martes, 17 de noviembre de 2015

30° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

El maravilloso caso del ruso Marlen y los tres orientales

I'm twenty

por José Miccio

Cuando pasa el tiempo todo el caos entre formidable y ridículo de los festivales de cine se reduce a uno o dos títulos. El de 2011 es el de la visita de Joe Dante. El de 1999 el que le dio el premio mayor a João Cesar Monteiro. Por lo que pude leer acá y allá, son muchos los que preparan su memoria para decir que la que acaba de terminar fue la mejor edición de la historia del festival de Mar del Plata (al menos desde su retorno en 1996). Imagino que porque la programación reunió un montón de nombres que pueden considerarse admirables. Hou, Davis, Gomes, Losnitza, Wiseman, Straub. Más escéptico o más tibio (pero igualmente feliz), intuyo que en dos décadas hablaré de este de 2015 como de aquel festival en el que le di la mano a Johnnie To y descubrí las películas de Marlen Khutsiev.

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Es difícil hacer un perfil de Khutsiev al modo clásico. Esto es: describiendo sus películas como si fueran expresiones diversas de un núcleo fijo, en el que residiría su condición de autor. Es cierto que hay temas que se repiten: la vida después de la Segunda Guerra, el conflicto entre la generación que peleó contra el nazismo y la de sus hijos, el ritmo urbano, la orfandad. Pero su tratamiento es tan diverso que resulta ilusorio aferrarse a una identidad firme. Nadie puede decir honestamente: basta un plano para reconocer a Khutsiev. No estamos acostumbrados a ver en esto una virtud, pero tal vez lo sea.

Quiero decir: lo que interesa en Khutsiev es el cambio, no la persistencia. Entre otras cosas (sin dudas más importantes) porque permite imaginar también la historia del cine soviético después de Stalin, un periodo del que sabemos poco y nada fuera de Pasaron las grullas. En Spring on Zarechnaya Street y Two Fyodors Khutsiev es un director clásico, fino y esperanzado, que todavía se mueve en torno del realismo socialista (aunque a distancia). En I'm Twenty y July Rain es un director moderno a la manera europea, influido por la nouvelle vague y por algunos italianos. En Infinitas es un director adscripto al espiritualismo ruso que solemos asociar con Tarkovski. Demasiadas transformaciones como para desatenderlas o reducirlas a meros epifenómenos. Quién sabe: tal vez haya un hilo secreto que reúne todas las películas, e imaginarlo para luego descubrirlo sea la tarea de la crítica, su triunfo o su comodidad. Pero la verdad es que Khutsiev tiene algo mucho más importante que un estilo: tiene grandes personajes, un talento descomunal para la escena y un amor por el cine que se adivina enorme. Recorro sus películas en el orden en que las vi y apunto en el camino algunas impresiones sobre otras más recientes: Cemetery of Splendour (Apichatpong Weerasethakul), Mountains May Depart (Jia Zhang-ke) y Right Now, Wrong Then (Hong Sang-soo).

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Sábado 31 de octubre, 19:50, Paseo 2 / 35mm


It Was the Month of May (1970) comienza con imágenes documentales de la toma de Berlín montadas con ritmo e impulso épico (nada de distancia, nada de temblor, nada de pruritos modernos: un horror fascinante, victorioso) y termina con imágenes documentales de la vida civil interferidas por fotos y planos de campos de concentración (el catálogo dice que son Sachsenhausen y Buchenwal). Primera impresión: Khutsiev no es un tipo políticamente fino. Parece querer recordarles a quienes caminan despreocupadamente por la calle - a esas chicas hermosas de pollera corta y anteojos de última moda, por ejemplo – que pisan un suelo manchado de sangre, histórico, y que sus vidas deben la libertad a otras que seguro no recuerdan. Pero It Was the Month of May no es esa tesis canalla, que pone a los muertos por delante de los vivos (y que Khutsiev repetirá incluso en People of 1941, su documental de 2001) sino una película excitante, libérrima. Por lo menos durante su primeros noventa minutos, antes de que el tono grave y sobrecargado de su última parte enrarezca el entusiasmo.

Khutsiev no narra: añade. Filma escenas largas, sin vínculos firmes, de una intensidad rayada. Repaso las tres que siguen al prólogo, de lo mejor que ofreció la retrospectiva y por lo tanto el festival.

