miércoles, 9 de septiembre de 2009

Rito de pasaje



por Juan Aguzzi

¿Qué se nota apenas avanzadas las primeras escenas de El último verano de la boyita?

Que Julia Solomonoff, su directora, cuenta con más herramientas que las que tenía en su primer opus, Hermanas; un pulso más firme para la dirección (esto es síntesis, condensación, acentuación); la elección, no sin consecuencias, sobre aquello que debe entrar o no en el relato. Probablemente toda esta argucia y manejo se descuente de su experiencia en producciones ajenas (desde Diarios de motocicleta hasta Cocalero, en las que tuvo a su cargo la producción) que seguramente terminarían conformando un bagaje de estructura narrativa y una suficiencia técnica que Solomonoff usa con pericia en El último verano de la boyita; una seguridad que se nota apenas transcurridos los primeros planos de un relato que se configura de iniciación, de rito de pasaje, y a cuya gravedad se le aplica un tono sutil y hasta reparador.

El film está planteado como una historia de opuestos donde la incomprensión y la curiosidad van justificando la trama, a la que Solomonoff ubica en un naturalismo pleno. Hay una niña inquieta que va queriendo encontrar su lugar en un mundo adulto que aparece complejo. Los apenas mayores que ella, su hermana incluida, le dejan claro, ironía y desmanes mediante, que no pertenece a ese universo. Sus padres, aunque estén y no estén, protegen su inocencia desde sus argumentos complacientes. De algún modo, Solomonoff apuesta a dejar delineada perfectamente en la primera media hora del film la perspectiva que la mirada de la niña tiene sobre su universo, todavía, un universo urbano y sin dudas caprichoso, donde los referentes parecen no ser modificables.

Luego vendrá la partida al campo, a ese otro espacio donde el asombro y la apariencia traen también la amenaza de lo distinto, de lo independiente a la imaginería de la niña, acontecimiento que se sincroniza en el encuentro sensible con el niño curtido y diferente, consustanciado con el ámbito en que se mueve. A partir de allí, comienza a jugarse una dialéctica vital, un movimiento de creencia y de duda que funda y mantiene la relación de los niños, y de estos con el espectador.

Solomonoff sostiene la tensión y no larga “prenda”, escamotea lo previsible, lo que asegura el devenir de un relato unívoco. La coreografía se construye con la desmesura del cielo abierto, la brutalidad de los hábitos campestres, la desconfianza y banalidad de los paisanos, los prejuicios y egoísmo de los padres del niño, a los que la ignorancia les impide pagar el precio del amor.

En ese trance entonces, surge la emancipación de los niños. La compleja sexualidad del niño será el talismán para que la niña expanda su subjetividad hacia la ternura y oponga sus propios códigos a los del mundo que trata de normalizarla a su manera.

Si bien Solomonoff transita un tema similar al ya abordado en alguna producción nacional no tan lejana en el tiempo (XXY), su apuesta es más alegórica y menos pretenciosa, y se apoya en un diseño de austeridad para preservar las connotaciones del relato. Para Solomonoff, el problema que construye un tema como este -y que podría aparecer como una muralla infranqueable- supuso, más que un propósito sustentable, un acto, el de establecer un sentido mediante la epifanía y la caza menor de los detalles. En esa línea, la dimensión narrativa no es menos determinante que el informe del acontecer, es decir, las peripecias de los personajes interesan más que el hallazgo en sí, recurso que facilita el abordaje y lo hace menos ríspido, ya que se trata de evitar la sorpresa y el desenlace. Libre de esas tensiones, el relato gana en respiración y sólo responde a necesidades prácticas, casi instrumentales.

Los niños, que no eran actores antes de este film, intensifican la presencia de sus cuerpos con elocuencia y Solomonoff resiste la estrecha lógica del “dar por sentado”, y, lo más importante, esquiva la redundancia de formas narrativas garantizadas. Con estos elementos abre las puertas de una percepción propia para cifrar un juego fílmico por lo menos inusual en la escena del cine argentino reciente.

2 comentarios:

Eduardo Benitez dijo...

Juan: muy buena la nota. EL último verano... me parece uno de los estrenos argentinos del año. Poético y con sentido del ritmo del relato envidiable. Es interesante como la llegada (su mirada?) de la nena a la chacra desequilibra todo un mundo que parecía muy estable y abre un gran abanico de prejuicios en todos, porque esto que decís también cuenta para describir al padre de la nene :"la brutalidad de los hábitos campestres, la desconfianza y banalidad de los paisanos, los prejuicios y egoísmo de los padres del niño"

Saludos

Lucas dijo...

Ganas de ir a verla, me da esta nota!
Hermanas la encontre intensa, algo del final me habia molestado, pero no recuerdo que. Habra que verla de vuelta; despues de El ùltimo verano..