por José Miccio
Tourneé está dirigida por Mathieu Amalric, actor excelente que trabajó con Assayas y Spielberg, con Despleschin y Tsai Ming-liang, y que participó hace unos años en la competencia del festival marplatense con El estadio de Wimbledon. Tourneé trata de la gira que un grupo de neo strippers estadounidense (una especie de vanguardia del género, de existencia real) hace por Francia. Su contratante es Joaquim (el propio Amalric), un tipo que supo ser un exitoso productor televisivo en su país y ahora parece dispuesto a volver por sus fueros. Dicho así, el argumento puede recordar el de los viejos musicales: maduración de una obra en ciudades chicas y final con pompa en el centro del espectáculo (aunque París no está en el plan original). Pero nada tiene que ver Tourneé con tan noble género. Para empezar, no hay qué pulir, el show está listo desde hace tiempo; además, no hay progresión de ningún tipo. Lo que está en juego es la convivencia de un grupo de personas, casi todas mujeres, que llevan una vida ajena a la que se considera normal. Es una familia cassavetiana, cariñosa y cruel, siempre inestable, y las escenas buscan el registro de su interacción en movimiento perpetuo, como a punto de terminarse o de mutar hacia otra cosa, insospechable. Con su cámara ardiente y su tremendo montaje, y con unos personajes fuera de serie, Amalric consigue momentos estupendos en el tren, en los hoteles y en el backstage (además de en escenas por fuera del grupo) que liberan a la película de la dependencia de sus cuadros escénicos, de interés muy variable. Es cierto que es irregular, pero también es vibrante, y esa es su ley. El punto de referencia más obvio para hacer jugar a Tourneé en una zona del cine es el mencionado Cassavetes, gran explorador de comunidades llenas de amor y desbarajuste, pero probablemente convenga sumar también a Abel Ferrara. Efectivamente, el personaje de Amalric es tanto un descendiente del Ben Gazzara de The killing of a Chinese bookie como del Wilhem Defoe de Go go tales. Tourneé vive bien en tan hermosa compañía. Al menos hasta cierto punto. Porque hay un instante difícil, que habría que revisar. El problema de la película aparece cuando se señala con énfasis el patrón contra el cual esta comunidad pequeña y efervescente puede ser definida como libre, desjerarquizada o heterodoxa. Hay dos momentos rimados que funcionan bien y alcanzan para establecer el contraste. En uno, Amalric pide al empleado de un restaurante que apague o baje la música funcional, en el otro hace lo mismo pero con la televisión. Las respuestas que recibe son iguales: no se puede, el volumen es fijo y responde a una norma. El par de escenas es una pequeña anécdota sobre las instituciones: frente a la uniformidad, el grupo de artistas propone su vida y su obra. Pero hay una tercera vez, que juega la misma carta a los gritos. Amalric y una de las actrices – la descollante Mimi le Meaux - van al supermercado el día después de un show. La cajera que los atiende los reconoce y los felicita: estuvo en el teatro y se la ve feliz. “Pasé una gran noche”, les dice, y se adivina que su alegría es excepcional. La mujer tiene más de cuarenta y es gorda, igual que algunas strippers. De pronto, deja de hacer su trabajo y hace algo imprevisto: quiere mostrarle las tetas al productor, ahí mismo, en un casting apenas mamario, como poseída por una interpretación superficial del show y el deseo de otra vida. Cuando Amalric le dice que no, que no tiene tiempo ni quiere evaluarla, la cajera cambia admiración por bronca y saca a los artistas a gritos y tiros de mercancía. La empleada representa, lógicamente, la vida gris que la troupe combate, algo que ya había sido establecido anteriormente y con contundencia, sin necesidad de ofrecer a la vez la miseria de un personaje que quiere algo que no puede tener o no se anima a buscar.
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