La primera transcurre en una granja alemana en la que descansa un grupo de soldados del Ejército Rojo. La familia y los militares conviven obligadamente pero bien, se comunican como pueden y no tienen conflictos importantes (no declarados, al menos). El tiempo parece detenido, y como se trata de lo que sigue a la guerra las cosas cotidianas adquieren un peso que la rutina les quita. En La noche de San Lorenzo los Taviani filman el plano más hermoso jamás dedicado a los tomates. En Tutti a casa Comencini y Sordi sirven una polenta memorable. En Sicilia! los Straub hacen maravillas con un arenque y un melón de invierno. Para inscribir la resistencia y la renovación de la vida Khutsiev no elige la comida sino la cama, y filma el amanecer de un teniente como una sinfonía, un canto a un cuerpo hermoso y a la luz que lo despierta. Es mayo. Pocas veces unas sábanas fueron tan buenas. Se las siente en la cara. Son sábanas-mami: de ellas se nace. Todo brilla durante estos minutos de gloria, incluso el aburrimiento. Hay en la granja una mujer con piernas dulces, un tocadiscos, café. Y sobre todo hay tiempo sin urgencias ni peligros: días de campo después de la guerra.

La segunda escena es aún más notable. Dura como media hora (tal vez exagero) y trata de un grupo de soldados que habla, come, canta, silba y brinda por la vida y por los muertos. No hay conflictos sino estados de ánimo, y un talento notable para capturar sus cambios e irrupciones. La escena no está formada por elementos que se ordenan según un criterio progresivo sino por variaciones de intensidad milagrosamente articuladas, en las que los actores cumplen un papel fundamental. Khutsiev la abre, la concentra, la hace cambiar de dirección, la convierte en un hervidero emocional siempre al borde del colapso, siempre en un desequilibrio justo. En esto es como Cassavetes, como Scorsese, como Ferrara, como Pialat, directores con quienes no comparte más que este talento. La escena número tres, por último, es la más fácilmente inolvidable. Trata del descubrimiento de un campo de concentración. Los soldados rusos lo recorren con sus linternas e intentan entender. “Está bien construido”, dice uno. Se escuchan perros y aves amplificadas. El temblor que produce es duradero.

Lo mejor de la película termina acá. O un poco después, otra vez en la granja. La aparición de los sobrevivientes del campo le quita libertad a Khutsiev, que expone su dolor de manera respetuosa y enfática.

Otras dos cosas sobre It Was the Month of May. Primero: ¡es un telefilm! Segundo: Khutsiev filma magistralmente no solo las escenas que intenté describir antes sino también el pasaje de una a otra. Conecta las dos primeras a través de un largo viaje en moto montado al estilo de las sinfonías de los años 20, lleno de vértigo y vitalidad, con planos de la ruta, el campo, los árboles y el cielo tan voluptuosos como la cama y el café, y pasa de la segunda a la tercera por medio de una caminata nocturna de los soldados, que andan abrazados, encuentran un jeep y llegan sobre ruedas al campo de concentración. La importancia de estos pasajes intermedios va de la mano con la importancia de los medios de transporte. Moto, bicicleta, carreta, auto, pies: casi una antología. Khutsiev alterna el reposo y el movimiento, hace que la película se vuelva rítmica antes que argumental, acelera o ralentiza el paseo, que funciona como la contracara exacta de la misión, condenada al prólogo.

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Lunes 2 de noviembre, 12:00, Ambassador 1 / DCP


 Cemetery of Splendour es una película tan hermosa como su título en inglés. Parece difícil no estropearla con lugares comunes. Que se reconoce a su director en cada plano. Que está más cerca de Syndrome and a Century que de Uncle Boonmee. Que pasa el tiempo y continúa proyectándose en nuestra memoria.

Pero bueno.

La lenta construcción de un espacio propio del cine es la tarea a la que se entrega Apichatpong (Api) con mayor esmero. Poco a poco, sin levantar nunca la voz, sus planos de vocación realista terminan reuniéndose en una superficie completamente nueva, como salida de un sueño. Por algo Cemetery of Splendour trata de lo que trata. En un hospital que fue escuela y mucho antes cementerio de reyes, unos soldados duermen, afectados por una misteriosa enfermedad que les impide despertarse o mantenerse conscientes durante mucho tiempo. Puede que la causa sean esos reyes antiguos, que necesitan su energía para continuar librando sus batallas en la dimensión que les es propia. O puede que se trate de un raro problema orgánico. No hay una versión privilegiada pero tampoco incertidumbre. Incluso es posible pensar en una alegoría: referencias más o menos indirectas al régimen militar que gobierna Tailandia. Cemetery of Splendour es muchas cosas a la vez. Un tapiz en el que se distribuyen (sin armonías declamadas pero también sin conflictos) lo real y lo maravilloso, Oriente y Occidente, sueño y vigilia, presente y pasado, tradiciones antiguas y tecnologías de última generación.

A veces los soldados regresan, como criaturas de otro mundo, y comen, charlan, caminan o van al cine, hasta que de repente el sueño los atrapa de nuevo y vuelven a sus camas. No parecen sufrir. No se quejan cuando están despiertos, no lloran. Es el modo en el que existen. Junto a ellos hay dos mujeres, seguramente los personajes más hermosos de todo el cine de Api. Una (Keng) tiene más o menos treinta años, es vidente y su naturaleza le permite conectar los mundos de la vigilia y el sueño. Un rumor dice que rechazó un ofrecimiento laboral del FBI. La segunda mujer (Jenjira) es cincuentona, tiene un marido estadounidense, una pierna diez centímetros más corta que la otra y cuida con especial dedicación a uno de los pacientes (Itt). Duerme poco, dice una vez. Y concluye: tal vez su soldado duerma por ella.

