La sobreexposición presidencial *
por Teodoro Boot
Conservar la unidad de las fuerzas propias y dividir las adversarias es el principio rector de cualquier clase de disputa, sea política, militar, religiosa o callejera. Es un principio tan simple y elemental, tan de cajón, que no requiere de explicaciones ni fundamentos, y por eso mismo asombra que se lo deje de lado con tanta frecuencia, para lo cual sirven (pero no valen) infinidad de explicaciones.
En ocasiones, el olvido de ese principio fundamental se relaciona con el extravío o enturbiamiento de los objetivos principales y la dificultad de diferenciarlos de los secundarios, consecuencia casi natural del paso del tiempo y de la evolución de la disputa de marras: cada éxito supone una nueva acechanza, cada fracaso un desafío, cada solución da paso a un nuevo problema. Pero también ocurre por obcecación, arrogancia, descuido, inercia o simple rutina, por la natural tendencia a repetir conductas y estrategias exitosas en determinados momentos, pero no necesariamente en todos.
Repaso al vuelo
El colapso económico y el desbarajuste político y social que encontró Néstor Kirchner, le exigieron un protagonismo que remitió al de los primeros años de Alfonsín, e incluso lo superó: al nuevo presidente le era tan necesario sobreponerse a su debilidad electoral de origen como, en un país desgarrado y sometido a disímiles tensiones centrífugas, resultaba indispensable reconstruir la autoridad política presidencial. Kirchner consiguió reunificar y conducir al peronismo en casi todas sus variantes, ampliar su marco de alianzas con fuerzas afines y construir un consenso social mucho mayor de lo que el peronismo y sus nuevos aliados podían representar por sí solos. En base a cuatro pilares (fin de la impunidad, reconstrucción económica por medio de la renegociación de la deuda y la sustitución de importaciones, fomento del consumo interno, integración regional) nació lo que en tren de simplificación o de nueva categoría política y acaso histórica, se llamó kirchnerismo.
Al fin del primer mandato se trataba de garantizar la continuidad de un todavía difuso proyecto que ya comenzaba a denominarse “modelo nacional y popular”, lo que podía hacerse por medio del propio Néstor Kirchner o a través de quién él propusiera. ¿Quién mejor para esto que Cristina Fernández? Como esposa y compañera política de Kirchner, Cristina era la más indicada garantía de continuidad del genérico “modelo”, pero desde un punto de vista político se hizo necesario realzar su figura, siempre bajo la amenaza de ser opacada por el prestigio del ex mandatario: ya desde un principio, la estrategia consistió en personalizar en Cristina la campaña electoral y luego, y crecientemente, en concentrar en sus manos el grueso de las decisiones, proceso que se acentuó a la muerte de Néstor Kirchner.
La segunda etapa
La muerte del ex presidente y la extraordinaria congoja popular que produjo puso en marcha por parte de los enemigos del movimiento nacional más lúcidos lo que alguna vez llamamos “Operación Kirchner”. Esto es, elogiar de tal modo al muerto –que ya no jode– como para que ninguno de los vivos –que todavía pueden joder– pudiera comparársele… empezando por la presidenta de la Nación. En ese momento y con la perspectiva de una campaña electoral decisiva para la continuidad del proceso iniciado en 2003 se reafirmó, muy justificadamente, la política de centralización y concentración del poder en manos de la primera mandataria. La estrategia fue exitosa: tras la elección del 23 de octubre de 2011, quedó claro que la Presidenta no debía a nadie en particular ninguno de los 11.865.055 votos obtenidos, con lo que su poder, autoridad y capacidad de conducción quedaron reafirmados y reforzados.
