domingo, 26 de diciembre de 2021

Better print the facts (John Ford / Vicente Massot)


Ransom Stoddard: You’re not going to use the story, Mr. Scott?

Maxwell Scott: No, sir. This is the West, sir. When the legend becomes fact, print the legend.

...dice uno de los diálogos más citados de toda la historia del cine, que los sectarios cinéfilos repiten con un gesto arrobado quizás sin saber exactamente qué están diciendo. Lo que dicen es lo que John Ford, a la vanguardia de Hollywood, hizo durante años con entusiasmo, que sin embargo pudo evocar con amargura al final de su trayecto, cuando filmó esa escena en The Man who shoot Liberty Valance: construyó por décadas un espacio legendario sobre un territorio real anteriormente habitado por otros, los navajos.

Esta facticidad la vino a recordar, ya que todo se te olvida, una película interesante, nada más, The Taking de Alexandre Phillippe, vista recientemente en Mar del Plata, no una obra maestra como muchas de Ford, sino un film ensayo que apenas repone algunos hechos. El Monument Valley, del que el cineasta se apropió simbólicamente para dotar a la gran nación imperial del siglo XX de un espacio mitológico, fue un un territorio usurpado a los navajos. Es cierto, Ford contempló una suerte de compensación monetaria a los usurpados: les pagó un bolo como extras en sus grandes hits. Ya en el ocaso de su carrera se dio el lujo de arrojar una amarga mirada retrospectiva por la que podría reclamar su redención civil en The Man who shoot Liberty Valance. La apropiación simbólica del territorio navajo no mengua la creatividad de Ford como cineasta, solo desvela materialmente las condiciones de posibilidad de un territorio ideal de leyendas tan bellas como el western, luminoso, parco y varonil, como parte de una máquina bélica. Y toda guerra tiene derrotados. 

Los fordianos argentinos son tan poco resistentes al contacto con la atmósfera que no solo se crispan con películas de propósitos tan modestos como The Taking: se enervan tan solo al oír hablar del tema. Al cine de Ford en particular y al western en general solo puede rendírsele pleitesía. Siguen una tradición antigua en Argentina, iniciada por Borges, quien encontraba en las películas del Oeste una épica del coraje. Todos tomaron partido rabiosamente por la leyenda, muchos años antes de que la postverdad se pusiera de moda. 

A propósito de esto me invitó Luis Franc a conversar en la última emisión 2020 de su programa Periferias del Cine en Radio Caput. El tema era cómo flima el cine a los otros. A lo que habría que agregar por qué filma el cine a los otros (mi posición: el cine tomó su magnífico impulso como parte de una máquina bélica). En un momento, la conversación radial deriva hacia una opción alternativa practicada por un cineasta no fordiano: Avi Mograbi. El problema del cineasta israelí, que estuvo toda su vida en contra de las políticas de violación a los derechos humanos a las que el Estado de Israel somete al Pueblo Palestino -los Navajos del western-, no se pregunta cómo filmar palestinos, sino cómo incluir en el plano de sus películas a sus compatriotas, asesinos israelíes de palestinos: esos son los otros de Mograbi. Es otro otro que el de Ford. 

Acá se puede escuchar la charla con Franc: 

Adenda: mientras ponía en orden este material, me topé con un texto sorprendente no tanto por lo que dice sino por quién lo dice y dónde lo dice. Invito a leerlo como un texto de nuestros irascibles cinéfilos locales.

Westerns: realidad y leyenda

Si acaso resultara posible compendiar el género tomando prestado el título de una sola película, la elección sería obligada: La conquista del Oeste. Es que de no haber existido una frontera por trasponer, un espacio abierto de dimensiones colosales cuyo dominio le aseguraría a Estados Unidos su condición bioceánica y, al mismo tiempo, un territorio hasta ese entonces mostrenco, digno de ser civilizado, los westerns tal como los conocemos nunca hubieran existido. Hay, entonces, un hilo conductor entre el célebre discurso pronunciado en 1893 por Frederick Jackson Turner en la Asociación Norteamericana de Historia, sobre la importancia de la frontera en la vida de su país, y el nacimiento de las películas de cowboys. La razón estriba menos en una correspondencia entre la teoría de Turner y el género cinematográfico asociado por excelencia a la frontera, que en la forma algo bastarda -si se le quita a la palabra toda carga peyorativa- con la cual el séptimo arte se apropió de una idea para inventar una epopeya.