Cemetery of Splendour es una película llena de capas, lo que no hace sino fortalecer su superficie, de una tersura que ningún plano desmiente. Todo lo profundo está al alcance de la mano, como en las canciones de Virus. La médium, de hecho, puede ver y comunicar lo que no está presente (no al menos en nuestra dimensión perceptiva) solo si toca al que duerme. Api aprovecha esto de manera brillante. En una escena de bosque (que termina con un acto de amor absoluto y dulcísimo, para la antología más exigente), mientras vemos árboles y escuchamos pajaritos, Keng describe palacios antiguos, el vestidor de un príncipe, turmalinas rosas: cosas del pasado y del sueño. Otra vez, en el hospital, mientras vemos camas y pacientes, dice lo que ocurre en el mundo de un soldado. En un (otro) momento inolvidable, el escenario escolar le recuerda a Jenjira que hace décadas dejó sin entregar una tarea. ¿Planos? Sí, por supuesto. Y nunca tan firmes. Pero también estratigrafías. Milhojas. Vistas transversales de una excavación. Tal vez por eso una máquina remueve la tierra durante toda la película.

Lo que pasa con los pares pasado-presente, superficial-profundo y sueño-vigilia pasa también con el par humano-divino. Ahí donde debería haber corte Api pone continuidad. Hay un altar dedicado a dos diosas en el que Jenjira ofrenda y pide. En una escena breve y genial, la mujer come algo al aire libre y las diosas aparecen sin anuncios, se presentan, se sientan a charlar, dicen que los soldados no se van a recuperar nunca y pican algo de lo que Jenjira tiene en la mesa (rechazan, sin embargo, ir a tomar un té a su casa).

El pabellón de los durmientes incluye unos tubos de luz cuyos cambios de color (verde, rojo, azul) producen unas cuantas imágenes inolvidables. Un médico sostiene que ayudan a tener buenos sueños. Tratamiento de cine para una enfermedad de cine: bienvenidos a la clínica del doctor Api. Cemetery of Splendour es pura metacinematografía. El momento más claro en este sentido es el ejercicio de meditación que propone un médico, y al que la película le dedica unos cuantos minutos. Bajemos el pensamiento a los pies, dice. Llevémoslo luego a la cara, a la boca, a las orejas, a la nariz, hagámoslo crecer, que cubra el salón, que salga al parque, que suba hasta las estrellas, que se expanda y regrese, dirijámoslo a nuestro cuerpo, al dolor que nos lastima: es energía que sana. Api trabaja un poco así. Su película se ve con los ojos entrecerrados, en estado de semiinconsciencia. Es un trance. Una canción de cuna entonada por espectros para espectros, con música de ventiladores y grillos.

Sueño, meditación, videncia, cine: de esos estados de percepción alterada trata Cemetery of Splendour.

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Martes 3 de noviembre, 17:30, Colón / 35mm


Two Fyodors (1958) es la primera película en solitario de Marlen Khutsiev. Termina la guerra y los soldados vuelven a casa. Pero a Khutsiev no le basta la información del regreso: quiere mostrar el tren, las vías, los cables, los hombres, los campos, el cielo, desde todas las posiciones de cámara, con varios contrapicados heroicos que convierten a unos hombres cansados en emanaciones de la fuerza soviética. Fyodor es firme, lleva su uniforme entallado, es guapísimo de frente y de perfil. La cámara lo mima tanto que termina por enaltecer menos la función de sus músculos que su proporción y belleza. Fyodor es obra de Fidias, de Miguel Ángel, del socialismo. El paso del tiempo ha terminado por quitarle poder a la idea que debía encarnar ese cuerpo y ha fortalecido su sensualidad, a tal punto que alguien ya debe haber ensayado una revisión con óptica queer del realismo socialista.

Two Fyodors es cine popular de aliento épico, para emocionarse y alimentar de paso el orgullo patriótico. Melorrealismo socialista. La historia en primer plano es la de tres individuos buenos que no tienen a nadie y terminan formando una familia. Un soldado (Fyodor), un pibe huérfano (Fyodor) y una joven hermosa (Natasha). Esta construcción está apoyada en otras, dramáticamente secundarias e ideológicamente obvias. Enseñanza del festival: el cine soviético es edificante pero puede serlo en segundo plano y sobrevivir a su tiempo, igual que el de Hollywood. La guerra terminó. Quedan sus consecuencias horribles (poca comida, racionamiento, ciudades caídas, familias rotas) y unas voluntades de hierro. Hay que empezar otra vez. Todo lo que sucede entre nuestros protagonistas sucede al mismo tiempo que el pueblo de Odessa vuelve a poner de pie la ciudad que destruyó la guerra. Por corte directo pasamos de la mano de Fyodor que arregla su casa a la excavadora que arregla la ciudad. Lo que me pasa nos pasa. De la soledad a la vida en común, de las ruinas a las paredes empapeladas, de la familia al barrio, a la ciudad y a la patria. Cada piedra que se pone en su lugar edifica una pared y el socialismo. Esta correspondencia es absoluta. El clímax dramático muestra a los dos Fyodors sentados en una abertura, en medio de una obra en construcción.

Khutsiev y su fotógrafo Piotr Todorovski (un verdadero héroe del cine) son maestros de la profundidad de campo. Two Fyodors está llena de planos deslumbrantes, de un virtuosismo nada frío, como las buenas películas de Giuseppe De Santis (Non c'è pace tra gli ulivi, por ejemplo). Mientras las acciones del melodrama se desarrollan, detrás pasan los trenes, se mueven las grúas, se oyen los instrumentos de trabajo. En un momento maravilloso el soldado busca desesperadamente al pibe, que escapó pensando que la llegada de Natasha significaba el retorno de su orfandad. Es noche profunda. Hay niebla. Fyodor corre detrás de Fyodor mientras en la oscuridad se ven y escuchan las chispas que producen los soldadores, que trabajan a toda hora construyendo el socialismo.

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Martes 3 de noviembre, 22:30, Colón / 35mm


El debut de Khutsiev (codirigido con Feliks Mironer) se llama Spring on Zarechnaya Street (1956). Es su película más clásica y equilibrada. Es muy hermosa, además. Una joven maestra de Lengua y Literatura Rusa (Tanya) llega a Odessa para dar clases en una escuela de obreros. Sasha, uno de sus estudiantes, se enamora de ella (y aunque no acepte ninguno de sus requiebros también ella de él, sin dudas). Los problemas surgen de su mutuo desconocimiento, y sobre todo de la sensación de inferioridad que siente el obrero ante una mujer que sabe las reglas del ruso y que puede hablar con soltura de Pushkin, de Tchaikovski y de Alexander Blok. En una escena excelente Tanya escucha a Rachmaninov embelesada y Sasha se va despacio, sin que ella se dé cuenta, incapaz de sentir la grandeza de la música que emociona tan profundamente a la maestra. El abismo que abre la instrucción solo se cubre con instrucción, pero quien la imparte se aleja de quien la recibe en el ejercicio mismo de acercamiento (creo que esto suena a refrito inútil de Rancière). Al menos eso parece sentir Sasha.

Hasta acá, uno de los dramas.

El otro es más subterráneo y más decisivo. Porque también la maestra ignora algo: la tarea gloriosa que sus alumnos cumplen en la fábrica. La visita de Tanya a la siderúrgica invierte los roles de la escuela y completa (con talento ejemplar) la idea que sostiene la película: la URSS se hace con esfuerzo y con estudio, con manos fuertes y con inteligencia, con obreros y con intelectuales. De cada uno lo que cada uno puede, a cada uno lo que cada uno necesita. Además del ruso, Sasha tiene que aprender lo que él mismo vale. Además de a vivir en una ciudad que no es la suya. Tanya tiene que aprender lo que vale Sasha, y la manera mejor de contribuir al progreso intelectual de sus manos y las de sus compañeros.

Las virtudes de la película de Mironer-Khutsiev no proceden por supuesto de su tesis sino de la gracia con la que la historia se desenvuelve, del encanto de sus protagonistas y de ciertas notas de humor. Hay dos personajes que funcionan como el ángel y el demonio de los dibujitos animados. O como Polilla y Pepe Grillo. Uno está siempre con una guitarra, después del trabajo pasea, anda con chicas, disfruta de no hacer nada y trata de que Sasha sea igual: joven y despreocupado. El otro es su contracara exacta: un flaco consciente del valor de los esfuerzos que insiste en la necesidad de estudiar. Sasha-Pinocho va de acá para allá. Cada vez que la maestra lo rechaza se acerca al diablito o vuelve con su chica informal. Cada vez que escucha al otro (y a su corazón) regresa a la escuela y a Tanya.

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Lunes 2 de noviembre, 22:40, Cinema 2 / DCP


Montains May Depart, la nueva de Jia Zhang-ke, es un objeto en estado de mutación permanente, indecoroso y apasionante incluso en sus groserías (que son varias). Todo lo que tiene cambia. La matriz genérica pasa de la comedia romántica enrarecida al melodrama lacrimógeno y luego al coming of age. La pantalla empieza en 4:3 y termina en modo panorámico. El idioma va del chino al inglés.