Paralelamente, la administración tendió a ampliar los derechos ciudadanos, atendió con más tino las demandas sociales por medio de una asignación universal a la que en años anteriores se había negado, incrementó el nivel de empleo y la capacidad adquisitiva del salario, recuperó el manejo de los aportes previsionales, promovió en los foros y cumbres políticas la integración regional, nacionalizó el paquete mayoritario de una YPF ya vaciada pero aun controlante de la mayor parte del mercado, protegió la industria nacional y preservó el superávit comercial mediante un férreo control de importaciones, “nacionalizó” el Banco Central, impidió la corrida cambiaria y mantuvo el dólar comercial a valores adecuados para la promoción de la industria nacional y la defensa del salario, fracasó en el intento de aprovechar con más racionalidad la renta diferencial de la producción cerealera, no consiguió impedir y más bien acentuó la sojización, sigue sin definir una política minera, el sistema ferroviario continúa deshaciéndose en base al descuido, la inoperancia y la corrupción, se deterioró en los hechos la relación con los países del Mercosur mediante un proteccionismo a rajatabla, al bulto y sin matices, la política de precios de la recuperada YPF no tiende a regular el mercado sino que contribuye a la inflación acercando sus tarifas a las de la competencia, y al negar la necesidad y existencia de tipos de cambio diferenciales, la administración contribuyó a enturbiar el mercado de divisas.
El 7-D no es el fin
En el medio de todo eso, una disputa con los grupos de poder económico y mediáticos cuya punta de lanza es el grupo Clarín.
No es una pelea menor ya que está en juego la democratización de la información y la difusión, indispensables para una efectiva democratización política y la ansiada y todavía pendiente democratización social y económica, pero no se trata del centro del mundo ni mucho menos. No es, no debería ser el centro de gravedad de las políticas gubernamentales.
Sin embargo, la disputa contribuye a desquiciar aun más la desquiciada y desquiciante política comunicacional gubernamental hasta el punto de volverla un espejo de la del grupo Clarín, y desconcierta de tal modo a la dirigencia y militancia kirchnerista, que la lleva a confundir sus propias preocupaciones y problemáticas con las preocupaciones y problemás de la sociedad.
Por otra parte, la principal dificultad para la aplicación de la ley de servicios audiovisuales no radica en el recurso de amparo a la desinversión de los grupos monopólicos, sino en la deficiente política gubernamental: sin fomento y apoyo financiero, tecnológico y publicitario a los medios comunitarios y sociales, la aplicación del artículo 161 sólo alterará la relación de poder entre los distintos grupos económico‑mediáticos sin contribuir a una cabal democratización del sistema. En ese sentido, al poner el centro de la disputa en el 7 de diciembre, momento en el que al parecer empezará a regir plenamente el artículo 161, la militancia kirchnerista está colocando el centro de gravedad de su acción en un factor secundario del problema, eludiendo el principal.
Mirando al revés
A juicio de quien escribe, este desconcierto es una de las consecuencias indeseadas del proceso de concentración de que hablábamos antes y que lleva a que el destinatario de las acciones políticas deje de ser el pueblo, la propia base social, a cuyas preocupaciones y necesidades es necesario atender, y pase a ser el gobierno y, específicamente, la Presidenta. Se vuelve así al origen medieval del concepto de representación, cuando los diferentes gremios y sectores se “representaban” desfilando ante el rey o señor feudal. Se trata, entonces, de una política cuyo público no se compone de una multiplicidad de necesidades y percepciones diferentes, lo que demanda y propicia cierto grado de sofisticación, perspicacia y sutileza, sino de una política que atiende a la percepción de una sola persona, o en el mejor de los casos a un pequeño grupo, lo que necesariamente la vuelve burda, simple, demasiado lineal y en consecuencia, ineficaz.
A la vez, la propia administración, lo que se da en llamar la gestión, se vuelve descuidada y torpe, tan pendiente de las directivas que recibe como desatenta a la realidad que debe atender, y es de este síndrome de donde provienen los principales problemas políticos que el gobierno de Cristina Kirchner ha debido enfrentar en los últimos tiempos. No han sido éxitos ni operaciones de la oposición, conjuras sectoriales (tan propias a los seres humanos como la respiración alveolar) ni operaciones mediáticas, como se empeña en afirmar y, peligrosamente, hasta creer, gran parte del espectro kirchnerista, obsesionado en escandalizarse de la maldad y sevicia de sus enemigos.
