Dos películas de Perrone se estrenan hoy en Buenos Aires: siete apuntes sobre su último cine
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Cuando Perrone se dispone a hablar de la clave de su cine alude una y otra vez al obstáculo del financiamiento, o más bien a su falta. Su obsesión por evitar la caída en el círculo habitual del financiamiento cinematográfico funciona como un auténtico obstáculo epistemológico, que impide ciertos recursos a la vez que posibilita el hallazgo de otros usualmente inexplorados. Esa obsesión también motoriza una especie de ascesis. Perrone es un asceta del cine, y de esa posición a la vez existencial y económica nace la desmesura de su obra.
2
Hay una creciente tonalidad religiosa que impregna su cine. No principalmente se halla en los íconos que pueblan el espacio en que habitan sus personajes. No se trata de que sus personajes estén reclamando el amparo de Dios, sino más bien de cierta ansiedad que parece guiar su desmesura de autor. El amparo se logra por medio de una mirada cinematográfica que los devuelve transfigurados. La insistencia con que desde sus primeras películas compone el espacio de los barrios de casas bajas con un alto cielo arriba traza un eje vertical en el que cielo y tierra se juntan. El poner juntos cielo y tierra y entre ellos sus criaturas obra como la justificación de su desborde productivo, como si el cineasta los necesitara porque ellos, sus personajes, lo necesitan.
3
Perrone empieza a filmar en los 90. El neoliberalismo corroe el mundo del trabajo. Desde entonces su mirada no abandonó ese terreno, el resto de lo popular asechado por la licuación postindustrial. La distancia precisa que él guarda con el mundo que filma no es la del burgués que incursiona por los arrabales para traer un espectáculo al público del centro; tampoco la del esclarecido que quiere iluminar al pueblo. Perrone pertenece al pueblo retratado de modo ambivalente: por motivos históricos todavía recuerda el valor del trabajo, en una época que está a punto de olvidarlo. Si el riesgo que sus personajes corren es el de la disolución de sus lazos comunitarios porque dejaron de producir o porque nunca conocieron esa posibilidad, él parece querer conjurar ese peligro mediante su propia consagración amorosa a sus materiales. La imagen cinematográfica merece un cuidado sacralizador, porque ella es el elemento en el que la mirada curadora va a configurarse.
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A partir de P3ND3JO5 la continuidad de sus rasgos estilísticos previos se problematiza. No se trata de que empiece a desarrollar un estilo nuevo, sino de que los motivos que lo hacían reconocible vuelven alterados, de manera que exigen revisar la noción establecida de su identidad autoral. Una película anunció la mutación: Y al final la vida sigue, igual. En sus últimas secuencias, las casitas de paredes rajadas y pintura descascarada se vacían de cuerpos y se pueblan de sombras y fantasmas. La banda sonora acompaña esa mutación desligándose del sincro y entregándose al efecto hipnótico de los loops: de música, de ambientes, del rumor de los grillos o el ladrido de perros, de palabras, susurros o gritos. Parece haberse llegado a un límite. No es seguro que Perrone supiera hacia dónde. En P3ND3JO5 el giro es abrupto. Lo que a partir de ahí toma por asalto el comando de su cine es la alucinación.
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Si desde el principio hubo en el cine de Perrone un gusto por las superposiciones, los cambios de cadencia, los lentes deformantes o los bordes de iris, en FAVULA estos recursos pasan a dominar la estructura misma del plano. La pantalla se vuelve un lienzo en el que conviven un número indiscernible de capas. La imagen digital que en su período anterior había desnudado su aspereza recupera ahora la antigua función de la truca ilusionista y el carácter fastasmal que todo el cine alberga como posibilidad. El color saturado del Tríptico desaparece para dar lugar a un blanco y negro que resalta la oposición entre luz y tinieblas. Lo tangible se vuelve vaporoso y los cuerpos se descomponen en múltiples reflejos informes. En ese paroxismo expresionista, el espacio se des-objetiva en una materia gaseosa o líquida que solo el cine permite hacernos ver. Hay algo que prevalece en esta liquidación del realismo: los rostros de los personajes, ahora más propiamente “modelos”, emancipados de la función narrativa – de la que solo quedan restos.
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En Ragazzi, Perrone toma a Pasolini como un pretexto, también como ícono, para hacerlo colisionar con otros ángeles, otras estrellas, oscuras o radiantes, de su cielo de cine. La inquietud febril, su “fiebre de maníaco ante la idea de llegar tarde”, como le hace decir al adulto que le habla a los ragazzi sentados en una escalinata de la iglesia de Ituzaingó, lo empuja a convocar a todos los espíritus. Los tiempos diversos, las lenguas y dialectos, Melies, Dreyer, Leonardo Favio, las sombras chinescas, Zeppelin, Handel y la tecno-cumbia, el roce de la púa contra el disco de vinilo, las voces invertidas, los rostros difuminados por la estela del movimiento, como en una pintura de Francis Bacon; la fricción caótica de todos los recursos. El Primer Movimiento es sombrío: parece que Perrone estuviera observando a su último muchacho desde sus gafas oscuras. Al final Pasolini danza ingrávido por el horizonte del baldío, como si la muerte no hubiese podido con él.
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El Segundo Movimiento contrasta con el primero por dos motivos: su luminosidad jubilosa, y algo más, que hasta ahora Perrone nunca se había permitido: salir de Ituzaingó. Filma a unos pibes carreros en Córdoba capital, debajo de un puente por el que pasa un arroyo, mientras por arriba zumban los autos de la clase media a toda velocidad. Son chicos que los que manejan esos autos desprecian o temen. Parecería que nadie quiere verlos. Viven en un pliegue de la historia. El los encuentra en pleno estallido vital. No se trata de una negación maníaca de la muerte ni de una idealización de la pobreza. La cámara capta una pulsión de los cuerpos que no se puede simular. Quizás se trate del momento más alegre y más erótico de toda su obra. Lo que vemos es algo que el cine no muestra: en estos cuerpos frágiles hay una inmensa capacidad de goce y ese goce no oculta su fragilidad. El movimiento es de una innegable filiación pasoliniana, la reafirmación de que el programa político del poeta italiano aún está pendiente. Esos cuerpos gozosos atravesados por la luz de la tarde que los dota de una cualidad mitológica logran la recuperación fastuosa de la vida. El final danzante y agraciado, con los chicos desafiando la ley de gravedad, las leyes de la termodinámica y la fatalidad de la muerte, es la apoteosis de Perrone y uno de los momentos más altos del cine actual.
FAVULA y RAGAZZI se estrenan hoy en la Sala Lugones y desde mañana también en el MALBA.
FAVULA y RAGAZZI se estrenan hoy en la Sala Lugones y desde mañana también en el MALBA.
1 comentario:
Un laburante, es decir un artista de los bordes, de las fronteras del cielo y la tierra en fantásticas rayuelas.
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