Sombra terrible (y querible) de Sarmiento
Una película de Celina Murga
Una película de Celina Murga
"La delicadeza estilística, el virtuosismo (...) que apelan a la discreción y esquivan los alardes hacen posible una película sensible e inteligente". Así terminaba mi comentario sobre Una semana solos, el segundo largometraje de Celina Murga, una película de ficción que retrataba a un grupo de chicos de familias que viven en barrios privados, una especie criada bajo el paradigma neoliberal imperante en los años 90. Volví hoy a leer mi comentario porque acabo de ver el recién estrenado tercer largo de esta directora entrerriana, Escuela Normal. Y me resultó llamativo que muchas de las palabras que yo usara en su momento para comentar Una semana solos pudieran aplicarse perfectamente a Escuela Normal. Un punto a favor de la vigencia del concepto de autor cinematográfico.
Se trata de dos películas bien distintas y sin embargo provenientes de una misma mirada. Si Una semana solos es ficción, Escuela Normal es documental. Si en la primera se muestran a chicos criados en countries librados a su propio encierro social (precisamente la película investiga sobre la paradoja de estos chicos entre estar "libres" de la mirada de sus padres ausentados y estar encerrados en su clase social y su época), la nueva película trata de un grupo de adolescentes de una escuela pública, una institución que, a diferencia del barrio cerrado, los proyecta hacia afuera. Los chicos de Escuela Normal, también a diferencia de los Una semana solos, no aparecen abandonados a sus propios arbitrios, sino que se ven seguidos por la mirada obsesiva y el control cuerpo a cuerpo de la directora del Normal, una rara mezcla de madre protectora y encarnación palpable -y palpadora- del Estado, un seguimiento que puede parecer por momentos sofocante pero no está exento de amor. Deben existir pocas películas en las que se vea la interacción entre la población y los agentes del estado de manera tan concreta.
La idea de la que parte la realizadora es sencilla, pero sus frutos regalan una riqueza extraordinaria. Su sencillez radicaría en proponerse filmar la Escuela Normal del Paraná, en la que ella misma hizo desde el jardín de infantes hasta la secundaria. No cualquier escuela, sino su escuela. Pero todavía más: la suya es nada menos que la primera escuela normal fundada por Sarmiento en esa ciudad -Padre del Aula, Sarmiento inmortal, como se cantará al final de la película. Celina tiene 40 años, pero ella no quiso contar su paso por la escuela, sino mostrar cómo funciona la escuela hoy. Hay, entonces, una proximidad del sujeto al objeto; para ser más precisos un vínculo de pertenencia, que facilitaría la aproximación cinematográfica; y a la vez una distancia, porque ella no está directamente interesada en narrar sus memorias personales, sino en mostrar el estricto presente de su escuela.
Es acá donde Murga muestra que lo más importante y quizá lo más difícil de lograr en el cine es una mirada propia e intransferible. Su pequeña y difícil proeza es que en la visión microscópica de su Escuela Normal del Paraná lo que la película muestra es un detalle del tejido mismo de la historia nacional, como si dijéramos: la nación argentina tejiéndose a sí misma en un presente vivo, no una representación, no una metáfora de la historia, sino un escorzo de su directa presentación. Es una decisión clave el narrar el proceso mediante el cual los pibes eligen a sus dirigentes en el centro de estudiantes, siedo así un relato de iniciación que, sin embargo, escapa a los clishés de este género (otra coincidencia con Una semana...: Murga parece tener muy presente que los códigos genéricos achatarían el sentido de sus obras). Y lo que también puede verse es la toma de conciencia: la espiritualización (a la manera de los Dardenne) del problema del ejercicio de la autoridad. (Autoridad es una palabra que deriva de autor)
La matriz "sarmientina" de la Escuela Normal -formadora, en un doble aspecto, opresivo y liberador al mismo tiempo- está presente en pequeños detalles cotidianos: el izamiento de la bandera mientras suena Aurora (un rito que también aparece en películas como Infancia Clandestina, Francia, y más lejanamente en La historia oficial, tópico que sería muy interesante analizarlo en detalle en sus diferencias en el tratamiento cinematográfico en cada una de ellas); el simétrico canto del Himno a Sarmiento en el encuentro de las ancianas ex-graduadas de la Escuela (uno de los momentos cumbres de la película, el que permite articular con gracia y emoción la actualidad con el devenir histórico de una nación bicentenaria); el paso de los abanderados, la sombra sutil de las instituciones eclesiástica y militar, que se filtra a través de las campanadas y de la banda que toca otra canción patria en el acto del 9 de julio; los uniformes escolares que llevan la palabra "NORMAL" en el pecho; el registro obsesivo de las presencias y ausencias de profesores y alumnos, entre otros.
Una matriz sarmientina en la que esta escuela puede parecerse a casi cualquier otra escuela pública argentina, antes o después de las dictaduras y de la devastación neoliberal, sin la aspiración de que esta escuela represente a todas las escuelas. Hacer aparecer la historia, el peso del pasado en el presente, pero también la apertura de la historia entendida como proyecto arrojado hacia el futuro, y por eso sitio donde crecen las posibilidades y la libertad. Este es el fruto extraordinario, tanto para la disciplina historiográfica como para la ontología misma del cine, que Celina Murga consigue con un procedimiento de sencillez solo aparente. Porque su tono sereno y hasta gracioso parece estar sostenido en un cuidado pensamiento de las ideas que se ponen en juego. Y siendo este pensamiento subterráneo que corre la película tan complejo, la experiencia de verla es divertida y carente de solemnidad y paternalismo. (¿Será por eso que el Espacio Incaa Congreso estaba prácticamente lleno anoche, porque la película logra saltar el cerco de la cinefilia?)
Una matriz sarmientina en la que esta escuela puede parecerse a casi cualquier otra escuela pública argentina, antes o después de las dictaduras y de la devastación neoliberal, sin la aspiración de que esta escuela represente a todas las escuelas. Hacer aparecer la historia, el peso del pasado en el presente, pero también la apertura de la historia entendida como proyecto arrojado hacia el futuro, y por eso sitio donde crecen las posibilidades y la libertad. Este es el fruto extraordinario, tanto para la disciplina historiográfica como para la ontología misma del cine, que Celina Murga consigue con un procedimiento de sencillez solo aparente. Porque su tono sereno y hasta gracioso parece estar sostenido en un cuidado pensamiento de las ideas que se ponen en juego. Y siendo este pensamiento subterráneo que corre la película tan complejo, la experiencia de verla es divertida y carente de solemnidad y paternalismo. (¿Será por eso que el Espacio Incaa Congreso estaba prácticamente lleno anoche, porque la película logra saltar el cerco de la cinefilia?)
La mirada de Celina Murga también se distingue de otras posibles que buscarían, en idéntico asunto, acentuar el lugar común (y a esta altura conformista) del deterioro del sistema educativo. Algunas de las frases que yo escribí sobre Una semana solos se podrían aplicar, cambiando ciertas circunstancias específicas, a Escuela Normal. Por ejemplo: "Este microcosmos encierra potenciales conflictos: sociales, políticos, sentimentales, el despertar de la sexualidad, la violencia larvada, melancolía, un abandono afectivo no del todo declarado. La virtud de Murga consiste en no querer precipitar ninguno de los posibles estallidos que convertirían a esta película en un producto llamativo, quizá sensacionalista, seguramente previsible". O esta otra: "[hay] una ambigüedad en los personajes suficiente como para dejarles a un grupo tan específico el beneficio de la posibilidad: pertenecen a una clase social predadora, pero pueden ser otra cosa". Seguramente no hay en Escuela Normal ninguna predación, aunque sí signos de deterioro, pero no de un deterioro terminal: los personajes son sujetos libres en capacidad de transformar sus condiciones históricas: no son de ninguna manera víctimas de circunstancias; en eso Escuela... es mucho más luminosa que Una semana...; por eso, también, una mirada que ve sujetos con posibilidades es menos conformista que otra que viera solo una escuela en decadencia irreversible. Quizá la palabra precisa que tendría que usar sea "ambivalencia" y no "ambigüedad". Murga mira de una manera en que la cosa avistada puede percibirse en su belleza y también en sus fallas, incluso en ambas simultáneamente. No es una película a favor de la escuela actual, pero tampoco es una película en contra de la escuela actual. Es algo muchísimo más interesante: una mirada situada, implicada en la situación y atenta a las singularidades de lo que encuentra ante su cámara y en la moviola.
En ese sentido, la serena discreción con que Murga trata sus asuntos le permiten no apuntar a decir algo sobre "la Escuela", como sí quiere hacer El Estudiante con la Universidad; incluso la coincidencia de que ambas películas construyen sus nudos narrativos a partir de elecciones en centros de estudiantes es notable, muy a favor de Murga y en detrimento de Mitre: cómo el proceso de la formación política en la comunidad educativa se ve acá sin el prejuicio cualunquista con el que El estudiante condenó de antemano la idea misma de una política estudiantil como práctica espuria. Sencillamente: Murga no va a filmar la escuela sabiendo a priori cómo es su objeto, sino que lo descubre en obra. Hay en Mitre y en Murga dos ideas incompatibles acerca de qué es el realismo cinematográfico, que se pueden poner en colisión.
Hay otro rasgo que emerge como una nota de autor en las películas de Murga: la historia, en su fluencia, surge por los poros por los que respiran la películas. Un modelo de cine político sin una tesis previa a ilustrar en imágenes. Si Una semana solos desnuda un resultado concreto de la década neoliberal, Escuela Normal habla de la Argentina del Bicentenario. Murga muestra que puede moverse entre la ficción y el documental y construir una tensión productiva entre ambas funciones del cine. Y en ambos casos lo hace sin subrayados pedagógicos. La historia surge en tiempo presente y con una cierta naturalidad, es decir: sin forzamiento. Los personajes de ficción de Una semana... y los reales de Escuela... son sujetos históricos con variados grados de conciencia de su función. En ese sentido, uno de los grandes momentos de Escuela Normal es la toma de conciencia espontánea de los chicos que se postulan a presidir el Centro de Estudiantes acerca de la dificultad para encarnar un rol de dirigentes, de la naturaleza esquiva de la función de "autoridad", tantas veces devaluada por preconceptos antipolíticos. "Qué difícil es hacer esto, imaginate lo que debe ser tener que dirigir un país..." dice una de las chicas, en una súbita conquista de la conciencia de densidad de la praxis política. Nada que ver con "la política es esto, chabón", de triste memoria.
Escuela Normal muestra a una autora en un momento de lucidez, que sabe renunciar a sus pretensiones de ponerse por delante del mundo que filma y en cambio lo deja ser.
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