miércoles, 19 de junio de 2013

Pompeya, mucho más acá...



por Lidia Ferrari

Sentir, que es un soplo la vida,
que dos mil años no es nada...

Paul Veyne se pregunta si los griegos creían en sus dioses 1. Y dice que los griegos creían y no creían, tanto como un actual ciudadano de Roma puede ser creyente al tiempo que no se lo toma demasiado en serio. Los filósofos griegos admiraban a sus dioses, lo que no les impedía razonar, a veces, mejor que ciertos filósofos actuales. A pesar de este razonamiento de Veyne, para mí, esos hombres ancestrales participaban de un tiempo remoto casi como el de los dinosaurios, que no dejan de ser personajes fantásticos aunque haya pruebas de su existencia.

Un día me tocó visitar Pompeya. Conocía poco sobre su historia, salvo las narraciones que casi todos conocen de la erupción del Vesubio, que acaba con la vida de los que allí vivían.

Cuando empecé a caminar por sus calles tuve la impresión de estar visitando el pasado y casi profanando una tierra sagrada.

Poco a poco fui sintiendo la hospitalidad de esa soledad de piedras. Y en esa tarea de descubrir su mundo, me desconcertaron algunas habitaciones que, bien a la orilla de la vereda, casi sobre las callejuelas, mostraban unas especies de mostradores de piedra con unos agujeros que me parecieron hornallas de cocina. No sabía lo que eran. Con curiosidad, le pregunté a mi compañera de paseo y ella tampoco sabía. Me dieron la impresión de ser algo así como bares al paso, idea que descarté ya que no creía que algo tan cotidiano y actual como un local de comida rápida pudiera formar parte de ese mundo antiguo. Había muchos de ellos distribuidos por toda la ciudad. Mi intriga se calmó al leer en una guía la forma en que se alimentaban los pompeyanos. Efectivamente, se confirmaba mi impresión. Eran los lugares donde los pompeyanos comían en los mediodías. Los fast food de la época.

La contundencia material de que las cosas están allí como eran hace dos mil años, estos bares al paso, las piedras que ayudan a cruzar las calles en las inundaciones, tantos pequeños detalles me traían al presente la vida de los pompeyanos.

La experiencia de caminar por Pompeya me acercó a estos hombres y mujeres de tal suerte que sentí y pensé que no habíamos cambiado demasiado desde entonces. La tecnología ha modificado nuestras vidas, pero no en lo esencial. Estos hombres se alimentaban como nosotros, lo hacían en lugares públicos como nosotros, se reunían para conversar, se solazaban en termas para disfrutar del agua y de la compañía. En verdad, pensándolo bien, pareciera que hemos ido perdiendo algunas de esas dichas de la convivialidad urbana.

Mi visita a Pompeya me acercó a ellos. Sentí que dos mil años no es nada.

Un centauro, único sobreviviente de los frescos de una casa de Pompeya, me hizo evidente que su fe no era la cristiana y que estaba visitando los momentos previos al asentamiento del cristianismo. Esas gentes, que ahora sentía mis vecinos, adoraban a sus múltiples Dioses en esos bellos altares de cada casa. Después de varias horas de pasear por sus calles, sentí que los vecinos de Pompeya ya no eran unos seres legendarios. La finitud de esos cuerpos, algunos de los cuales habían terminado sus vidas sin tiempo para caer al suelo, allí, casi suspendidos en el aire, mostraban su finitud y también la mía.

Ellos vienen a contarnos que la vida es muy breve y que alejamos a nuestros antepasados sólo para creer que somos eternos. Ch. S. Peirce 2 nos dice que, exceptuando los períodos geológicos, no hay períodos tan grandes como los de las grandes religiones. Algunas creencias, como la cristiana, duran mucho tiempo y cambian lentamente. En cambio, dice Peirce, la creencia de una persona no cambia, permanece estática. Peirce enfatiza el contraste entre la historia larga de las religiones y la cortedad de una vida.

Peirce como Pompeya me muestran que la vida es muy breve. Pero Pompeya, a diferencia de Peirce, me revela además, que mi vida y las de mis contemporáneos no está muy distante a las de los vecinos de Pompeya. Que no cambia demasiado el hecho de que ellos hayan tenido tantos Dioses y nosotros sólo uno, o ninguno.

Tanto como sobrevaloramos nuestra vida también creemos que dos mil años es una inmensidad de tiempo, que nos separa de una época habitada por dioses fantásticos y por hombres supersticiosos.

Después de la visita, siento tan próximos los vecinos de la Pompeya romana como los vecinos de la Pompeya en la que nací. Las callecitas de Pompeya y sus bares al paso me enseñaron que mi vida es mucho más frágil de lo que creía.

Treviso, junio 2013


1 Veyne, Paul, Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes?, Paris, Seuil, 1983

 Peirce, Charles Sanders, La fijación de la creencia. Cómo aclarar nuestras ideas, Oviedo, Krk, 2007.

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