En sólo 16 años de actividad artística Rainer Werner Fassbinder hace una cantidad de películas tan asombrosa –44 en total, entre largos, cortos, miniseries y unitarios de TV– como para que cualquier intento de analizar su obra esté obligado a referirse ante todo a su desmesurada productividad: esta no será la excepción. Hay algo en su ritmo de producción que lo distingue en un sentido íntimo, un temple Fassbinder de vivir haciendo cine, no poder esperar: arte engendrado en estado de desesperación. Fassbinder es un desesperado, niño carente de amor, joven promesa, muchacho dulce y feroz, amado por mujeres y hombres, führer de grupos anarquistas, astuto director de actores, referente político de una generación que descree de la política, objetado a derecha e izquierda, alcohólico, drogadicto, narcisista patológico. Sus películas prolongan la onda expansiva de su paso por el mundo. Su obra derribó la pared que separa lo público de lo privado, filmando su innegable continuidad.
El cine es su medio de vida, en todos los sentidos de la palabra. Tarkovski dio una vez un solo consejo a los jóvenes cineastas: que filmen de la misma manera en que viven, que no disocien sus películas de su existencia. Fassbinder es el único que tomó esta recomendación al pie de la letra: para él no hubo vida fuera de su obra. Cuando el 10 de junio de 1982, hace 40 años, lo encuentran muerto en su habitación, su cuerpo estragado por las píldoras, el alcohol y la cocaína, en su cama hay papeles de al menos seis proyectos: la vida de Rosa Luxemburgo; una ópera en coautoría con su amigo Peer Raben, músico inescindible de sus imágenes; la puesta teatral de Un tranvía llamado deseo; un proyecto para televisión y un largometraje en etapa de preproducción titulado Yo soy la felicidad del mundo, que cuenta la historia de cuatro individuos que fracasan como detectives y triunfan como estrellas de rock. En ese momento, Querelle, la que en definitiva será su última película, todavía está en proceso de edición.
En una entrevista de 1971 Fassbinder dice: “El trabajo puede ser el único tema que hay. ¿Qué otro? La mayoría de la gente trabaja cada día a lo largo de cincuenta años de vida, y sigue trabajando cuando vuelve a casa. Difícilmente esta gente tenga una vida privada de la que hablar. Se podría decir que el trabajo es su vida”. Van Gogh, en una carta a su hermano Theo, da en la tecla: “siento hasta el extremo de quedar moralmente aplastado y físicamente aniquilado la necesidad de producir”. Vincent lo llama “el mal de producir”. Este mal es verdaderamente un bien, porque abre la desesperación que, de otra manera, quedaría confinada al mundo privado.
El mundo privado no es así no más el mundo íntimo. Abrir la desesperación no significa exponerla a la mirada ávida de los chismosos. En cuanto a Fassbinder, el periodismo amarillo se dedicó a contar los chismes. Con todo eso no se abre un milímetro la desesperación de la manera en que el cine de Fassbinder lo hace. Abrir la desesperación es hacer salir a la luz (a la luz íntima de la que el arte es capaz, no al narcisismo vacuo de la era de las redes sociales) lo que la desesperación es.
Las películas de Fassbinder exponen casi siempre casos desesperados. El por qué de la locura del Sr. R. no es una película fácil de ver por varios motivos: como gran parte de la obra de Fassbinder y todavía más que en otros casos, es muy difícil encontrarla en alguna plataforma. La otra dificultad para ver El por qué de la locura del Sr. R. es de índole emocional: es un planteo extremo que solo se soporta con una considerable dosis de malestar. Se goza mórbidamente por su violencia formal, que logra una especie de hipnosis depresiva. Forma parte del período inicial de su obra, 1970, la época en la que Fassbinder hacía seis largometrajes por año. Su título original es Warum läuft Herr R. Amok? y está codirigida con Michael Fengler. Fassbinder declaró alguna vez que esa película no le gustaba. Más allá de sus preferencias subjetivas, su potencia rotunda expone la posición artística de Fassbinder mejor que todas las que había hecho hasta ese momento. Quien viera solo esa entre sus decenas de películas se llevaría una definida noción de su singularidad.
La narración está planteada en largos planos secuencia, cámara en mano, luz natural, cronología lineal, como si Fassbinder se hubiera propuesto anticipar y llevar a la cúspide las normas que años después vulgarizó el Dogma 95. El Sr. R. tiene la cara y la voz de Kurt Raab, extraordinario actor y colaborador esencial de la obra fassbinderiana. R. parece un tipo manso, pasa la mitad de su vida en la oficina, junto con otras personas igualmente mansas; acompaña manso a su mujer cuando hay que ir ver a la maestra de su hijo porque el chico tiene problemas de atención. En las reuniones con parientes o vecinos, a R. se lo ve un poco abstraído. Su voz es suave, sin el menor asomo de alguna inflexión brusca. Su cara impávida se parece a la de Buster Keaton, pero los ojos de R. no trasmiten melancolía sino una sorda desesperación.