La perfidia de las cacerolas
La única acción opositora exitosa que no obedeció a la “iniciativa” del propio gobierno fue el cacerolazo porteño del 13 de septiembre. Que gracias a una adecuada sincronización y a una inteligente concepción, pudo hacer confluir en un solo acto una multiplicidad de demandas de variadísima naturaleza y carácter eminentemente contradictorio.
Que el ánimo antipolítico es con frecuencia alimentado y generalmente aprovechado por la derecha más dura, no constituye ninguna novedad. Lo mismo puede decirse del sentimiento de inseguridad pública, alimentado ya desde el siglo XIX por aquellos que buscan imponer regímenes totalitarios y represivos. Pero la “denuncia”, la pasmosa revelación de que el mate tiene agujero, no elimina la sensación de inseguridad ni el sentimiento antipolítico. Tampoco lo hacen las explicaciones racionales o científicas; se trata de percepciones irracionales contra la que no valen lógicas ni argumentos sino que son necesarias las equivalentes operaciones sicológicas de signo opuesto.
Estas sensaciones estuvieron y estarán en la base de las protestas de una clase media, según se mire, extrañamente irritada, en ocasiones racista, xenófoba, patriotera y a la vez antinacional, engreída y autodenigratoria. Se trata de una derecha que todavía “no osa declarar su nombre”… aunque el PRO y Mauricio Macri ya se van atreviendo. Esto no es novedad y resulta bastante tonto denunciar a la derecha por ser derecha o al menos creer que con esa denuncia se consigue algo más que reafirmar las convicciones de los propios, natural efecto del permanente hablarse encima del kirchnerismo.
Se trata, por el contrario, de advertir que la artera, malvada, diabólica y todos los descalificativos que se quiera, convocatoria, instrumentó para sus fines un clima social que pasa inadvertido al oficialismo, a un gobierno y a una fuerza política empeñados en mirarse y en hablarse a sí mismos.
La legitimidad de origen
Frente a las objeciones se recuerda sistemáticamente el casi 55 por ciento de los votos obtenidos frente a un resto del mundo disperso y desunido. Es verdad que la democracia es el gobierno de las mayorías, pero ¡attenti! Esa clase de mayorías son efímeras y circunstanciales, sumamente volátiles y por esa razón requieren de una permanente atención y recreación. El 30 por ciento con aire a catástrofe que anunciaba el irremediable final del kirchnerismo del 2009, apenas dos años después se volvió un 55 por ciento que desconcertó completamente a la oposición. No fue magia sino la consecuencia de las políticas de redistribución y atención de las necesidades sociales, aplicadas en forma decidida recién con posterioridad a la derrota política contra los productores agrícolas del 2008 y a la electoral de 2009.
Pero así como los aciertos propiciaron ese sorpresivo incremento del 25 por ciento, con la misma velocidad, los errores los pueden disipar. Y es en ese sentido que la insistente apelación al porcentaje de votos obtenidos se vuelve un recurso de valor relativo y hasta contradictorio: las mayorías hay que conservarlas e incrementarlas no sólo cada dos años, sino cotidianamente. Los porcentajes obtenidos en una elección previa valen para la lucha legislativa, pero no son suficientes para la lucha por la opinión y el estado de ánimo. Por el contrario: a menudo son percibidos como una imposición aún por aquellos que con su voto contribuyeron a conformar esa mayoría. A nadie le gusta que refrieguen por la trompa un éxito que en muchos casos contribuyó a crear.
