La película de Alejandro González Iñárritu con Michael Keaton
por Gabriela López Zubiría
por Gabriela López Zubiría
A Alejandro González Iñárritu le llevó algo menos de 4 años recuperarse de Biutiful (de la que la crítica, entre otras cosas, dijo: "Tediosa poética de la miseria. (...) Entre la hermosa honestidad de Bardem y la manipuladora condescendencia de Iñárritu se abre el vacío en el que 'Biutiful' intenta existir sin demasiado éxito". (Sergi Sánchez, acá) y volvió al ruedo con astucia -las películas sobre actores, el teatro, la fama (y su pérdida) y el ego, siempre garpan- de la mano de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) protagonizada por Michael Keaton (otro que vuelve), con Edward Norton, Emma Stone y Naomi Watts en el elenco.
Confieso que Iñárritu no es de mis directores favoritos y que no estuve muy al tanto de su silencio. En primera instancia, me pareció interesante la propuesta de Birdman: un actor identificado con el personaje que le valió popularidad, del que no se puede despegar, años después se reinventa y veamos cómo le va... Imposible no pensar en Don Adams, que fue Maxwell Smart entre 1965 y 1970 y nunca pudo dejar de serlo, aunque hizo muchas otras cosas y parece que tuvo una buena vida. Pero este no es el caso de Birdman, claro.
Nuestro ex superhéroe Riggan Thompson (Keaton) veinte años después de haber conquistado la popularidad y notablemente quebrado ("la vida me duró más que lo que gané", dirá) decide reinventarse como actor "serio", hacer "algo significativo" y se la juega con una adaptación (propia) de Raymond Carve, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, que interpreta y dirige en un teatro de Broadway, como no podía ser de otra manera. Hasta aquí la cosa parece bastante inocente, si no fuera porque Riggan está bastante chapa, cosa que con una marcada ausencia de sutileza nos cuenta el director en la primera escena de la película.
De ahí en más todos los diálogos serán declamaciones grandilocuentes construidas en torno a prejuicios y lugares tan comunes como falaces: actores vs. celebridades, Hollywood vs. Broadway, el teatro como única expresión posible del "arte", lo popular (las películas de Birdman, precisamente) como porno épico para contento de las masas (nosotros, los espectadores) y una galería de personajes estereotipados: el actor de teatro en pose de superioridad moral e intelectual que se comporta como un imbécil todo el tiempo (Edward Norton), una hija recién salida de rehabilitación que en esta "nueva etapa" trata de acercarse a su padre (Emma Stone), una ex-esposa asombrosamente comprensiva y buena onda, una novia actriz asombrosamente comprensiva y buena onda, un mejor amigo devenido en productor asombrosamente comprensivo y buena onda (Zach Galifianakis) y, por último una crítica de teatro (del NY Times) asombrosamente obtusa y mala onda ("voy a destruir su obra (...) ocupó un teatro que podría haberse usado para algo valioso (...) usted no es un actor, es una celebridad"), interpretada por Lindsay Duncan, completan el cuadro.
Aunque esto no es todo, Birdman funciona, además, como un espacio para la catarsis de su director (el de la película, claro) que, a través de citas y citas asombrosamente mala onda (no se salva nadie, desde Goerge Clooney hasta Downey Jr. y su Iron Man pasando por Ryan Gosling) deja entrever las dolorosas costuras que el tratamiento que recibieron sus últimas películas (Babel, 21 gramos y la mencionada Biutiful) dejaron en el ego de Iñárritu.
Ahora bien, ¿qué nos pasa a los espectadores cuando vemos Birdman? O, mejor dicho, ¿qué me pasó a mí, en tanto espectadora de Birdman? En primer lugar las dos horas del relato resultan aburridas, y eso para cualquier película es imperdonable. En segundo lugar, y no por eso menos importante, está el tema de la estética adoptada para construir la narración: el famoso plano-secuencia del que tanto se habla no sólo es una construcción (no solo es falso, es falaz), sino que además me produjo un efecto asfixiante casi al borde de la náusea. La elección de los interiores y la coreografía de los personajes es interesante al principio, después se vuelve insoportable por lo repetitiva (pienso en Serbis de Brilhante Mendoza y en el uso narrativo de un espacio similar -un cine- y me dan ganas de llorar).
Siempre escuché que el plano secuencia funciona como una suerte de Santo Grial de los directores; efectivamente, es un poderoso recurso narrativo además de un despliegue estético de particular belleza y eficacia pero, como todo en la vida, con el plano secuencia también se miente. Lo que se juega acá son los motivos de esa mentira.
En Ojos de serpiente (Brian de Palma, 1988) Nicholas Cage se para en el centro de un cuadrilátero y mira alrededor y la cámara nos muestra lo que ve. La escena es maravillosa, el plano secuencia es de mentira pero no importa, porque no es ese plano lo único en que se apoya ese relato. Otro ejemplo es la secuencia inicial de Breaking News (Johnnie To, 2004) que funciona como presentación de personajes y como introducción a la trama que luego se desarrollará y es un plano secuencia de verdad, con todas las de la ley y , esencialmente, otra escena maravillosa. Entonces, ¿qué pretende Iñárritu al agobiarnos con este despliegue innecesario de tecnicismo? ¿A quién le quiere demostrar que es un gran director? ¿Celos de Alfonso Cuarón? Creo que nunca lo sabremos...
En síntesis, el conjunto es fatigante e insatisfactorio, parte de un tema remanido (¿qué es la fama?, ¿qué es el reconocimiento?) al que le suma otro (la locura o cierta alienación, las voces interiores que te enfrentan a "la verdad" de los hechos y las miserias) Inárritu aborda muchísimas subtramas que se quedan en el camino (la hija, la novia y así...), todo en un tono de jactanciosa arrogancia pseudointelectual y trascedente que el final (feliz) desnuda en su artificio.
Inocente en mis expectativas creí que Birdman me ofrecería algún tipo de reflexión sobre la compleja ecuación de estrellato - talento - popularidad, el reconocimiento del público y el de los pares,. Pero Birdman no es nada de eso: no es nada de nada.
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