domingo, 10 de junio de 2018

La hora de los hornos, todavía




por O.A.C.

A medio siglo de su estreno, La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino) se inscribe como una incisión en la historia del cine argentino, una película sin antecedentes ni sucesoras capaces de discutir con ella, sin que obste su inquietante vigencia artística y política. 

Concebida en las postrimerías del gobierno pseudodemocrático de Arturo Illía y realizada y estrenada en la clandestinidad durante la dictadura de Onganía, su carácter auto-asumido de cine-acto y de cine-abierto muestra todavía las huellas de una acentuada radicalización de su posición política, a medida que la dictadura agudizaba su carácter represivo y los vientos de la historia soplaban desde la resistencia popular autodefensiva hacia la lucha insurreccional. El vector hacia la violencia política que va creciendo a medida que la película avanza es el que necesita ser repuesto y repensado en su contexto histórico. Sin embargo, la eficacia de su forma abierta hace que La hora de los hornos no pueda ser vista como una pieza monumental sino como un acto político que aún nos interpela. Los interrogantes que propone siguen pendientes y la lucha del pueblo por su liberación también.

Una película como esta no encontró en medio siglo un texto crítico que esté a la altura de sus ambiciones ni de sus logros. El cine como incisión histórica, como acto inacabado, a la espera de una mirada reflexiva que prolongue sus efectos, es una gran invención que Solanas y Getino concretaron, no simplemente el manifiesto de un programa a realizar. Vista 50 años después, su visión reclama todavía una correspondencia. Su desafío es muy concreto: la película impugna la función de espectador por su efecto alienante e invoca la presencia de un pueblo que se actualiza en cada proyección, no como una idea regulativa ni como una postulación conceptual: pueblo es el que hace, mira y discute la película, mientras todo espectador es un cobarde o un traidor. No es "un pueblo que falta" según la remanida frase deleuziana tan invocada por el esteticismo postmoderno. Para La hora de los hornos el pueblo no falta, sino que está constituyéndose a cada instante. Es notable que Solanas y Getino hace medio siglo se encabalgaran en una concepción dialéctica de advenimiento popular que permanece todavía abierto. 




Más de una vez la película invoca a una humanidad y a una nación en vías de realización y por eso mismo, en riesgo de irrelización. Lo inquietante que acontece al ver hoy La hora de los hornos es que ese advenir y ese riesgo están aún presentes. Tampoco ahora el pueblo falta: la historia sigue en curso en estos días difíciles para la Argentina, para la Patria Grande y los pueblos del mundo. Lo que sucedió después de la realización de la película: nada menos que la vuelta de Perón y su giro a la derecha, la dictadura genocida del 76 y su colapso en Malvinas, la derrota política y militar de los movimientos insurgentes, la grandiosa construcción del movimiento de derechos humanos que cambia la historia argentina y cuestiona incluso la tesis de la película sobre la inexorabilidad de la violencia insurreccional, la postdictadura con su continuidad económica, la caída de la URSS y de los socialismos reales, la mutación menemista del peronismo, el colapso de 2001 y la emergencia de los proyectos populares en la Sudamérica del siglo xxi, la muerte en la cárcel común de los dictadores, el período de inestabilidad política en la región propiciado otra vez desde el Hemisferio Norte, la renovada ofensiva de restauración conservadora de los proyectos neocoloniales... toda esta corriente histórica indetenida -porque lo único que terminó es el fin de la historia- no le quitaron a la película un gramo de su fuerza interpelante. En sus carteles que cada tanto invitan a interrumpir la proyección y ponerse a debatir lo único que se echa en falta es que las exhibiciones actuales esquiven esa invitación. ¿Por qué hoy no se hacen pausas para debatir, si la mayoría de sus preguntas siguen vigentes? ¿Acaso la instancia del debate es hoy más peligrosa o más inasimilable para el actual estado de alienación de los espectadores y los críticos cinematográficos? (No le pediremos permiso a José Miccio para usar el término alienación en lugar del elogio de lo "sublime" que él prefiere).

