Fue

Por M. M.

“Yo soy el héroe de esta farsa del rock” canta Adrián Dárgelos al final de la presentación en el Luna Park de Mucho, el nuevo disco de Babasónicos. Debe tratarse del cinismo más sobreexplicado de la historia de la música popular. La paradoja consiste en que se dirige a su platea de incondicionales fans para imponerles un sentido excluyente: el de que el sentido de sus canciones no existe, que no hay nada que buscar allí, que a ellos no les importa nada. Dárgelos tiene más de 40, pero sus interlocutores a lo largo de estos años han terminado siendo un “pendejo” y una “putita”. En nombre del cambio permanente (que sus discos no permiten constatar) se ha quedado congelado en un gesto que ya puede denominarse noventista, y por ende: demodé. Dargelos es un entusiasta evangelista de la antipolítica, de la vacuidad del arte, de la imposibilidad de la verdad y del triunfo omnímodo de la mentira. En los años de Menem estaba a la orden del día: casi todo el mundo creía en la muerte de la política y en el fin de la historia. El rock no sería ya más que un negocio y la actitud más radical era proclamarlo a los cuatro vientos:

“tan freak y tan popular
quiero ser...
En el éxtasis del flash, con la estrella omnisexual
Y el glamour acomodado a la lujuria de hotel”.

Para ello había que borrar la parte molesta de la historia rockera, había que reescribirla en términos de seducción fraudulenta, de lujuria de hotel; hacer desaparecer todo rastro de autenticidad, todo efecto de verdad, toda tradición contracultural y toda sospecha de rebelión. Resignate, ya pasó. Claro que entendido así suena como un programa político muy miserable: el truco de Babasónicos siempre consistió en decir que no se trataba de un programa político, que tampoco decían la verdad al decir que no la decían. Pero su machacona insistencia (suponiendo que no bastó con decirlo una vez y había que repetirlo en cada disco), y el deterioro de la frescura que sus rostros podían exhibir veinte años atrás, han dejado a la vista la operación ideológica: el público actual de Babasónicos tiene menos de la mitad de su edad y Dárgelos ya no puede posar de hijo díscolo de la generación hippie: ahora es padre de una generación de impávidos consumidores, para quienes el rock nunca fue algo más que un ringtone. ¿A quién le hacen falta entonces lecciones de antipolítica?

No tengo interior para mostrar
Tampoco soy espontáneo
Y por más que me bañe en humildad
Se evapora al rato.
Por eso no quiero que me conozcan
Prefiero que inventen.
No tengo interior, tampoco soy espontáneo.

Y dale, otra vez. En el estribillo del primer corte de difusión de Mucho, Dárgelos insiste obsesivamente con la falta de interioridad y la política de la máscara debajo de la máscara. Como un Dylan pasteurizado, homogeneizado y explicado a los púberes, que repitiera desde hace 40 años que él no está allí, que él no es quienes todos creían que era, que es otro. I'm not there. Adivinen las siete pequeñas diferencias, les adelanto dos: Dylan nunca lo tuvo que explicar y Dárgelos suena hoy igual que hace veinte años.

La trasmisión en directo de TN (Todos Nosotros, ya sabemos) desde el Luna Park, produce un extraño efecto de magnetismo invertido: las cámaras parecen heridas por la fealdad del cantante. El director de la emisión tiene que hacer planos muy breves del rostro de este frontman, tan feo es que invita a apartar la mirada. Dárgelos es el hombre más feo del mundo. Y vean que lo tiene al lado a Carca, lo que ya es mucho decir.