Es apenas algo probable que sea debido a la concentración del poder, la política y la palabra que el oficialismo se haya vuelto tan autorreferencial y autosuficiente, pero es seguro que la autorreferencialidad y la autosuficiencia provocan la pérdida del sentido de la realidad. De percibir el modo en que los distintos sectores sociales “sienten” la realidad. Para esto, hay que estar más atento a la base que a la cúspide. Hay que hacer las colas en la verdulería, viajar en transportes públicos, esperar en la consulta médica, escuchar sin descalificar, sin despreciar, sin simplificar lo que se percibe con argumentos lógicos y racionales: las sensaciones son sensaciones, por definición, ilógicas e irracionales, pero siempre constituyen un dato insoslayable de la realidad. La política no es el arte de negar la realidad ni descalificar las sensaciones sino el de transformarlas e instrumentarlas para fines lógicos y racionales. Para lo cual es preciso, en primer lugar, reconocerlas.
Pensamientos de importación
En el lenguaje se utilizan crecientemente términos originados en malas traducciones del inglés que acaban tergiversando su sentido en catellano. Para un caso, bizarro (valiente, gallardo, intrépido) ha tornado a significar “extravagante” por el inglés “bizarre”, o el “low profile” que alude a la altura de las siluetas en un radar, en el vulgarizado “bajo perfil” con que aburre la jerga periodística.
Esta falta de personalidad lingüística es también una falta de personalidad y de identidad política cada vez que se pretende trasladar a nuestra propia especificidad conceptos nacidos de realidades completamente diferentes, para el caso, “el síndrome del pato rengo” con que se alude en Estados Unidos a las dificultades de los presidentes de ese país durante los dos últimos años de su segundo mandato.
La realidad material, institucional y política norteamericana guarda poca o ninguna semejanza con la argentina, con lo que trasladar esa figura constituye un absurdo y alienta numerosos errores nacidos de la creencia de que, ante el impedimento constitucional de una nueva reelección, la autoridad presidencial pudiera diluirse. Sin embargo, ni en nuestro caso –ni en los de los países más afines– es el impedimento reeleccionario la causa de la disminución de la autoridad presidencial: no lo ha sido en nuestra experiencia inmediata cuando Néstor Kirchner anunció su negativa a presentar su candidatura para el 2007, ni cuando Lula hizo lo propio, señalando como su candidata a sucederlo a Dilma Roussef , ni suele ocurrir en Uruguay o Chile, países que no contemplan la reelección presidencial.
En nuestros países ocurre a la inversa que en Estados Unidos: de gozar de una verdadera legitimidad, tanto de origen como reafirmada en la práctica cotidiana, en la resolución de los problemas concretos del país y sus habitantes, el prestigio y el poder de un presidente no sólo no mengua ante el impedimento constitucional, sino que se acrecienta por la sola fuerza de las cosas: deja de ser un blanco móvil de las diversas oposiciones.
Esta inferioridad, esta pereza conceptual que lleva a transpolar la figura del “pato rengo”, sumada a la insistencia en perpetuar una estrategia política adecuada a otras circunstancias, ha llevado al oficialismo una operación político‑sicológica que se le ha vuelto en contra: la de evitar el mentado síndrome con la velada alusión a una reforma constitucional que habilitaría la reelección.
Lecciones del 49 y realidades nacionales
Por una común experiencia generacional y pertenencia política es difícil creer que la presidenta piense seriamente en esa posibilidad. Si hay algo en lo que los peronistas de su generación coincidimos, es en el modo en que la reelección de Perón diluyó la importancia de la reforma constitucional más trascendente de la historia argentina y cómo fue útil para que la reacción pudiera librarse de ella con tanta facilidad, en particular, de su artículo 40. De ser indispensable una reforma constitucional, de no poderse sortear mediante leyes específicas las trabas e impedimentos antinacionales de la actual Carta Magna, sería preciso que su convocatoria fuera obra de una mayoría de fuerzas políticas y excluyera taxativamente un tercer período presidencial consecutivo, ya que esta opción desnaturalizaría el sentido de la reforma tanto como la cláusula reeleccionaria contribuyó a restar legitimidad a la Constitución de 1949.