Una de las escenas más tristes de toda la historia del cine: R. va a una disquería buscando una canción para regalarle a su esposa. Se transforma de inmediato en el objeto de la sorna de las vendedoras, que contestan con risitas ahogadas a los intentos de R. de tararear la melodía. "Es una canción muy triste con un montón de sentimiento" dice él y al cantar desnuda su ausencia de gracia. La escena al principio parece cómica y uno puede reírse desde la platea más abiertamente que las vendedoras en la pantalla. La risa se corta cuando uno se da cuenta de que el propio R. percibe la burla y se entrega manso a ella, difícil olvidar esta situación: parece que él mismo acepta ser despreciado. La falta de tensión con que todo transcurre es desesperante. La situación traza una espiral descendente que arrastra consigo todo humor y nos hunde en lo oscuro. Es la célebre mirada fría que Fassbinder echa hacia el acuerdo entre víctimas y verdugos.
La iluminación es plana y la cámara deriva de una situación a la otra sin hacer germinar ningún dramatismo. De pronto, la mansedad de R. se troca en liberación a través del crimen brutal y el suicidio. Unos años después, el mismo Kurt Raab personifica en Bolwieser a un ferroviario cornudo con la misma irritante sumisión. Otra vez las burlas y las risas ahogadas, otra vez la complicidad de la víctima y sus ojos muertos; pero esta vez Fassbinder ya no le concederá ni siquiera la piedad del suicidio.
Si su cine abre la desesperación, no es principalmente por la temática que toca, sino porque en sus películas la desesperación es puesta en obra. Fassbinder despliega su energía, no como desborde de fuerza, sino en el sentido clásico de energeia: la verdad se abre paso a través de un mundo que, por otra parte, se cierra continuamente. Para que la verdad se abra paso no alcanza con un artista genial: hace falta que el espectador esté dispuesto a colaborar. No es posible percibir el trabajo del artista cuando se lo considera como un ciclo clausurado. De esta manera se lo neutraliza, reduciéndolo a una serie de rasgos previsibles que el autor diseminó acá y allá, idéntico a sí mismo. El espectador viene detrás, recogiendo las migajas. Cuarenta años después de su muerte, el cine de Fassbinder no está hecho: está haciéndose. Si el espectador hace su parte, puede seguir los movimientos de esa obra. En ese caso, la cantidad de películas, los cambios de registro, de tonalidad, de “género” que se registran de una a otra, aparecen ya no como mero activismo, como un gusto por la cantidad o la variedad, sino como seriedad para con la obra. Ese compromiso reclama (espera, ama) una actitud análoga del espectador.
Veamos entonces la energía fassbinderiana en acción: El por qué de la locura del Sr R. es su cuarto largometraje y también el cuarto que filma en 1969. En abril hace El amor es más frío que la muerte, en agosto Katzelmacher, en octubre Dioses de la peste y en diciembre Sr R. En la entrevista que da a Christian Thomsen en 1971 Fassbinder dice que hace dos tipos de films: los de género -veremos lo que esto significa- y los de temática pequeño-burguesa. Esta alternancia se comprueba en su cosecha 69: la primera y la tercera película son películas de gangsters -si bien gangsters godardianos-; Katzelmacher y Sr R. son historias pequeño-burguesas. En Katzelmacher unos jóvenes de clase media y existencia tediosa transforman a un inmigrante griego -encarnado por el propio Fassbinder- en objeto de sus fobias y sus deseos ocultos. Es la primera aproximación del autor al tema del racismo de las buenas gentes. El mecanicismo de la puesta en escena, la inexpresividad de las actuaciones, la repetición de unos pocos espacios configuran un estilo que, se propone Fassbinder, hace "que el espectador vea que se relaciona con su propia vida, pero al mismo tiempo, por la forma en que se lo comunica, le permita tomar cierta distancia para reflexionar sobre lo que está viendo". En El por qué de la locura del Sr R. incorpora el color y la cámara en mano, en tomas de 8 a 10 minutos sin cortes. El aplanamiento dramático que consigue nos sumerge en el clima de asfixia que apenas se afloja en la matanza final.
