Ese mundo desconocido es un convento ortodoxo en el que viven, rezan y trabajan varias monjas, la madre superiora y el máximo responsable, un sacerdote al que las jóvenes consagradas a Dios llaman Papi. La extranjera es Alina, que vuelve de Alemania en busca de su amiga más querida, ahora monja. Mungiu presenta la información con habilidad, y mientras conocemos quién es quién y qué vínculos tienen entre sí, conocemos también una institución, sus reglas, su división del trabajo, sus espacios, su ritmo y los valores que profesa.
Mientras hay descubrimiento, la película es muy buena; los problemas empiezan cuando toda la información ha quedado bien establecida y la crisis de Alina pasa definitivamente al centro de la escena. Posesión o histeria o angustia insoportable: la interpretación abierta es un clásico del cine conventual. Kawalerowicz filmó en Santa Juana de los Ángeles su versión más rica; Ken Russell montó su circo en Los demonios; Mungiu se resigna a terminar su historia sin correr ningún riesgo y con un plano retórico.
Memories look at me
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Loznitsa, Omirbayev, Mungiu. Es como si el festival solo hubiera ofrecido películas virtuosas que son menos de lo que pretenden. No fue así, de manera que lo mejor es hablar pronto de un film realmente bueno: el film chino Memories look at me, que mereció algunas opiniones condescendientes y una mención del jurado. Es un film pequeño y triste, producido por Jia Zhang-ke pero cercano al cine de Hou Hsiao-hsien (y por su intermediación al de Ozu), tal como dejan entender sus encuadres, su tempo y su precisión microhistórica. Su argumento es sencillísimo: una joven – la misma directora, Song Fang - retorna por unos días a la casa de sus padres, pasa el tiempo con ellos y otros familiares, conversa y registra en cada cosa una partícula de historia familiar e historia social, sin levantar nunca la voz ni obligarse a ilustrar ideas.
Además de filmar estupendamente el departamento en el que sucede casi todo, y de aprovechar al máximo las ventanas y las puertas, Song consigue que un paseo en auto por el barrio y un par de apuntes sobre negocios y arquitectura basten para establecer todo un panorama histórico, que entre las escenas haya crecimiento y no mera adición, y que la tristeza cale hasta el hueso. La única revelación que Memories look at me tiene para ofrecer es que no hay manera de recuperar lo perdido, o que solo es posible recuperar los signos de la pérdida, y sentir su peso. El último plano, de los padres viejos, es extraordinario.
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