En COMBO15 los pibes juegan a ser otros: Elvis, cowboys de la medianoche o River Phoenix ensoñado en su propio Idaho. Se agarran a un sueño modesto que termina mal (también esos héroes terminaban mal). Si en Corsario el espectro de Pasolini aparecía por las calles de Ituzaingó en plan de levante o de casting, acá el punto de fuga es el devenir cowboys de un sueño hurtado. Debe tratarse de un caso único en la historia del cine, ¿lo será? A lo largo de tres décadas y más de 60 películas Raúl Perrone vuelve una vez y otra a la plaza central de Ituzaingó, la playa de cemento y los escalones en los que una parejita o un grupo de pibes de +/- 20 años charlan, se pelean, se dan al sol o a la luna, algún plan de evasión de corto alcance, un levante o un fantasma que pasa. Perrone vuelve a las módicas peripecias de esos chicos en las que importa más el gesto, los círculos dibujados con el humo del pucho, el vagabundeo por las galerías comerciales, el cruce subterráneo por debajo de las vías, el destello del cielo en la pupila. Tocan guitarras de aire, bailan, se ríen o lloran, a veces matan, a veces se mueren, no siempre.
A esta altura una recurrencia tan prolongada tiene la estructura de una obsesión, como las sesenta veces en las que Cezanne pintó la montaña. Hay que ver qué se reitera y qué varía, pero sobre todo hay que pensar la insistencia, como si una fuerza poderosa lo convocara al mismo punto de encuentro mientras los años pasan y los chicos pasan. No es el único motivo del cine de Perrone -hay otras derivas y búsquedas descentradas- pero sí el más insistente. Hace unos años se niega a escribir sinopsis y hace bien: si lo hiciera, parecerían repeticiones de lo mismo. La gracia está en constatar que una película nunca está en las palabras con que se intenta contarla sino en los rasgos de cada rostro, en las diversas distancias focales que lo enmarcan, los fondos que se expanden o contraen, el fuera de campo al que miran, la tensión de unos labios a punto de decir el nombre de alguien que se ausenta.
A la vez que la plaza y los pibes, Perrone trabaja con la posibilidad del cine de ofrecer una materia infinitamente maleable, el blanco y el negro radiantes, los delicados matices del gris, el alto contraste, los contornos afilados, los poros de una piel. O, al contrario, los contornos difuminados, el desenfoque que devora el fondo, el dissolve que desmaterializa los cuerpos. Importa más el puro existir que el hacer. Podría conjeturarse una sociología de esta obsesión: el oeste bonaerense, el tren Sarmiento, la clase media baja, los buscas, la paulatina disolución de las comunidades organizadas, el registro en tiempo real de la pérdida de horizonte de un sector social y una geografía muy precisos. El tipo que en COMBO15 vive en la calle y se junta a cantar una canción de AC/DC con los pendejos de hoy podría ser el joven que aparecía en alguna película de la Trilogía de los 90: la vida resultó complicada pero ahí están. Los pibes de sus últimas películas, Sean Eternxs y COMBO15, podrían cruzarse. Los de Sean Eternxs se entregan a la modorra de la siesta veraniega de la colonia de vacaciones, pueden haberse deslizado por zonas del delito menor pero la película los encuentra en un momento de goce, los restos aún vivos del estado de bienestar. En COMBO15 predomina el crepúsculo, la melancolía, el desencuentro, el desliz fatídico, la desilusión y la dilución.
Cada cara que Perrone filma en Labios de churrasco, Graciadió o Cinco pal' peso, Los actos cotidianos, SEM, P3ND3JO5, Ragazzi, Corsario, 4tro v3int3, Sean Eternxs forma parte de una serie todavía abierta, pero cada una de ellas, a las que la memoria puede retener gracias a la singularidad del cine, ha ofrendado un momento único. El cine les concedió una suerte de eternidad. Ellos quizá ya no están, o siguen estando pero perdieron el brillo que refulgía un instante.
Esa consagración de los rostros singulares está marcada en el prólogo de Corsario, con Pasolini y Ricagno haciendo el casting de esxs chicxs, mientras ellos intentan deletrear un poema de Dylan Thomas. Aquel prólogo estaba filmado con una textura áspera y de bajo contraste, que en el resto de la película se difuminaría por efecto de una cámara estenopeica que los desplazaba hacia el ensueño. No solo las caras son siempre otras: también la mirada de Perrone se modula siempre en nuevas claves. El violento expresionismo que el lente hiperangular produce en COMBO15, con su profundidad de campo infinita y sus diagonales acechantes, recorre los túneles y las esquinas de Ituzaingó en un trip psicodélico. Esa expansión perceptiva vuela con el impulso de un extraordinario diseño sónico que acerca al cine de Perrone a la composición musical. Cada encuadre y cada corte, con sus movimientos corporales, sus desplazamientos espaciales, sus ralentis y aceleraciones encuentran los planos sonoros que invisten a las imágenes de una cualidad onírica. En la última larga década el cine de Perrone ha ido conquistando en el plano sonoro un rango cada vez más insólito. Si la plaza central y las calles de Ituzaingó están siempre ahí, las ráfagas sonoras que las atraviesan dejan abajo el suelo conocido.
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