por Lidia Ferrari
Hubo un tiempo en que nos gobernaba la idea de que el amor vence al odio. Lo vivíamos. Probablemente porque nos sentíamos amparados por una conductora que lo practicaba, ya que soportaba cotidianamente la mentira infamante y nunca respondía en ese nivel. El mundo de afuera, el mundo mediático, el de la oposición, era puro insulto, pura ofensa, pura mentira. Como ella, no queríamos caer tan bajo como los miserables que, a falta de argumentos, insultaban, fomentaban el odio y la angustia. Un ataque que se realizaba, sobre todo, a través del odio que inoculan las palabras injuriantes.
Vivíamos en el mundo en que el amor vence al odio. Pero ganaron quienes fomentaron el odio refugiados tras un velo de ingenuidad y alegría. Lo siguen fomentando. Pero ahora, cuando sentimos la ausencia de quien nos pacificaba, entramos a dudar si el amor vence al odio. Piano, piano se ha hecho carne en la forma de la convivencia social, se ha diseminado esa manera provocativa, agresiva y hostil de tratar al otro, ya no sólo al de la vereda de enfrente sino al que está de tu lado. La han inyectado a través de la forma de hablar en los programas de televisión, en la calle, en el taxi. Quienes pierden la paciencia ante la injuria y la provocación ajena peligrosamente pueden tomar dos vías: o se deprimen y melancolizan o se vuelven agresivos y responden de manera similar a esos insultos que fueron recibidos gota tras gota, chorro tras chorro durante doce años. Porque una sociedad no puede permanecer inmune al derrame de insultos, agravios y violencias.
El riesgo es que ya no creas que el amor vence al odio y no podamos controlar el veneno que fueron inoculando. No se trata de vos y de yo. Se trata de todo un cuerpo social que hay que preservar de esa violencia y ese fomento del odio que desde grandes poderes hegemónicos están diseminando (no solamente en Argentina). Ese odio que se pasa al otro, al semejante, al de la vuelta de la esquina. Ese sutil y no tan sutil acostumbramiento a putear, a provocar, a insultar. Cada ser singular, sazonado así día tras día, se está cocinando en la violencia, en la intemperancia. Imaginemos lo que le puede pasar si pierde “su” selección de fútbol. Algunos dicen que ese odio inoculado necesita descargarse, que cuando alguien te insulta y te ofende, tenés que responder, porque si no te cargás vos de odio. No estoy tan segura de que sea necesariamente así. Quizá sea cuestión de distancia crítica para estar a la altura de entender lo que sucede y enfrentarlo con inteligencia. Sin dudas, se trata de entender que existe una poderosa fuerza que intenta conmover tus cimientos insultándote, maltratándote con el discurso, agraviando tus ideas. Será preciso una resistencia que también tiene que ser discursiva para no caer tan bajo como pretenden. Porque, como decía Freud, cuando se empieza a ceder con las palabras, se termina cediendo en las cosas. Se trata de tu lengua, esa que puede llenarse de poesía y gracia. Esa, tu lengua, que te permite ser irónico y sagaz, sin puteadas. Si se apropian de nuestra lengua, de nuestra manera de hablar, de nuestra manera de estar con los otros, se apropiarán de todo.
Si alguien, alguna vez, te convenció de que el amor vence al odio, no fue para amar a tu enemigo, sino para cultivar un temple que no se deja arrastrar por la hostil provocación que pretende socavar tu manera de hablar. Saben que si imponen sus palabras, socavarán tu corazón y tu pensamiento.
1 comentario:
Creo que fue Ernesto Sabato quien alguna vez se preguntaba si no sería que quizás nos había tocado vivir en un tiempo histórico en el que el mal prevalecía sobre el bien.
Intentaba ser una mirada medianamente optimista; quizás hubiera otros tiempos en que la balanza se inclinara en favor del bien.
Que el amor venza al odio se puede suponer cierto al interior de algunas personas, varias de ellas canonizadas.
Como expresión terminante y definitiva, la pongo en duda.
El amor, expresado como un valor por fuera de las personas, así como el pretendido determinismo histórico, nos coloca en una situación expectante a la espera de que, por razones ajenas a nuestro accionar, finalmente nos sea otorgado lo que desde siempre y por derecho propio nos merecemos.
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