La hora de los hornos consta de tres partes, la primera de ellas, "Neocolonialismo y violencia" es la más difundida, e incluso llegó a conocer un estreno en el circuito comercial durante la brevísima gestión de Octavio Getino al frente del Instituto Nacional de Cinematografía en 1973. Es también la más contaminada por algunos recursos publicitarios que remiten a la formación técnica de Solanas. Hoy él dice que vivía como una tremenda disociación el trabajar simultáneamente en publicidades de dentífricos en las horas diurnas y en este osado proyecto de Cine Liberación por las noches, hasta que la agudización de las contradicciones concretas lo llevó a perder sus clientes y a cerrar su agencia para dedicarse plenamente a La hora de los hornos. Aún con sus residuos publicitarios y algunos planteos esquemáticos -sobre todo al simplificar las contradicciones del colonialismo cultural-, esta primera parte todavía exhibe su potencia de dispositivo innovador. La invención requerida en la lucha de los pueblos que la película reclama es puesta a obrar en las formas cinematográficas que practica. Las prolongadas pantallas en negro, la cadencia musical del montaje, la continua interpelación de las voces en off dirigidas hacia quienes están viendo la película, las citas a otras películas de su contemporaneidad, la interacción entre imágenes, textos escritos y voces orales muestran la presión creativa a la que Solanas y Getino sometían a su cine, para engendrar una forma que auténticamente discutiera con el hábito burgués de recepción cinemtográfica.


Pero la segunda y tercera parte -"Acto para la liberación" y "Violencia y liberación"- abandonan las apelaciones al impacto más inmediato y propician una experiencia más reflexiva. La segunda parte conserva hoy un valor testimonial extraordinario, con su registro directo de una resistencia peronista como proceso entonces en curso, con interrogaciones todavía vigentes, con una precisa caracterización de las contradicciones y límites del peronismo y de la izquierda clásica. El espontaneísmo como clave de los mayores triunfos y las peores derrotas populares sigue presentándose como un problema actual, del mismo modo que la izquierda internacionalista sigue mirando desde afuera y sin comprender los proyectos populares del presente. En este sentido, la vigencia cuestionadora de la película interpela incluso la deriva política posterior de Solanas, sus malogradas alianzas con la Coalición Cívica y el radicalismo antiperonista. 

La tercera parte radicaliza el planteo del recurso a la violencia en los procesos de liberación social y señala los límites de la concepción de unidad nacional del primer peronismo. Quizás esta tercera parte sea la más fechada temáticamente; sin embargo, su forma abierta autoconsciente y su vocación por no mostrarse nunca como una estructura conclusiva invitan a preguntarnos qué sucedió después en el cine argentino. Si algunas de las tesis políticas que sus realizadores dejaron planteadas como asunto de debate parecen hoy superadas por los acontecimientos posteriores de la historia, objetivamente nada impidió al cine posterior que discuta con esas tesis e incluso con sus planteos formales. Puede entenderse que la vuelta de Perón, su muerte y la dictadura genocida cerraron el espacio en el que semejantes discusiones fueran posibles. Pero de eso ya pasaron 35 años. 

A fines de los 90 un "nuevo cine argentino" intentó retomar la modernidad del cine argentino de los 60, justamente contemporáneo de La hora de los hornos. En todo este lapso desde fines de los 90 hasta hoy ya no se puede alegar asfixia represiva, ni siquiera falta de financiación. Sin embargo, ninguna película intentó recuperar el impulso innovador de La hora de los hornos en la indagación de una ontología de la praxis cinematográfica. Si la película agudizaba su vocación de forma abierta a medida que su realización iba avanzando, si al final de la tercera parte vuelve a apelarse a la necesidad de continuar con su praxis autorreflexiva, no hubo después ningún intento de recuperar el desafío de un cine-acto, ni siquiera de discutirlo. El segundo nuevo cine argentino -cuyo ciclo podemos dar por muerto en vistas de su esterilidad política y su repliegue hacia una cinefilia retro-moderna- ignoró muy aplicadamente la existencia de La hora de los hornos. Hoy el macrismo agota la posibilidad de subsistencia de producciones con subsidio estatal. Quizá en la intemperie hostil de esta renovada violencia clasista puedan aparecer cineastas con la libertad con que Solanas y Getino invitaron a pensarnos hace 50 años y todavía hoy.