Creo que era Truffaut el que dijo que hacía cada película contra la anterior, como si la inercia de lo que no pudo filmarse fuera apropiándose del rumbo de su obra. De una manera aproximada, no exacta, este principio puede aplicarse a la filmografía de Nicolás Prividera: en lugar de expandir un sentido antes establecido, parecería que su cine fuera hundiéndose en un abismo espiralado que va desenterrando el núcleo íntimo y renuente de lo que antes sonaba muy claro. Este movimiento paradójico, hacia abajo, hacia adentro, lucha contra una superficie en la que la voz del propio Prividera, desde M hasta Carta a una señorita en París, pretende sobredeterminar el sentido de un misterio que no cesa de escaparse.
Wittgenstein sentenció que todo lo que puede ser dicho debe decirse claramente y de lo que no se puede hablar hay que guardar silencio. Este doble mandato tuvo en la filosofía contemporánea un efecto equívoco: a partir suyo se cimentó una doctrina que ponía el peso en el lugar menos decisivo, un positivismo lógico de la claridad que intentaba abolir lo místico. Wittgenstein tuvo que sobrevivir a una guerra por la que sus entusiastas discípulos se jactaron de cancelar el movimiento que él sólo había desencadenado. Después de que sus fieles lo vieron volver, tuvieron que escucharlo desbaratar su escuela instituída: mi libro, dijo -el Tractatus-, consta de dos partes: todo lo que está escrito y eso que callé, pero esto último es lo único que importa. No sé si Prividera se reconocería en esta paradoja, tal vez no: sus ensayos, incluso el personaje que encarna en su primera película, parecen demandar -¿o me equivoco?- el deber cívico de decirlo todo y decirlo totalmente. Pero desde M se percibe una inquietud que hace temblar el suelo de sus aparentes certezas.
En su obra crítica, Prividera es especialista en exponer los motivos por los que las películas a menudo fracasan: tiene una nariz para detectar el aroma de lo que cada autor no ha logrado resolver, algo que se esconde detrás del perfume pero hiede. Quizás su especialización para detectar fracasos no sea sino su secreta poética. El fracaso al exponer es el fuera de campo que da al cine su vitalidad. Se sigue filmando porque hay un plano que falta y ninguna vociferación puede detener esa fuga hacia lo íntimo.
Así, en M se inció un movimiento que parecía exigirle a la memoria de los testigos que dijeran todo lo que habían callado, para terminar chocando con una resistencia tenaz, colectiva, anónima, a reponer lo silenciado -¿su fracaso? ¿o su éxito? Esa imposibilidad de los fallidos atestiguantes podría juzgarse como mera cobardía para dar su testimonio, pero también podría indicar el rigor de algo que se sustrae a todo intento de declaración. Tierra de los Padres, Adiós a la memoria y ahora Carta a una señorita en París parecen engendrarse a partir de restos de lo que cada película anterior no logró manifestar, a pesar del rigor de su ética de la manifestación. Hay un rigor más insistente que cualquier imperativo, eso que Wittgenstein denominaba lo místico, lo único verdaderamente importante. Al avanzar mi interpretación en esta dirección parezco ponerme en contradicción con la figura pública de Prividera, probablemente él mismo rechazará esta perspectiva de su obra. Pero es mi vocación expresarla a pesar de todo: hay en Carta a una señorita en París algunos planos cinematográficos que se revelan como el off scene de M. Lejos de encontrar en esto un menoscabo del valor de su obra, ese impulso hacia lo que se oculta en toda manifestación es lo que le da vitalidad a su fimografía. Si a primera vista su obsesión quiere desentrañar los pliegues más ocultos de la memoria, una mirada que invierta la Gestalt de su forma y su fondo puede descubrir el peso de una presencia por la cual el pasado no se resigna a constar en actas. Lejos de olvidar la historia, esa renuencia indica que esta historia puede estar más viva que toda la actualidad. Creo que Carta a una señorita en París acierta -es decir, no fracasa- cuando los planos cinematográficos reavivan las miradas de unos ojos que pretendemos pretéritos. La flecha del tiempo se invierte y son esos ojos, los de Mona Lisa, los de Martha en París, el momento más feliz de su vida, años antes de su secuestro, los que ahora nos miran. Si la inversión se consuma, el cine de Prividera deja de mirar incesantemente a los muertos y ellos empiezan a mirarnos a nosotros. Esta tensión logra articular las divergencias cinematográficas entre la imagen y la palabra y cambian el centro de gravedad de sus películas, no ya hacia lo pretérito sino en dirección a lo que no ha terminado de llegar. Esta es una potencia que el cine puede reavivar mucho mejor que la más explícita de las declaraciones. Esas miradas nos divisan desde el plano, en su singularidad irreductible, a quienes apenas contemplamos. Indagan nuesta presunta presencia, como si conocieran un secreto que llevamos a cuesta. Ninguna historia escrita está más viva que esos ojos que nos miran.
Si mi presentimiento no está tan errado, su próxima película intentará dar alguna respuesta a esta carta a una señorita en París.
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