El remedio reeleccionista para aventar el síndrome del pato rengo se complementa y realimenta de la endémica a‑institucionalidad argentina y latinoamericana, que no obedece a nuestra natural perversidad “antidemocrática” sino a razones históricas. Para no entrar en explicaciones que dificultarían mucho la lectura de esta nota, admítase la afirmación de que en las semicolonias, en los países dependientes o “en vías de desarrollo”, las “instituciones” no son, como en los países “desarrollados”, consecuencia de un proceso previo de construcción nacional sino que, por el contrario, han sido instrumentos utilizados para impedir la organización nacional.
Es así, valga el ejemplo al paso, que se insiste en hablar de “instituciones de la república” cada vez que se pretende impedir a las mayorías representar el interés popular, en una deformación tal de las cosas que se confunde democracia con república y, al insistirse tan machaconamente en el derecho de las minorías políticas se acaba pretendiendo que la democracia (por definición, gobierno del pueblo) no es sino aristocracia, gobierno de las minorías y en consecuencia, su opuesto.
La necesidad de un o una líder
Esta deformación de la percepción política alienta la perpetuación de otro tipo de institucionalidad antipopular y en consecuencia antinacional, que es la del Estado en sí mismo, en las trabas e impedimentos internos que lo paralizan, y muy especialmente, de un sistema judicial, “garante de la constitucionalidad” que no es otra cosa que una secta oligárquica de naturaleza curial y espíritu clasista.
Es natural, entonces, que los movimientos nacionales tiendan a prescindir de “las instituciones de la república” (aun aquellos que apelaban a su “regeneración”, como el yrigoyenismo) y en su afán democratizador esbocen una nueva clase de institucionalidad cuyo primer paso es la concentración del poder, la política y la palabra en una sola persona, un líder o personalidad carismática.
La reiteración del fenómeno en distintos momentos del tiempo y en diferentes países latinoamericanos permite suponer que obedece a alguna lógica, que tiene razón de ser, y hace sospechar de su inevitabilidad. A la vez, la experiencia histórica demuestra que la aparente inevitabilidad de la personalización de los movimientos nacionales constituye su principal limitación y ha sido la causa frecuente de su fracaso.
¿Por qué decimos esto? Por lo que decíamos al principio, porque la personalización, la excesiva concentración del poder, la política y la palabra, invierte la dirección de la política, obtura la discusión, debilita las fuerzas propias, conforma una corte servil, absorta, pendiente de La Palabra y en consecuencia desatenta a la realidad, las distintas problemáticas que se presentan y al siempre variable humor y sensibilidad populares.
El fantasma de la reelección
En la actual realidad política argentina, la reelección presidencial es un fantasma que sobrevuela el discurso opositor, el oficialista y aun el oficial, nunca reafirmado y nunca desmentido. Es verdad que no puede desmentirse lo que nunca se afirmó, pero el kirchnerismo y hasta la propia presidenta juegan con la ambigüedad y el misterio, tal vez en un intento de sortear el “síndrome del pato rengo”, pero en los hechos ofreciéndole a las distintas oposiciones un factor de unidad, y a la dispersa irritabilidad de las clases medias, un inigualable punto de confluencia.
Por otra parte, en todos los mentideros oficialistas se secretea que la presidenta no desea ni aspira a un nuevo período, lo que de ser cierto, vuelve todo este asunto mucho más demencial.
Más allá de gustos y convicciones, la pregunta que corresponde hacer es si se cree realmente factible una convocatoria constituyente, y en tal caso, si por obra de las mayorías legislativas consigue declararse la necesidad de la reforma, la discusión acerca de una nueva reelección presidencial será factor de unidad y fortaleza de las fuerzas propias o lo será de las opositoras.