En una de sus producciones más logradas y, a la vez, discutidas, John Ford pone en boca del editor del diario de Shinbone -localidad donde transcurre Un tiro en la noche [N.del E.: The Man who shoot Liberty Valance], que así se llama la película- esta frase arquetípica. Debe decidir si publica la historia verdadera o una recreación mítica de los hechos y dice: "Es el Oeste, señor. Si la leyenda se convierte en realidad, imprima la leyenda".

Claro que de lo anterior no se sigue necesariamente que la pantalla haya falseado, desde los primeros films mudos (La masacre, de D. W. Griffith, por ejemplo) hasta nuestros días, la realidad. A partir de unas coordenadas de tiempo y lugar que en términos generales se respetan, Robert Aldrich y Anthony Mann, Raoul Walsh y John Sturges, Sam Peckinpah y Clint Eastwood -para nombrar, al voleo, sólo a algunos de los directores de culto- transparentan las invariantes fundamentales de lo que fue el desordenado e incontrolable avance hacia el Oeste: la vitalidad nerviosa de los vaqueros y su individualismo que nada le debe al Estado; la ambigüedad frente a la ley por hacer y la exaltación de la fuerza; la primacía de las armas y, por lógica consecuencia, la sangre y la violencia que permean la vida de esos hombres. Analizada la cuestión desde la óptica de la historia, el cine ha maquillado los hechos a propósito y bien está que así haya sido. Vista, en cambio, desde el ángulo del espíritu del Oeste, las películas que le fueron dedicadas parecen reflejarlo si no a la perfección, sí con rigor.

Si le prestamos atención al duelo colectivo más famoso del género, disputado en O. K. Corral entre los Clanton y los hermanos Earp, asistidos por Doc Holliday, salta a la vista, sin necesidad de esforzarnos demasiado, cuánto divergen la historia y la leyenda. Sea en la versión de John Ford, La pasión de los fuertes; en la que once años más tarde filmó John Sturges, Duelo de titanes, o en cualquiera de las últimas dos conocidas, Tombstone y Wyatt Earp, el personaje encarnado por Henry Fonda, en un caso, y por Burt Lancaster, en otro, no se compadece demasiado con el célebre comisario. Lo mismo puede decirse del dentista, jugador y pistolero que inmortalizaron Victor Mature y Kirk Douglas.

Pero más allá de no corresponderse con precisión de centavo los acontecimientos reales con los del celuloide, sobresalen unas generalidades que no son pura ficción. Hay una combinación del bien y el mal que es propia de casi todos los protagonistas; el heroísmo no resulta en ellos artificial; arrastran, los justos y los villanos, dramas personales y suscitan pasiones que no son las convencionales de un género en donde siempre parecen ganar los buenos y perder los malos. Fantasía sobra, por cierto, en el retrato que la pantalla nos ha devuelto de Billy the Kid y Jesse y Frank James, del general Custer y de Toro Sentado, de Davy Crockett y de Jim Bowie, aunque hay razones de peso para considerar que el espíritu del Oeste o, si se prefiere, sus valores y desvalores, están sobriamente retratados a pesar de las inevitables concesiones hechas a la leyenda y a cierta nostalgia que despierta todo mundo idealizado.

¿Se parecía Earp a Burt Lancaster, Custer a Errol Flynn y Jesse James a Tyrone Power? Seguramente no y, sin embargo, cómo no creer que la frontera norteamericana avanzó en buena medida a partir de la osadía demostrada por hombres con armas y de a caballo, y que las situaciones arquetípicas de la filmografía -los duelos, la lucha contra los indios, las grescas en el saloon, las persecuciones a muerte y los tiroteos por doquier- formaban parte de la vida cotidiana.

La ambientación de Hollywood es, fundamentalmente, el paisaje en razón de que la del Oeste fue una empresa en contacto permanente con la naturaleza. Casi podría decirse, sin exagerar, que transcurre siempre a cielo abierto. Cuando Ford, en ocho de las catorce películas que dirigió al respecto, se empecina en destacar el lugar -en este caso Monument Valley- y confiesa que en sus westerns ha sido "la verdadera estrella", no le agrega a la trama un elemento postizo, haciéndolo entrar de rondón. Sus siluetas de soldados de caballería y pistoleros polvorientos recortados sobre esas verdaderas catedrales de piedra del famoso paisaje de Arizona no resultan un recurso escenográfico tan sólo. Transparentan el carácter agreste del género porque lo fue también el de la vida real. La trama se desenvuelve bajo el sol y las estrellas pues la naturaleza, en estado puro, es el escenario en el cual todo cobra sentido. No hay ciudades que merezcan ese nombre y los pueblos o caseríos extendidos que se dejan ver son más una prolongación de las llanuras y los desiertos que formas de una civilización urbana a la que todavía no le había llegado su hora.

