(desde el manicomio de Mondragón, en febrero de 1987)
Querida Maraba:
he leído tu diario, y me ha emocionado. Te he visto como un ser humano, no como un objeto o una costumbre. Parece que el miedo o lo que tú llamas esquizofrenia te impiden mostrarte ante mí como eres. En cuanto a mí, no sé cómo me atrevo a ser. La literatura ha muerto y la locura también. Ya nada me une al ser, ninguna obcecación, ninguna obsesión, ninguna venda. Menos que nada lo que Mallarmé llamaba la obsesión por la existencia. Aquí en Mondragón, rodeado de asesinos, la vida me parece como al Papa Borgia, de muy escaso valor. En el colmo de la lucidez, no poseo siquiera ese arrebato de locura que permite suicidarse. Me veo como irreal, como si ya no existiera. No tengo recuerdos: mi vida entera está tachada, la veo como algo peor que un error o una fantasía. Solo me alegran los sentimientos apocalípticos, las tormentas, la lluvia, los relámpagos que no alumbran nada. Diríase que soy Artaud, pero para quién o para qué. Escribir ahora no es ya llorar, sino alucinar, creerse como en un delirio, ser alguien en un mundo para alguien. Ese loco que da vueltas a su bastón en el aire me saca continuamente de mi sueño. Me recuerda que no hay nada, sino para el sueño de alguien, de ese alguien que es un sueño, que es siempre lo que Lacan llamaba l´autre imaginaire. Debajo de mi ventana pasea un hermano de San Juan de Dios: va a morir, está enfermo de sida, y sin embargo no significa nada, ni para mí ni para él. No es un destino, es un azar odioso que no le impide seguir caminando, mirando, ni vivir su existencia como un absurdo. Para el existencialismo, tal absurdo era una política, porque se oponía a un sentido visceral. Pero para mí hoy tal sentido ha muerto con la literatura que lo expresó. La literatura era para alguien o contra alguien, y en este jardín ya no hay nadie. Sólo Prometeo atado a una roca, y unos patos que vuelan sobre la nada. La esperanza de que llames no es mucha (…). Sólo cuenta mi compañía, no yo. Y mi compañía, mi valor para el sueño, está por terminarse. Porque ya he despertado: he despertado a un mundo sin nadie, y un mundo sin sueño no es ya un mundo. Es, sencillamente, lo más atroz que pueda imaginarse. Porque aun así la boca respira y la mirada ve, y no hay nada ya que ver ni aliento alguno. Este es sin dudas el tan esperado fin del psicoanálisis interminable, el alta definitiva, la muerte. Soy el Anticristo, ni tan siquiera soy yo, soy un espectro masticado, digerido por la boca de seres malolientes y sin otro rostro que la baba del insulto. Aquello que he perdido no era una batalla. Mi enemigo tiene un nombre: España, pero no un rostro, es como una serpiente visceral y sudorosa, un animal peludo y hambriento que no teme a Dios ni al diablo. Me ha escupido limpiamente en el suelo como material de desecho, como a un despojo. Mi locura rozó los límites de la suya, y eso fue lo que me hizo merecer la muerte. Recuerdo aún a una vieja gangosa insultándome, a un deportista sudoroso masticando mi cerebro en la radio, sin importarle un bledo lo que fuera el terrible sueño de la cultura. Ni siquiera muerto seré alguien o algo para él. Eres el Anticristo, entonces te adoro, es lo último que acertó a decir el sapo.
As alone aunt from a broken aunt-hill, from the wrekedge of Europe, ego escriptor.
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