La gran película de Nicolás Prividera que osó poner en escena las tensiones que atraviesan la historia argentina, desde El matadero hasta el presente.
Texto preparatorio para Tierra de los padres
Hace algún tiempo se produjo un hecho extraordinario y mínimo a la vez (y fue esa ruindad lo que redoblaba su significancia). Fueron condenados algunos represores (palabra demasiado límpida y formal para hacerles justicia), y luego del fallo se pudo ver a la tristemente célebre Cecilia Pando insultando a los presentes, con especial enjundia hacia el Secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde. En medio de su verba desaforada, de sus improperios caníbales, Pando hizo un gesto casi maquinal: se pasó el dedo índice por el cuello. Lo más sorprendente era precisamente la maquinalidad del gesto (como algo lateral al discurso, pero a la vez mas violento que el discurso mismo), esa rúbrica del cuerpo (que Pando luego excuso como tal y nadie nunca creyó, aunque tal vez fuera su única verdad): Esa emergencia profunda de un odio residual merece toda nuestra atención. No recuerdo otro caso igual entre los condenados (que prefieren el impertérrito juicio de la Historia), y mucho menos entre los acusadores (a los que los acólitos de Pando gustan en llamar “rencorosos del pasado”): el rostro desencajado de la mujer del militar (y uno estaría tentado de hacer una lectura en clave de género) no deja lugar a dudas de donde viene ese odio.
Y aunque ese odio es antiguo, y sin embargo revela en ciertos momentos su inusitada potencia (como en el “conflicto con el campo”), es decir: su perenne actualidad. Se trata de la tradición represiva de las clases dominantes en la Argentina, que David Viñas ha definido así: “Coerción que se ha distinguido no sólo por ponerse en la superficie en los momentos de crisis del sistema, sino por su peculiar capacidad silenciadora para negar la violencia que subyace a la instauración del estado liberal, y por su ejercicio de la censura ante tos problemas vinculados a sus propios orígenes. Como si el estado liberal argentino presintiese que los planteos sobre la génesis de su poder pusieran en cuestionamiento ese mismo privilegio”. Dice Piglia sobre esa lectura: “La tensión entre el ejercicio de la violencia y las representaciones que la conciencia liberal se ha construido de esa historia sangrienta es, entonces, uno de los puntos centrales de la escritura de Viñas. La historia de la dominación oligárquica suponía el desciframiento de sus formas correlativas de censura y de encubrimiento.” Pero también esa clase tiene momentos de absoluta franqueza y transparencia, que dejan al descubierto la profundidad de su odio, el estallido de su violencia (como en el gesto maquinal de Pando), aunque bajo la forma invertida de (d)enunciar la violencia del Otro. (Este texto de Nicolás Prividera y el dossier sobre Tierra de los Padres se puede continuar leyendo en la edición impresa de revista La otra, ahora en kioscos).
Texto preparatorio para Tierra de los padres
por Nicolás Prividera
Nos puso en forma para lo que vino después: la palabra del Monstruo.
Borges & Bioy Casares, La fiesta del Monstruo
Hace algún tiempo se produjo un hecho extraordinario y mínimo a la vez (y fue esa ruindad lo que redoblaba su significancia). Fueron condenados algunos represores (palabra demasiado límpida y formal para hacerles justicia), y luego del fallo se pudo ver a la tristemente célebre Cecilia Pando insultando a los presentes, con especial enjundia hacia el Secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde. En medio de su verba desaforada, de sus improperios caníbales, Pando hizo un gesto casi maquinal: se pasó el dedo índice por el cuello. Lo más sorprendente era precisamente la maquinalidad del gesto (como algo lateral al discurso, pero a la vez mas violento que el discurso mismo), esa rúbrica del cuerpo (que Pando luego excuso como tal y nadie nunca creyó, aunque tal vez fuera su única verdad): Esa emergencia profunda de un odio residual merece toda nuestra atención. No recuerdo otro caso igual entre los condenados (que prefieren el impertérrito juicio de la Historia), y mucho menos entre los acusadores (a los que los acólitos de Pando gustan en llamar “rencorosos del pasado”): el rostro desencajado de la mujer del militar (y uno estaría tentado de hacer una lectura en clave de género) no deja lugar a dudas de donde viene ese odio.
Y aunque ese odio es antiguo, y sin embargo revela en ciertos momentos su inusitada potencia (como en el “conflicto con el campo”), es decir: su perenne actualidad. Se trata de la tradición represiva de las clases dominantes en la Argentina, que David Viñas ha definido así: “Coerción que se ha distinguido no sólo por ponerse en la superficie en los momentos de crisis del sistema, sino por su peculiar capacidad silenciadora para negar la violencia que subyace a la instauración del estado liberal, y por su ejercicio de la censura ante tos problemas vinculados a sus propios orígenes. Como si el estado liberal argentino presintiese que los planteos sobre la génesis de su poder pusieran en cuestionamiento ese mismo privilegio”. Dice Piglia sobre esa lectura: “La tensión entre el ejercicio de la violencia y las representaciones que la conciencia liberal se ha construido de esa historia sangrienta es, entonces, uno de los puntos centrales de la escritura de Viñas. La historia de la dominación oligárquica suponía el desciframiento de sus formas correlativas de censura y de encubrimiento.” Pero también esa clase tiene momentos de absoluta franqueza y transparencia, que dejan al descubierto la profundidad de su odio, el estallido de su violencia (como en el gesto maquinal de Pando), aunque bajo la forma invertida de (d)enunciar la violencia del Otro. (Este texto de Nicolás Prividera y el dossier sobre Tierra de los Padres se puede continuar leyendo en la edición impresa de revista La otra, ahora en kioscos).
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