por Guillermo Colantonio
En 1845, Edgar Allan Poe desafía su poética sobre el cuento con un curioso relato llamado "El demonio de la perversidad". Allí dedica solo la cuarta parte a la anécdota en cuestión; el resto está consagrado a la reflexión acerca de “este impulso radical, primitivo, elemental” que “con la perfecta arrogancia de la razón, todos hemos pasado por alto”. Se trata de la perversidad, claro, un atributo propio del alma humana que algunos sabrán disimular mejor que otros, pero que está presente en todos los planos de la vida, y cómo no, en el arte mismo. Emil Cioran afirma en La tentación de existir (1956) ) que no hay obra que no se vuelva contra su autor. De este modo, “maestros en el arte de pensar contra sí mismos, Nietzsche, Baudelaire y Dostoievski nos han enseñado a apostar por nuestros peligros, a ampliar la esfera de nuestros males.” Más adelante, el filósofo introduce un concepto que se asocia con el de Poe, el de la insidia, al cual le atribuye cualidades tales como “maliciosa o dañina” pero con apariencia inofensiva. De este modo, ser insidioso en el arte, por caso, sería una forma de “expulsar el misterio para que se torne luminoso”, “hacer amar la apariencia en lo que tiene de más potente”.
El cine, por ejemplo, ha tenido sus cineastas perversos. Lo han sido Buñuel y Hitchcock, por citar dos paradigmas. Sin embargo, nunca resignaron sutileza a la hora de expresar sus formas de insidia, algo que varios realizadores actuales han perdido por completo, en especial aquellos que se deleitan en festejar desmedidos golpes visuales pornográficos: cabezas reventadas con matafuegos o genitales cortados bajo encuadres preciosistas. Son momentos dentro de películas desparejas que no logran disimular su insidia y que parecen confirmar que el cine ha consumido sus recursos de elegancia, aún en los circuitos de prestigio festivalero. La exhibición de atrocidades se disfraza bajo el rótulo de arte serio, una de las mejores imposturas del mercado. Es saludable patear el tablero, sacudir formatos consagrados y sospechosas nociones de buen gusto. El problema radica en quiénes lo hacen, cuándo y dónde. Se sabe: la palabra transgresión está viciada. Tal vez, una diferencia visible entre los cineastas clásicos y contemporáneos (si tal distinción es viable) radique en disimular con altura e ingenio el impulso de perversidad. Basten tres ejemplos posibles como respuesta tentativa.
Días sin huellas (1945) probablemente no sea una de las mejores películas de Billy Wilder. Es un filme sobre las consecuencias del alcoholismo y el peso de su tema se impone sobre los valores cinematográficos (al contrario de otras obras maestras como El apartamento o El crepúsculo de los dioses). Sí es novedoso en el planteo de tal adicción, hasta ese momento mostrada a partir de la cómica visión del borracho que se tambalea y se cae. Ray Milland compone a un escritor que vivirá bajo el infierno de su dependencia. La genialidad de Wilder como director queda en evidencia en la primera escena, un pequeño tratado sobre las posibilidades del lenguaje de las imágenes: una vista panorámica sobre Manhattan, acercamiento de la cámara al bloque de pisos de un departamento, cortinas que se mueven, recorte sobre una ventana por donde se advierte una botella de whisky colgada de un cordel. Todo esto antes de que ingresemos al departamento y veamos al bebedor que oculta la trampa a la espera de sus parientes. Ni las más estrictas modalidades de encierro impedirán el contacto con el alcohol. La causa está perdida de antemano. Para una película de la década del cuarenta, concebida bajo las normas de la industria, es más que una pincelada maestra, se trata de una insidiosa manera de ponernos frente al abismo. Lo demás, será pura anécdota con moralina impuesta que, en todo caso, no podrá nublar la potencia cinematográfica (y perversa) de esta primera escena. Wilder confirma una vez más esa especie de solapado nihilismo frecuente en su mirada sobre la sociedad americana.
Otro momento antológico puede encontrarse en Escrito en el viento (1956) de Douglas Sirk, no solo un punto álgido dentro de sus melodramas sino una de las grandes películas de la historia. Se trata de un mundo material basado en apariencias que se derrumba ante la imposibilidad del amor y de las frustraciones internas de los personajes que viven en ese universo decadente. Robert Stack está maravilloso e interpreta al hijo de un magnate petrolero. Su drama es que no logra concretar una vida social ajustada a las apariencias ya que su amenazada virilidad lo entierra en el alcohol y en el infierno de la duda constante hacia su mujer, Lauren Bacall. Claro que Sirk jamás apelará al trazo grueso y sí a un conjunto de significantes que fortalezcan el derrumbe. Hay una escena que sin estridencias ni gritos expresa de manera magistral el tormento del personaje. Se encuentra con su médico particular en un café; allí se entera de que es estéril. La cámara recorre el rostro de Stack, explora sus facciones a punto de estallar. Lo vemos levantarse y salir como un autómata. Ya en el exterior del bar, el encuadre es funcional al remate: por el borde de pantalla se atraviesa un niño montando un caballito de juguete ante la desesperada mirada del protagonista. La genialidad consiste en disimular sin golpes bajos otro gesto de oscuridad absoluta. A partir de ello, el destino del personaje (al igual que el de Wilder) va hacia la debacle. En este caso, la elegante perversión se manifiesta en este acto discursivo con ese símbolo para escenificar al fantasma que se lleva adentro, como una forma de enunciarlo por asociación en la mente del espectador, también dispuesto a compartir desde la butaca (¿con una sonrisa?) la insidia de la situación.
Más cercana en el tiempo, La muerte y la doncella (1994) de Roman Polanski es una de las películas más subvaloradas de una extensa filmografía. Ajusticiada por los inspectores de la crítica que solo quisieron ver un filme de tesis ideológica maniqueísta y descuidaron la riqueza de su ambigüedad, es un claro ejemplo de la manera en que el director polaco nos pone nuevamente frente al rostro de su creativa perversidad. Polanski es un cineasta que siempre invitó a mirar y en esto se conecta sin problemas con una tradición de autores clásicos. En todo caso, sus obsesiones combinan ese mecanismo con lo sexual, con la imposibilidad de concebir una pareja estable, con los juegos de atracción y repulsión, entre otros tópicos destacados, aún en historias con marcos políticos reconocibles. Siempre, la insidiosa mirada de la cámara se corre de situaciones referenciales obvias para dar paso a otra instancia de percepción. Es lo que ocurre en la siguiente escena. Paulina Lorca tiene encerrado en su casa a su supuesto torturador. Lo somete a un interrogatorio con golpes incluidos. Parecen invertirse los roles. En un momento Paulina se sienta sobre él y la cámara baja para dar detalles de cómo lo ata, pero al mismo tiempo no evita mostrar las piernas de la mujer sobre el hombre como si de una relación sexual se tratara. Es un breve lapso de tiempo, casi imperceptible, pero está, existe. Es un juego donde siempre hay un margen mínimo para desafiar la estabilidad moral del espectador sobre los aspectos más intrigantes de la conducta humana. Se trata de aceptar una posición incómoda donde el erotismo (en el sentido que le da Georges Bataille) se asocia con la muerte (en este caso vinculada a la figura del verdugo), o con la idea de Lacan de que el fantasma de la perversidad consiste en imaginarse al Otro para asegurar su goce. Con un plano, alcanza, si somos capaces de mirar, si como afirma Poe: “Estamos al borde del precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente nos quedamos.” Agrego: nos quedamos gracias a las elegantes formas de la insidia de estos tres cineastas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario