Comentario sobre El limonero real y entrevista a su realizador, Gustavo Fontán, en la radio. Para escuchar clickeando acá
"Primero, -dice Fontán- fue la apropiación de un territorio desde las lecturas, de ese universo que está en los textos de Juan L. Ortiz, de Calveyra, de Saer. Y mucho tiempo después ese territorio adquirió una dimensión real cuando conocí el río Paraná. Yo me acuerdo de ir navegando con un pescador a una hora muy temprana y de la luz sobre las islas, el silencio y ese río que parece manso pero que en lo profundo tiene una fuerza terrible. Eso me llevó de nuevo a aquellas lecturas y produjo una extraña conexión.
- Primero fue la lectura: ¿Juan L.?
- Yo no podría decirte que fue Juan L. lo primero, creo que fue primero Saer. Yo estudiaba letras, el cine no existía entonces para mí, y Saer no estaba en los programas de literatura. Mi película El limonero real está basada en el libro de Saer. Uso la palabra "basada" porque establece un punto de partida, genuino y claro, pero también ofrece la posibilidad de pensar un desprendimiento y una separación. Una película, aún teniendo un punto de partida externo, como puede ser una novela, luego define sus propios procedimientos, sus propias lógicas.
Es característico del cine de Gustavo Fontán esta naturaleza triádica: estudió literatura y el cine no existía entonces para él. Y la parte principal de su filmografía está dada por dos trilogías organizadas a partir de sendos espacios muy definidos, la de la casa de su infancia en Banfield (El árbol, Elegía de abril y La casa) y la del río Paraná (La orilla que se abisma -a partir de la poesía de Juan L. Ortiz, El rostro y El limonero real). En el primer caso, llegó por su experiencia in situ; en el segundo, por la fantasía desencadenada por la lectura de los libros Pero no hay nada que pueda llamarse literario en sus películas y tampoco resulta obvia una procedencia autobiográfica que lo habilite a hablar en primera persona. En cambio, en sus películas impera el cine, que no es el cine visto y evocado de los cinéfilos, sino la exploración de las posibilidades y los límites que el cine brinda como aventura perceptiva. No es el caso de que uno salga de ver por ejemplo El árbol, La orilla que se abisma o El limonero real y lo primero que le surja sea una línea acerca de la peripecia vivida por cierto personaje. Más bien uno vuelve de una inmersión en un mundo en el que tuvo que olvidarse los modos rutinarios de ver, de reconocer personajes, de escuchar los lugares.
La exploración a la que en cada caso asistimos puede describirse mejor en término de reflejos y sombras, de rumores, de la brisa que sopla, del fluir del oleaje, de cuerpos desenfocados, de la luna que vigila la noche, de un rayo de sol que se filtra por una ventana en una tarde que no puede ser sino de invierno, de una escoba que repasa las baldosas de un patio, de dejarse llevar en la madrugada que nos invita a escuchar, de una silueta humana que queda en silencio frente a lo oscuro.
Y más precisamente emerge el cine que posibilita este tipo de experiencias: el recorte que siempre hace la pantalla, el descentramiento de la mirada, el enfoque y el desenfoque. Es decir: Fontán explora las posibilidades de poetizar a partir de recursos que forman parte de la experiencia humana pero que el cine mejor que nada puede hacer aparecer en su propiedad. Una mirada no es cualquier mirada, porque siempre tiene una intención. Pero la intención no está fijada por la palabra que la designa y la reduce a ilustrar una idea (eso de que las palabras designen el sentido de lo visto queda para la experiencia mediada por la pantalla de una computadora o un televisor). En el cine de Fontán, en el cine, lo que la imagen no termina de mostrar lo cuenta la dimensión de la escucha. A veces las películas pierden de vista que en el cine el espectador está frente a la pantalla pero dentro del sonido. Otras veces las películas recuerdan eso, pero los espectadores (por hábito de televidentes o por las pobres condiciones de algunas salas) no lo llegan a percibir.
En El limonero real puede, a posteriori, recuperarse una línea narrativa. Cuando se la recupera, sorprende su clasicismo: es la peripecia de un día, la ida y la vuelta, el último día de un año cualquiera. Una pareja sufre el duelo por la pérdida de su hijo; ella no quiere salir de su casa para ir a celebrar con la familia, porque está de luto. El se sube al bote y navega por el Paraná. Llega a la casa donde la familia celebra. El año viejo termina y el hombre vuelve. La clave parece ser el duelo, lo que abre la vivencia del presente continuo -el día de fin del año- hacia el pasado de la muerte del hijo, qué sé yo cuántos años ya, y en la espera del fin del duelo, quién sabe cuándo. En un día cabe todo el tiempo. El tiempo no es una línea sino un abismo.
Estos elementos son la base de despegue de Fontán. Han sido proporcionados por Juan José Saer pero el cineasta se despega de los procedimientos literarios y construye un universo enteramente visual y auditivo, en el que las palabras suenan en el espacio del río o quizás en la memoria. Una modesta celebración de fin de año atravesada por una tristeza puede ser filmada de muchas maneras, aunque el cine realmente existente nos acostumbró a cierta organización que terminamos por creer obligatoria. El limonero real de Fontán se parece al de Saer no en los detalles anecdóticos, sino en la perplejidad con que nos invita a descubrir un día cualquiera como si fuera un viaje a lo desconocido.
La entrevista completa a Fontán puede escucharse clickeando acá.
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