¿Será así o acaso se arriesgará a la presidenta a una dura derrota política? Una derrota que no consistirá en el fracaso de la reelección sino, por obra del mero paso del tiempo, en la mera percepción de que no se la pretende debido a la oposición que la idea hubiera desatado.
A este fantasma nunca confirmado ni desmentido, se añade una sistemática y descabellada sobreexposición presidencial que lejos de fortalecer el poder y el prestigio de la Presidenta lo debilita, volviéndola único sostén político, única voz pública de su gobierno, fusible de sí misma y centro de todos los ataques. Para utilizar una analogía de un destacado dirigente oficialista, se trata del intento de desembarco en una playa enemiga llevada a cabo por una multitud de intrascendentes y pequeños botes desarmados y, en medio de ellos, una gigantesca nave insignia, iluminada a pleno y blanco fácil del bombardeo enemigo.
El efecto bola de nieve
Lejos de las teorías que cifran en la lucha de clases o en los complots la marcha de la Historia, quien escribe sospecha que son la inercia y la estupidez las dos principales fuerzas que signan el destino de los asuntos humanos. Una cosa lleva a la otra y entre todas crean el efecto bola de nieve: basta arrojar descuidadamente una pequeña piedra desde la cima de una montaña para provocar lo que de a poco, casi imperceptiblemente, va tomando la forma de un alúd incontenible e incontrolable. Por eso, a veces es necesario parar en seco, pisar la pelota y levantar la cabeza para mejor calibrar el panorama, por más que la afición bufe, creída de que la mucha agitación, el movimiento inconducente, la actividad frenética, son sinónimo de avance y de progreso.
La persistencia en el tiempo y más allá de las circunstancias en una estrategia electoral que resultó exitosa pero que hoy suena anacrónica, la proverbial tendencia de los movimientos nacionales a la personalización, el irracional y muy prematuro temor al “síndrome del pato rengo”, la creencia de que se lo evita alentando el fantasma de la reelección, olvidando que el principal poder presidencial en el último tramo del mandato radica en su prestigio y su capacidad de señalar al sucesor con mayores posibilidades, están acentuando la sobreexposición presidencial y propiciando su desgaste en forma suicida.
Hay en este punto un agujero negro en el oficialismo que radica en su imposibilidad de objetivar un proyecto, de precisar sus objetivos y características y diferenciar lo principal de lo secundario. En ausencia de estas precisiones y profundizaciones, consecuencia de la discusión y el debate, se apela a la pertenencia, confundiendo proyectos con personalidades y la legítima e indispensable continuidad de un proyecto de reconstrucción nacional con la continuidad de grupos y círculos políticos.
Hay que cuidar a Cristina
El proyecto kirchnerista, aun con sus vacíos, imprecisiones y defectos, es vital para el país, y es el país y no un grupo político el que necesita de su continuidad. Parar la pelota es, en primer lugar, detenerse a distinguir las cosas, abrir los ojos y salir de las percepciones estrechas de los pequeños círculos. Luego, definir con mayor precisión, la imprescindible para la continuidad de los principales ejes, la naturaleza y alcances del proyecto, del “modelo nacional y popular”, para garantizar su supervivencia por medio de la continuidad de sus líneas principales.
Para esto, resulta indispensable cuidar, proteger la autoridad, el prestigio y la figura presidencial, preservarla de los ataques y la sobreexposición, pues serán esa autoridad y ese prestigio, de perdurar, las garantías de continuidad de un proceso. Si no se consigue diferenciar un proyecto de los grupos y personas que circunstancialmente lo encarnan, lo más probable será que la obcecada preservación de los grupos y personas acabe destruyendo las posibilidades y continuidad del proyecto que se aspira a defender.
* Publicado originalmente en el Blog del Ingeniero, el 21/10/2012. Hacer click
acá.