Pero el temple Fassbinder no le permite sentarse a descansar sobre estos logros, por más efectivos que resulten. En enero de 1970, en Río das Mortes, cruza los caracteres y los procedimientos de sus films de gangsters y de las historias pequeño-burguesas. Así, en este pequeño film hecho para la televisión, empiezan a delinearse los rasgos más reconocibles de su autoría: caracteres construidos desde la fotogenia de sus actores más que desde el psicologismo, estiramiento del tempo dramático, una típica "falta de elegancia" en el vestuario y la ambientación y un aire de melacolía combinado con una comicidad oscura que inquieta la sintonía del espectador con los personajes. Este estilo va a florecer en los años siguientes en un puñado de obras maestras: Pioneros en Ingolstadt, El mercader de las cuatro estaciones, El viaje a la felicidad de Mamá Küsters y Sólo quiero que me amen.
La angustia corroe el alma es algo así pero también otra cosa: su película más sincera y pura. Una cumbre del cine de todos los tiempos.
Tampoco descansa Fassbinder en estos hallazgos: apenas tres meses después de Río das mortes, va a España a filmar Whity, presuntamente su ingreso a la superproducción después de tantas small movies. En ese contexto, el activista insomne hace lo que menos se espera: un desconcertante mix de spaghetti western y kabaret brechtiano, para contar otra ambigua historia en la que el amo juega al esclavo. Los biógrafos abundaron en chismes coloridos acerca del turbulento período por el que atravesaba entonces la pareja de Fassbinder con Gunther Kaufmann, el protagonista de Whity, que desmadró el rodaje: ataques de celos, borracheras, autos chocados, un estado de permanente sozobra. Cuando la película se exhibió en el Festival de Berlín fue abucheada por el público y los críticos empezaron a preguntarse si el fenómeno Fassbinder no era en realidad un bluff. Whity no llegó a estrenarse comercialmente y se la puede considerar una película fallida. Sin embargo, también salto adelante de la alianza artística del director con el músico Peer Raben, otro "colaborador íntimo", quizá el artista más sólido que haya trabajado con Fassbinder.
La partitura de Whity es desconcertante y lleva el vínculo entre imagen y sonido hacia una tensión máxima. Esto se conjuga con un estilo de actuación letárgico y un extremo hieratismo de la puesta. Este film fallido es la primera estación de un viaje en el que Fassbinder y Raben nos llevarán hasta Querelle. En la que será su última película, todavía se leen los rastros de Whity, sobre todo en la exploración del espacio dramático del bar, en el que personajes masculinos estáticos despliegan su juego de miradas deseantes, mientras la figura femenina (Schygulla en Whity; Jeanne Moreau en Querelle) comenta la tensión existente a través de sus extrañas canciones. En ambas películas la pantalla ancha descompone cinematográficamente un espacio dispuesto de modo teatral. Ver las dos películas rodadas con 12 años de distancia una después de la otra permite apreciar el trabajo de estilización llevado a cabo por el director y su compositor a través de los vaivenes de su obra profusa. Pocos antes de su muerte, Fassbinder está ensayando un giro estilístico que acercaría su cine a algún tipo de experiencia religiosa; y para eso revisita aquel lejano antecedente de un film considerado fallido. Querelle trasmite la rara sensación de ser una obra terminal y a la vez la apertura de un nuevo ciclo.
EL 40° aniversario de su muerte es también el del estreno de Querelle, una película que todavía apunta a un futuro del cine inexplorado. Querelle es su largo número 41, sin contar las series y telefilmes que también hizo.No hay un estilo Fassbinder sino tres, cuatro. Pero Querelle no parece encajar totalmente en ninguno de ellos. Cuando se estaba muriendo, estaba reinventándose como cineasta, reinventando el cine. A Querelle, no una adaptación de Jean Genet al cine, sino una película sobre Querelle de Brest, la novela de Genet -como avisan los títulos, no le cabe ninguna de las acepciones de la palabra "adaptación". Fassbinder no acerca a Genet a su mundo sino que se aleja de sí, genera nuevas miradas para la obra cinematográfica que ya en su estreno fue recibida con comprensible desconcierto. Entre la cinefilia obediente de hoy resultará más rara. Tensión formal es la noción a la que acudir para nombrar su anomalía. Si un rasgo persiste en el gesto fassbinderiano, es el de desconcertar los hábitos por los que un espectador acomoda su ojo, su oído y su identificación ante a lo que ve y oye. Algo está fuera de lugar en su cine, a veces casi todo está fuera de lugar. Eso se ve en las picos de su extensa obra: la ya citada La angustia corroe el alma, su episodio para el film colectivo Alemania en otoño (1977), En un año con 13 lunas (1978) y finalmente Querelle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario