La soufrière (este viernes 20:30 en Humberto Primo 775) *
¿Alguien recuerda cuando Wim Wenders (en Tokio Ga, de 1985) mostraba a Werner Herzog en el alto mirador de una gigantesca torre tokyota, explicando su presencia allí para intentar captar alguna imagen del mundo que aún no hubiera sido filmada? Esta motivación, toda una vertiente del cine de Werner, es susceptible de ser inferida a partir del mediometraje La Soufriere.
Veamos. Se espera en forma inminente la erupción de un volcán ubicado en una isla habitada de las Antillas francesas. La catástrofe sería de tal grado que imperiosamente se evacúa la villa a sus pies, quedando abandonada e intacta, un pueblo fantasma habitado por animales y basura. El suceso fascina a Herzog que, en la piel del realizador intrépido y buscador de lo inexplorado, papel que iría perfeccionando a lo largo de los años, se dirige allí, arriesgándose él y su equipo. En el lugar, además de toparse con ciertos marginales que pese al peligro rehúsan marcharse –típicos excéntricos non fiction de su cine-, registra imágenes al borde de la abstracción, tan extraterrestres como las que la NASA le facilitaría luego para The wild blue yonder (2005). Las nubes de gas bordeando los alrededores del volcán, borrando progresivamente los contornos geográficos de referencia: inolvidables.
El asunto es que los indicios del desastre comienzan a disminuir y la gente regresa a sus hogares para retomar su vida, situación que Herzog vive como fracaso personal; él había ido a filmar el Apocalipsis desde la primera fila.
II
Es preciso hacer mía una cita del cónsul romano Marco Tulio Ciceron (“Si no me avergüenza pensarlo, no tendría que avergonzarnos decirlo”) como un acicate para descerrajar la primera sensación al volver a ver La Soufriere. ¿Por qué Herzog, con todo el pueblo de la isla caribeña de Guadalupe evacuado, porfía en ubicarse al borde de la montaña, en la primera fila, para registrar la inminente catástrofe (y de paso, morir)? ¿Es estúpido o qué?
Lo solemos catalogar de romántico, siempre en busca de la imagen virgen, del lugar inexplorado con un plus de etnografía fantástica. En este caso, su dulce voz de narrador omnipresente nos informa que en ese verano de 1976 vienen sucediendo grandes catástrofes en muchas partes del mundo, con la tierra temblando por doquier y hay fuertes señales de que en Guadalupe, un archipiélago insular de jurisdicción francesa, se viene no la erupción normal del volcán La Soufriére, sino una total explosión de la montaña, con la fuerza de 5 o 6 bombas atómicas. Declaradamente fascinado por ese hecho y por la noticia de que un pobre campesino se niega a ser evacuado de la ladera en que vive, se pone en marcha con su cámara y un crew de dos personas.
El mediometraje tiene partes bien diferenciadas. La primera, el registro de casas, calles, rutas y hospitales vacíos en la capital Basse-Terre, sólo poblada por animales buscando comida en la carroña, está filmada en travellings manuales, automovilísticos o aéreos. Permanentemente escandidos por un subliminal suspense provisto por la convivencia de una voz narradora calma y su avisar de la cercana hecatombe. La palabra “miedo” aparece. El suelo, a medida que se sube la montaña, se siente caliente e inestable.
Luego, un hecho similar al que se espera, acontecido en la isla de Martinica en 1902 -ciudad de Saint Pierre / volcán / ¡¡boom!! / “hombres como aglomerado carbonizado” / buitres dando vueltas / pan negro petrificado- nos es relatado a partir de fotos, que funcionan como separadores, a manera de indicio en flashback, del goce tanático que le espera a nuestro intrépido alemán (y el tábano continúa atosigándome: ¿por qué? ¿por qué hace lo que hace?). Hay algo de La Jetée de Chris Marker en todo esto. La última parte entrega imágenes plásticas de una belleza que casi linda con la abstracción, en tanto unos encuadres que dividen naturalmente el plano en una mitad inferior terrosa (la montaña) y en otra gaseosa (las nubes de sulfuro) demuestran que la topografía es una cuestión de talento para el pincel.
Aquí se producen los encuentros con aquellos que, conociendo perfectamente el peligro al que se hallan expuestos, no quieren abandonar su lugar. Y cuya falta de temor a la muerte resulta una variable de su extrema pobreza, de no tener nada ni adonde ir. Si Herzog imaginaba encontrar románticos dispuestos al sacrificio –el tipo de personajes en el que ama proyectarse–, lo que encuentra en su lugar es seres simplemente resignados a la voluntad de Dios. Acaso el verdadero fracaso de su viaje. Porque el manifiesto, teniendo en cuenta el subtítulo del film (“La espera de un desastre inevitable”), es que los síntomas de la catástrofe van disminuyendo y el volcán termina por no explotar.
En Capturing Reality: The Art of Documentary, (Pepita Ferrari, Canadá, 2008), Herzog dice que, si La Soufriére hubiera explotado, al menos habría conquistado una imagen espectacular. Sin duda, frente al adocenamiento del noventa por ciento del cine actual esta profesión de fe y coherencia de auteur sigue embelesándonos. Pero como no creo en la inmolación en nombre del arte, no deja de sonarme como algo gratuito, una estupidez.
Así que una de dos: o suspendemos la incredulidad y nos entregamos a la pulsión intrépida de un artista capaz de sacrificar su vida (y la de los demás) para lograr planos inéditos; o bien damos lugar a la sospecha de que cuando marchó a la isla de Guadalupe ya sabía que el volcán no iba a estallar y se mandó una flor de puesta en escena, un engaño lícito. Si éste último fuera el caso, podríamos disfrutar de La Soufriére como si fuera una falsificación de Orson Welles.
* En el mismo programa se exhibirá Miedo al miedo, de R. W. Fassbinder.
* En el mismo programa se exhibirá Miedo al miedo, de R. W. Fassbinder.
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