Los westerns no se adueñaron de la épica como cosa propia pero le dieron una coloratura especial, precisamente por el juego de sístole y diástole que se produjo entre la historia y la leyenda. En realidad, si parece haber en todas las películas un héroe clásico que debe satisfacer ciertas pautas obligatorias en términos de valentía y destreza con el revólver, éste puede tener las características de un solitario (Shane, Doc y el protagonista de El jinete pálido) o ser parte de una hermandad de los armados (Siete hombres y un destino; La leyenda de los malos y Hombres o bestias). Enmarcado el género en una sociedad cuya verdadera ley es la de la horca y el Colt y donde se impone el más rápido en desenfundar, la fuerza -en duelos emblemáticos, robos de bancos y masacres sin cuento- tiene sentido para acompañar y presenciar el desenlace (clímax) del film. No hay western, pues, sin el concurso de esa violencia administrada en dosis homeopáticas, como En la hora señalada, o con ríos de sangre, en La pandilla salvaje.

La historia norteamericana ensayó una explicación de cómo miles de pioneros blancos y protestantes, hambrientos de aventuras, se lanzaron a civilizar un territorio virgen. Mitad visionarios y mitad oportunistas, acometieron una empresa que merecía ser contada. Hollywood le agregó el vuelo de las flechas, las riñas en los bares, el galope de la caballería y los pistoleros homéricos.

Nicoás Massot, ex jefe de la bancada de diputados del PRO y sobrino del jefe bahiense de la dictadura videlista

El autor de tan exquisita prosa no es, como podría esperarse Ángel Faretta ni Quintín, sino Vicente Massot, histórico propietario y editorialista de La Nueva Provincia, jefe político de la última dictadura en la ciudad de Bahía Blanca y su apólogo permanente (ver acá). La nota no fue publicada en la sección cine de La Nueva Provincia, sino en la sección Cultura de La Nación

Massot tiene razones de mayor consistencia y vive en un pathos más acorde que el de nuestros cinéfilos para exaltar la Conquista del Oeste. Fue el primer periodista en la historia argentina en ser imputado por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura y procesado en 2015, aunque los crímenes por los que se lo acusa aún permanecen impunes. La acusación que se le imputaba era la de encubrir treinta y cinco crímenes cometidos durante esos años en Bahía Blanca y presentarlos como “enfrentamientos” entre militares y organizaciones armadas.

También se lo acusó como coautor en el homicidio de los obreros gráficos Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola, dirigentes gremiales de La Nueva Provincia, “instigándolo, determinándolo, prestando aportes indispensables para su concreción material, encubriendo a sus autores inmediatos”. Heinrich y Loyola habían encabezado una huelga en 1975 en la que se habían enfrentado cara a cara con Vicente Massot. Fueron secuestrados el 30 de junio de 1976 y el 4 de julio se encontró sus cadáveres atados por la espalda, con signos de tortura y más de 52 vainas calibre 9 milímetros a su alrededor. El 6 de j ulio de 1976 La Nueva Provincia tituló “Son investigados dos homicidios” y nunca más se refirió al tema. Se entiende su predilección por la frase "Imprima la leyenda".

En el currículum vitae de Vicente Massot también puede encontrarse que fue el primer secretario de redacción de la revista Cabildo, donde fue compañero de redacción del general Ramón Camps.

En 2006 un editorial del diario de Massot decía: “Hace 30 años quedó clausurada para siempre la posibilidad de que la Nación Argentina siguiese los pasos de Cuba. Ese fue el principal mérito de las Fuerzas Armadas y de los millones de compatriotas que apoyaron su decisión”. Su admiración por el western se adscribe así en un contexto más fuerte.

1 comentario:

Unknown dijo...

Exelente, esclarecedor. Para alguien que estuvo cuarenta años recluido en la literatura por ignorar que había un mundo más allá de Hollywood, con escasos hallazgos (Herzog, Fellini y algún argentino), toparme en el metaverso con un guía Oscar Cuervo es tranquilizador. Alá conserve tu claridad intelectual! A mirar Mograbi en YouTube en éste día de obligado ocio. (No me entra trabajo hace unos dias). Gracias!!!