Jia divide su película en tres partes, cada una de ellas ubicada en un año distinto. 1999, 2014, 2025. La primera es maravillosa: un triángulo juvenil (Tao, Zhang, Liangzi) en el que el carbón, los electrodomésticos y la música pop tienen tanta importancia como los celos y el miedo a decirle “Te quiero” a la chica que te gusta. En el comienzo, los Pet Shop Boys (“Go West”, claro). En el comienzo, un dragón chino. Todo es así: afuera y adentro, ya mismo y siempre. Quién lo hubiera dicho: el ritmo es casi frenético. Este Jia ultracontemporáneo, que filma una escena extraordinaria detrás de otra, en el borde mismo del absurdo (y que deja para la eternidad una coreografía astillada en una disco), es muy diferente de aquel que llegó al cine en los años 90 con películas sobre pequeños delincuentes y jóvenes sin trabajo ni futuro. La manera en que se mueven los personajes, la manera en que los sigue la cámara, las texturas de la imagen, la duración de los planos, el montaje: todo es distinto. En esta primera parte parece como si los jóvenes de Platform y Unknown Pleassures (y el propio director) se hubieran tomado algo. Un speed, unas líneas. Todos los elementos de aquellas películas están ahí, pero no queda ninguno de sus enlaces. Es como si el vocabulario de una lengua hubiera permanecido en pie pero su gramática se hubiera transformado radicalmente.

Jia, adjetivo.

Mountains May Depart es también una película de contrastes muy fáciles de exponer. Básicamente: un auto importado y una pagoda, un deseo casi idiota por mirar hacia Occidente y unos dumplings bien chinos, un tipo con voluntad de riqueza (Zhang) y su amigo pusilánime (Liangzi). Hay un ademán de alegoría que la película no termina nunca de resolver, sobre todo cuando pasa el tiempo y el genial episodio de 1999 le cobra a los otros dos su ejemplo altísimo. La chica (Tao) podría ser China, y los dos hombres sus destinos posibles: el aventurero del capital, que termina por conquistarla, y el trabajador humilde, sin voluntad de poder, que después enferma y desaparece de la historia. Zhang es insoportable pero enérgico. Liangzi es querible pero estático. El ritmo del primero es el de Mountains May Depart. El ritmo del segundo se parece más al de Platform. Zhang gana siempre: se queda con la chica y con la narración. Es como si Jia hubiera descubierto un truco dialéctico para lamentarse por la dirección que tomó su país al mismo tiempo que la acepta como necesaria.

Y es que China ha cambiado mucho en el cine de Jia. Ese país peligroso, injusto y agresivo de Xiao Wu es ahora un lugar muy poco amable pero con tradiciones que vale la pena defender. Como si el problema fuera la pérdida de identidad cultural, no el capitalismo. El tipo que llama Dólar a su hijo es un emprendedor y un alienado: su pecado es el segundo. Guste o no, es el que hace que la historia se mueva. Cuando en la última parte su hijo lo enfrenta (ya convertido en un padre-caricatura) de algún modo lo redime: el pibe puede inventarse una vida propia en los términos en que lo hace porque vive en Australia y habla en inglés. Su regreso a China y a la madre puede funcionar como síntesis: dumplings y Dólar.

Una última cosa. Además de un énfasis indecoroso (y por lo tanto respetable: los que molestan son los elegantes, los atenuados) el nombre del pibe es un mimo para los autoristas. Hay todo un tema con el dinero en el cine de Jia. En Unknown Pleassures alguien habla de Pulp Fiction y se queja porque en China la guita no circula como en Estados Unidos. El personaje principal de Xiao Wu es carterista, y tiene un viejo amigo que se metió en el comercio de cigarrillos y fue nombrado por el estado como empresario modelo. Puede que exagere, pero tengo la impresión de que el Jia de Mountains May Depart hubiera contado Xiao Wu desde el punto de vista de este último, no del carterista.
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Viernes 6 de noviembre, 22:30, Colón / 35mm


La película más importante de Khutsiev es I'm Twenty (1965). Se trata de un estudio delicado, minucioso y apasionante de varios jóvenes en la Moscú de los años 60. Como en Two Fyodors, todo comienza con un retorno: el de Sergei (Seriozha) a su ciudad después de una temporada en el ejército. La diferencia más profunda es que la épica de la reconstrucción ya no existe (para quienes no creen en el azar: a uno de los protagonistas lo vemos demoliendo casas). Lo que encontramos es un drama existencial que oscila entre la incertidumbre, el abatimiento y una esperanza obligada y fragilísima. Es una historia de huérfanos. Los padres – muertos en la guerra – conocían su papel en la historia. Los hijos no.

Seriozha ocupa el centro dramático. Un poco por detrás, Nikolai, y más atrás todavía Slava. Son los tres protagonistas. En los primeros minutos Khutsiev los filma con una felicidad contagiosa. Se reencuentran, brindan, se tocan, cantan. Pero a medida que la película avanza la profundidad se vuelve virtualmente infinita: la historia está llena de personajes que enriquecen el conjunto con escenas enteras o detalles tan pequeños como el modo de fumar o de bailar, la ropa o el peinado. Especialmente memorable es la guardia del tranvía que conversa siempre con Nikolai: puro encanto y fotogenia.

