todos estamos igual

viernes, 17 de junio de 2016

Angeles caídos

La paradoja Dylan


And in your lonely flight
Haven’t you heard the music in the night
Wonderful music
Faint as a will o’ the wisp, crazy as a loon
Sad as a gypsy serenading the moon.

Al comentar Fallen Angels, el disco que Bob Dylan acaba de editar, el sitio web Consequence of sound cita el célebre verso de "It's Alright, Ma (I'm Only Bleeding)" que dice que "el que no está en trance de nacer, está en trance de morir". El autor de la nota ironiza con que, en el caso de Dylan, es difícil distinguir sus momentos de renacimiento de los de decadencia. El comentario muestra la dificultad que la crítica y el público siempre tuvieron para asimilar cada movimiento de Dylan. El desconcierto fue la reacción más común que él provocó con cada mutación desde el momento en que decidió sacarse de encima el mote de ser "la voz de su generación". Esa primera gambeta generó oleadas de furia, pero ese corrimiento de las expectativas que había despertado también le permitió convertirse en fundador de la canción popular moderna. A mediados de los 60, con la increíble seguidilla de Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde se lo llegó a llamar el "Picasso del rock". Fue su primera edad de oro.

Pero cuando todos habían asimilado el giro brusco que lo alejó del movimiento folk de izquierda, él volvió a cambiar. Se había consolidado como emblema hipster cuando un oportuno accidente de moto lo sacó de escena por varios meses. Al volver, desconcertó otra vez a todos con una voz raramente engolada, un giro hacia la tradición country y algunos discos de covers (¡uno de ellos lo tituló sarcásticamente Self Portrait!) que enfurecieron a la crítica y fueron sospechados como gestos de burla hacia el mercado o hacia sus propios fans, si es que quedaba alguno de los del principio. Lo cierto es que ese zigzagueo entre la canción de autor y la vuelta a los géneros tradicionales terminó por ser su trazo más típico, una especie de dialéctica entre modernidad y clasicismo por la que aspiró a abarcar todos los casilleros. Sus recurrentes escapadas hacia etapas pre-dylanianas de la música americana se constituyeron como una de las subtramas de su obra. "No estoy ahí, ya me fui" es quizás la frase que mejor lo caracteriza, como si la negación y la negación de la negación constituyeran su identidad. Dylan siempre jugó con el hermetismo de sus intenciones y muchas veces a lo largo de su carrera pareció imposible saber qué pasaba por su cabeza: ¿ironía, desdén, desvarío, falta de inspiración, boutade, genialidad inapresable? Cada disco suyo desencadenaba sobre-interpretaciones infinitas u oleadas de indignación. Cada tantos años se le antojaba retornar como "Dylan, the songwriter" y vuelta a empezar. Quizás no habría que buscar un rostro oculto detrás de la máscara, quizás su máxima ironía fuera ser literal y hacer que los otros interpretaran lo que se les ocurriese.

John Lennon, desde el principio, pareció advertir el truco de Dylan: "No es lo que dice, es cómo lo dice".


Desde 1989, con la edición del disco Oh Mercy, producido por Daniel Lanois, y el comienzo del Neverending tour (que, efectivamente, nunca termina) Dylan empezó a transitar su segunda edad de oro. Pero en medio de ese renacimiento editó un par de discos con canciones tradicionales, acompañado solo por su guitarra acústica: Good as I Been to You y World gone wrong. Dos discos buenísimos que fueron recibidos otra vez con desconcierto: algunos llegaron a decir que el agotamiento de su inspiración lo llevó a buscar refugio en viejas canciones folklóricas. Pocos años después grabó uno de los mejores discos de su larguísima carrera: Time out of mind, seguido por otras dos cumbres: Love and Theft y Modern Times. Así que la inspiración no se le había acabado, solo parece que Bob la administra a su manera, sin consultarnos.

La primera década del siglo xxi lo encontró muy inspirado. Pero de pronto se le ocurre sacar un disco de villancicos, Christmas in the Heart, distribuido por una revista de jubilados (!). Y en 2015 empieza un díptico formado por Shadows in the night y, hace pocas semanas, Fallen angels, discos en los que Dylan se dedica a interpretar viejos standards del repertorio americano, la mayoría anteriormente cantados por Frank Sinatra, lo que volvió a fruncir ceños: el hombre de la voz nasal, agrietada por años de rutas y escenarios, se vuelve crooner para medirse nada menos que con The Voice, la especie de artista al que el joven Dylan había venido a desplazar en los años 60. Entonces se vuelve a hablar del "fin del ciclo Dylan". Pero puede que no se trate de un truco esta vez: en su never ending tour, a lo largo de más de 25 años, él vino metiendo en uno u otro show alguna de estas viejas canciones. No parece haber el menor gesto de ironía en esta recuperación. Quienes hayan escuchado el programa de radio que hizo entre 2006 y 2009, Theme Time Radio Hour, saben que Bob ama este repertorio tradicional y parece rescatar ahí una concepción de la música popular que hoy es anómala respecto del paradigma pop dominante. En Love and Theft, él había cantado "my future is a thing of the past". Quizás haya que tomarlo en serio. Puede ser que manifieste así una disidencia respecto del estado de la música, de cómo se la concibe, produce y consume. Si es cierta esta tesis, él está retorciendo las nociones comunes sobre clasicismo, modernidad y vanguardia. Volviendo a Lennon -a quien Bob homenajea en su disco Tempest-: tal vez haya llegado el momento en que sea lícito decir Dylan, The Voice.

Shadows in the night y Fallen angels son discos de una temporalidad extraviada: grabados con los músicos tocando juntos, en muy pocas tomas, solo con instrumentos analógicos, con arreglos hiper destilados que generan un extrañamiento hacia esas canciones que en su momento fueron acompañadas por las grandes bandas de los años 40 y 50, temas que habían sido cantados por las voces más tersas de América, entran ahora en el sistema Dylan: "no es lo que dice, sino cómo lo dice". Dylan trata estos standards con un esmero que respeta cada nota de la melodía original, algo que no hace con sus propias canciones, a las que se complace en volver irreconocibles. Pero resulta que el crooner tiene esa voz que todos conocemos, su nasalidad, sus grietas y la dicción que es su marca inconfundible. El parco, delicadísmo acompañamiento instrumental, en el que la pedal steel guitar de Donnie Herron hace las partes que en las versiones tradicionales tocaba toda una sección de vientos, no está para revestir la fragilidad de su voz sino para ponerla en evidencia. Y el criterio de romanticismo algo demodé con que los temas están elegidos genera un efecto de sutil distanciamiento: no es que Dylan se distancie de esas canciones a las que seguramente ama -de hecho cualquiera de ellas conviviría con naturalidad mezcladas con las suyas propias de algunos de sus últimos discos- sino que se distancia de la sensibilidad actual. Esta música parece suceder no en el siglo xxi, tampoco en los años 40 del siglo pasado, sino en un pliegue nocturno del tiempo.