Entonces, más que la historia de tres amigos, I'm Twenty es un fresco sobre la juventud moscovita en tiempos del Deshielo organizado alrededor de un personaje que no tienen nada de héroe positivo. En otras palabras: es el fin de toda huella del realismo socialista en el cine de Khutsiev. La inquietud de Seriozha es profunda. Ni el trabajo ni el estudio ni el amor le permiten decir: “Esto quiero”, “Hacia eso voy”. La vida que lleva responde a lo que el socialismo considera correcto pero no lo conforma. “No es suficiente”, dice una vez. “Estoy enfermo y cansado”, dice otra, en un momento en que la frase es también literal. Alguna noche se desvela y camina solo. Seriozha es un joven demasiado atribulado para la fe soviética. A Khrushchev no le gustó mucho el asunto, lo que explica la existencia de dos versiones de la película y los últimos quince minutos de la que se pasó en Mar del Plata (la más corta), que encadenan esperanzas en plan maníaco y tapan con curitas los agujeros de bala.

Otra cosa que se puede afirmar de I'm Twenty sin miedo a equivocarse es que se trata de cine de los sesenta en su mejor versión. La desincronización de imagen y sonido, el modo en que se habita la ciudad y el talento para poner en continuidad todas las esferas que componen la vida recuerdan al cine francés. Khutsiev pasa con gracia extraordinaria del trabajo al ocio, de la casa a la calle, de la cama al paseo (y algo bien ruso: del diálogo a la canción o al verso). Como Rivette, como Truffaut, Como Godard. Pero Seriozha y sus amigos son personajes muy diferentes de los de la nouvelle vague, entre otras cosas porque cargan con una historia que ninguno de los franceses lleva encima. La anomia rusa tiene un vínculo profundo con los padres ausentes. (Muchos años después, en Paper Soldier, Alexei German Jr. volverá a poner en escena la orfandad de los jóvenes de posguerra en términos muy parecidos. Parece pensar el científico que está por enviar al espacio a Gagarin: “¿Qué capítulo escribiremos en una historia que tiene detrás a Stalin pero también el heroísmo de nuestros padres, muertos en la Gran Guerra Patria?). En este punto Khutsiev es más bien italiano: lo que está en juego además de una o tres vidas (o una generación) es la historia entera de un país y de una idea.

En efecto, Khutsiev trata de que la historia de sus personajes sea también la de Moscú y la de su tiempo, sin que ello signifique que los presente como tipos representativos. Lo que hace es incluirlos siempre en grupos, y ponerlos en primer plano solo una vez que los ha mostrado en interacción con otros. Escenas en el trabajo, un recital de poesía, uno o dos bailes, alguna cena, un picadito, un viaje en subte, otro en tranvía, varios a pie. Una secuencia genial muestra cómo Seriozha se encuentra con la chica que le gusta en medio de un desfile multitudinario (imagino que el del primero de mayo) y termina acompañándola a la casa mucho después, en una ciudad vacía. Del acto público al coqueteo privado en diez minutos de gloria. Khutsiev hace esto todo el tiempo. Es hermoso ver cómo pasa de una cosa a otra – tranvía, calle, edificio, casa / familia, novia, colega, amigo: todas las combinaciones funcionan - hasta convencernos de que en realidad no hay ningún pasaje sino pura continuidad, porque los espacios y las instituciones pueden estar segmentados pero la vida no.

Khutsiev filma la ciudad amorosamente. Los medios de transporte, la costa del río, la Plaza Roja, los negocios, los edificios: Moscú parece vivir para la película. Su fotogenia es igual de alucinante que la del extraordinario grupo de actores que van y vienen por sus calles. La vemos llena y vacía, de madrugada, de día y de noche, con sus máquinas y sus trenes avisando desde la profundidad que respira siempre. En el desfile hay un tipo que pasa entre la multitud con una cámara liviana, y otro sentado en una enorme grúa, filmando desde el aire. Son imágenes que nos recuerdan a Khutsiev y a su fotógrafa (Margarita Pilikhina), empeñados en mostrar la ciudad desde todos los puntos de vista. Contrapicados, barridos, travellings eternos, tomas de grúa, cámara en mano en el tranvía lleno. Cine del tiempo en el que existía la física.

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Sábado 7 de noviembre, 10:00, Colón / 35mm


July Rain (1967) es la cuarta película de Khutsiev pero podría ser la segunda. Spring on Zarechnaya Street y Two Fyodors pertenecen a otra lógica. Son historias de renovación vinculadas todavía al realismo socialista, al menos argumentalmente. Con un tema se puede ilustrar el cambio. En Two Fyodors un soldado adopta a un huérfano de la guerra. En July Rain no hay padres (uno muere), ni matrimonio en el horizonte (la pareja se desarma): solo un ir y venir sin rumbo, unas cuantas reuniones, un tipo condecorado que canta las canciones más tristes del universo. Como para confirmar la importancia del asunto, tampoco hay imágenes de Lenin, el padre bueno, que en I'm Twenty estaba por todos lados, desde el desfile hasta la biblioteca hogareña. Detalle para quienes persiguen coherencias: en Two Fyodors el soldado y el pibe empapelan una pared, acá la protagonista (Lena) arranca una tira de la cocina. Otro cambio fundamental está en el estilo. El melodrama de las dos primeras películas ya había quedado afuera (o estaba muy borroneado) en I'm Twenty, pero las dudas existenciales de Seriozha y la confusión más o menos profunda de todos los veinteañeros no impedían que la energía brotara de cada plano. En July Rain la extenuación es más aguda, y la película misma la asume. Incluso los hermosos segmentos dedicados a Moscú son diferentes: hay gente en las calles, medios de transporte, sinfonía urbana expuesta con el cancán de Offenbach o música de jazz. Pero ya no hay personajes que se lancen unos sobre otros, o parejas que se formen entre el tranvía y el acto público. Los lugares de reunión son departamentos, y una vez el bosque.

La razón de todo esto es otra vez Italia. Pero no la misma Italia que le daba al aire nouvelle vague de I'm Twenty un carácter propio.

Hay quienes dicen que Favio no vio a Bresson, y quienes dicen que Perrone no vio a Pedro Costa (ni a Linklater, ni a Van Sant). Pues bien: sumemos a la lista a quienes dicen que Khutsiev no vio a Antonioni. Boris Nelepo, crítico y programador ruso que acompañó la retrospectiva en Mar del Plata, lo dijo a propósito de esta July Rain, sin dudas una película hecha a partir de La noche, El eclipse, La aventura y El desierto rojo. Hay algo extraordinario en el vínculo entre un cineasta obsesionado con el hastío y otro que filma dentro de un estado en el que las palabras claves son construcción y voluntad. Si Antonioni era considerado por Guido Aristarco un cineasta burgués reaccionario, no es difícil imaginar qué pueden haber pensado las autoridades soviéticas de una película como July Rain, que además de exponer vacío e incomunicación tiene el epílogo compensatorio más débil de los que filmó Khutsiev.

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Domingo 8 de noviembre, 14:10, Cinema 2 / DCP


Una película de autor.

Right Now, Wrong Then es lo mejor que puede dar el método Hong Sang-soo. Quiero decir: no es necesariamente su película más admirable (aunque bien podría serlo), pero es la que permite observar en su forma más acabada cada una de las cosas que identificamos como propias del director coreano. La repetición como matriz narrativa: brillante. Las largas escenas de conversación: perfectas. El humor: justísimo. Hong filma siempre historias parecidas. Un hombre ligado al cine (y sentimentalmente torpe) conoce a una o dos chicas, come, se emborracha, dice tonterías. Right Now, Wrong Then trata de eso mismo, y no una sino dos veces, ya que a mitad de camino el título aparece de nuevo y la película vuelve a empezar. Obviamente, hay diferencias entre las dos versiones: en los diálogos, en los encuadres, en el comportamiento de los personajes (pero no en las locaciones ni en el tiempo).

Básicamente, lo que pasa es esto. Un director de cine viaja a un pueblo a presentar una de sus películas. Para hacer tiempo (llega un día antes de la proyección), visita un templo en el que conoce a una joven aspirante a pintora. Toman algo, hablan, comen, pasan el día juntos. Listo. Parece poco (escenas largas, no más de diez lugares, mucho diálogo), pero la historia está llena de peripecias. Hong es cualquier cosa menos un cineasta minimalista o como se llame ese culto de la poquedad que abunda en el cine contemporáneo (y al que Corea del Sur parece haber sido inmune). ¡Pasan tantas cosas en esas mesas y esas barras! Fundamentalmente: mareos existenciales, tropiezos lingüísticos, intentos de conexión. Reímos, sí. Pero hacia adentro. Hong tiene la moral del comediante: lo primero es asumir que somos ridículos, lo segundo que merecemos piedad. En este punto, puede que Right Now, Wrong Then sea su versión más generosa. Lo que dice una mujer al comienzo - “Mirando tus películas me di cuenta de que la vida no es tan mala”- es tan pueril que da un poco de vergüenza repetirlo. Pero eso mismo es lo que siente al final otra mujer, y puede que muchos de nosotros.

Convertir algo banal en una revelación: no es tarea fácil (Godard lo consiguió en Alphaville). Una vez hecho esto, Hong se permite su único plano hermoso. El último, en la nieve, absolutamente inolvidable.

Hay varios momentos que pueden ser tomados como puestas en abismo. Por ejemplo, cuando, hablando de su cine, el director dice que las palabras se meten en el medio de los personajes, que los confunden. O cuando le dice a la pintora que si uno no sabe adónde va existe la chance del descubrimiento. A pesar de esto. no es posible salir de la película con un epígrafe. No al menos con un epígrafe seguro, inmaculado. El método Hong consiste en poner entre comillas toda afirmación que pueda ser tomada demasiado en serio. A una idea, una broma que la sacude. Es algo común en sus películas. Ahí donde aparece un tema importante Hong mete una pincelada de humor, un gesto ridículo. Es un tipo pudoroso: prefiere pasar por pavo antes que por solemne. Yo no soy un artista, podría decir. Soy un director de cine.

Una bandera para Hong: No films, movies.

Right Now, Wrong Then presenta todo un universo naif. Se lo ve en paredes, azulejos, cortinas, adornos e incluso en esos zooms un poco torpes que Hong usa desde hace mucho. El estudio en el que trabaja la pintora es una versión en escala de la película que lo contiene. En la puerta hay una cartulina amarilla con flores en los ángulos, casi de aula infantil. De acá salen, además, dos planos fundamentales, dedicados al color: en la primera parte se ve la mano de la chica preparando un naranja lavado, suave, y en la segunda se la ve dándole entidad a un verde al que le caben los mismos adjetivos. Naranjita, verdecito: Hong pinta con esos tonos, de ahí que a veces pase por liviano. Pero lo naif está en los elementos, no en el cuadro: sus películas son historias de soledad e incordio.

En fin. Right Now, Wrong Then tiene la ligereza entre irritante y encantadora de las mejores películas de Hong, y la alineación planetaria justa, que le permite convertir un lugar común en un punto de encuentro. Ya lo sabemos: cuando la película de un director no funciona la repetición se llama pereza, haraganería, agotamiento, cararrotismo, astenia, dejadez. Cuando funciona se llama autor.

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Viernes 13 de noviembre, 18:30, mi casa / DVDRip.


Un final no tan bueno para una gran retrospectiva: Infinitas (1992). En el catálogo, Boris Nelepo dice que esta es la obra magna de Khutsiev. Puede que tenga razón. Pero también es su peor película.

Infintas pertenece al género memoria y balance de una vida que puede llegar pronto a su fin (en su versión europea). Un hombre de más o menos sesenta (Vladimir) vende todo lo que tiene en su casa de Moscú y regresa al pueblo de su infancia. El viaje se convierte pronto en un juego de memorias: del pasado retornan la madre, el padre, una mujer, un cura, el Vladimir veinteañero. Khutsiev va y viene en el tiempo con su habitual maestría, y aprovecha la aventura espiritual de su personaje para repasar su propia vida con el cine. Hay una escena de baile que recuerda a Two Fyodors, música que suena ya en I'm Twenty, un paneo sobre un árbol que reitera exactamente otros dos de July Rain. Hay que decir que no son más que citas. Funcionan de manera biográfica, no hablan de una unidad de estilo. Esto es especialmente importante. La idea de que Infinitas funciona como síntesis de la carera de Khutsiev (expuesta varias veces en presentaciones, comentarios de hall y reseñas presurosas) supone que todas las películas que pudimos ver en Mar del Plata pueden reunirse sin inconvenientes en una obra nueva, y que de un modo u otro esta obra nueva las trasciende, ya que es capaz de integrar virtudes indudables y distintas. Lamentablemente no es así. En realidad, sucede justamente lo contrario. Infinitas es menos que todo el cine anterior de Khutsiev. Comparada con su encantador debut solo muestra la conquista de un lirismo grave. Comparada con I'm Twenty es todo pérdida.

En 1992 Khutsiev no tiene que dar cuenta de nada a nadie, puede mirar hacia sí mismo y reflexionar sobre el tiempo y la existencia como un hombre grande, que tiene mucho más pasado que futuro. Ahí donde parece más libre está más atrapado. Por supuesto, Infinitas tiene momentos hermosos, planos arrobadores del campo y de las nubes, un trabajo de cámara notable. Pero a diferencia de todas las películas anteriores de Khutsiev parece demasiado convencida de su propia importancia. La escena sigue siendo virtuosa. Ahí están esos veinte minutos dedicados al reencuentro de Vladimir con una mujer. O ese gran momento cerca del final, en el que viajamos a las primeras horas del siglo XX. Pero la escena de July Rain (seca e intensa) y la de It Was the Month of May (loca y ardiente) se desarrolla ahora con lentitud, como suspirando, en busca de un lirismo obvio y sobreseñalado por la luz. Lo mismo sucede con muchos parlamentos, recargados de énfasis. Por la mitad de la película Vladimir habla con su versión joven y dice todo lo que ya sabemos, porque las escenas anteriores nos lo han comunicado esforzadamente. “Lo que me angustia es saber que tengo un fin”, “Saber que os días están contados”, “La conciencia del fin es un sentimiento trágico”.

Infinitas es de esas películas evidentemente grandes. Todo lo que tiene de bueno es menos bueno por su calculada maestría. La perfección la daña. Hay otro género al que pertenece: el género obra maestra.

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