Fotografía: CC BY-NC-ND 3.0 - M.A.F.I.A
por Esther Díaz
Esas piernas peludas, musculosas, veloces. Esos traseros increíbles, redondeados, duros, perfectos. Una masa viril apelmazada, compacta. Tirándose unos encima de otros amontonándose más y más y más. Bólidos humanos chocando de manera brutal. Testosterona, abundancia escandalosa de testosterona. El mismo día que Los Pumas parecían arañar el título mundial, en su país de origen se jugaba otra semifinal. Que las dos contiendas ocurrieran el mismo día dejaba bien en claro qué se juega en un mundial deportivo y qué se juega en una elección nacional. Una película invisible se interpone entre el celeste y blanco deportivo y el celeste blanco a cuya sombra se dirimen cuatro años de gobernabilidad.
El desencanto por la derrota de los chicos del rugby me resultó tan decepcionante como efímero. El magro primer puesto del candidato al que había votado me suscitó huellas dolorosas y presentimientos inquietantes. El cuerpo recuerda sus heridas: la gente de alta alcurnia que siempre apuntaló los golpes de Estado, el neoliberismo, las úlceras posteriores. Aunque el 25 de octubre de 2015 hubo una novedad: los adinerados, los terratenientes, en fin, los que defienden intereses extranjeros y sus lacayos, que también son de derecha, por primera vez -desde que superamos el fraude patriótico- amenazaban con asumir el poder por elecciones democráticas y no por golpe militar, como lo estuvieron haciendo intermitentemente desde que nos independizamos de España (y antes también, recordar las Invasiones Inglesas).
Los últimos treinta años representan el período democrático más extenso que vivió la gente de mi generación. Pero ese domingo después de la primera vuelta (dejando ahora de lado los periodos ilegales antes citados) no pude dejarme embriagar por la alternancia democrática que se venía dando desde que tengo uso de razón: radicales o peronistas.
Un detalle no menor: los radicales de 2015 ya no son los de la Reforma Universitaria de 1918. No me referiré -en esta oportunidad- a la entrega actual de un partido tradicionalmente moderado, como el radical, a las minoritarias pero poderosas fuerzas de la derecha política. Dejad que los muertos entierren a sus muertos.
Me detendré por el contrario en algo que ocurrió una semana después de la contienda nacional que forzó el balotaje. Como si fuera una advertencia de lo que estaba por venir, el día de todos los santos aparecieron grupos de argentinos disfrazados de zombis, de brujas, de calaveras. Iluminaban calabazas festejando una fiesta que no es nuestra sino de quienes han expoliado sistemáticamente a los pueblos sobre los que avanzan. ¡En la Argentina se comenzó a festejar Halloween! Al recordar esa explosión de festividad foránea lo experimento casi como una premonición de lo que estaba por suceder a nivel político.
Ahora bien, retrocedamos un poco en el tiempo, regresemos al domingo de la primera vuelta. Cuando murió ese día me encontraba en una especie de estupor. Quedé anonadada por la pequeña diferencia que surgió de las urnas entre los dos candidatos favoritos. No entendía nada y jamás, hasta entonces, me había movilizado en pos de la gran política. Siempre me interesó la micro, la que se hace desde el barrio, o desde el aula, o desde grupos que luchan por injusticias no menores pero sí puntuales, locales aunque con posible impacto en lo macro. Comprendí que había creído que el “Nunca más” no era únicamente respecto del terrorismo de Estado, sino también respecto de entregar el país a quienes se dejan dirigir desde los intereses imperiales. Y la lucidez que me faltó despierta me aconteció dormida: soñé que incontable cantidad de personas invadían mi casa, se comían mi comida, se llevaban mi sueldo y hacían desaparecer mi tarjeta bancaria. Festejaban con algarabía desinflable y asolaban mi hogar.
Como si una fuerza sobrenatural me hubiese arrancado de la pesadilla me encontré sentada en la cama recordando el austral, la inflación, el rodrigazo, los despidos colectivos, el corralito, las familias que quedaron sin hogar y, por primera vez en mi vida, decidí militar por quien creí que nos podía salvar de caer otra vez en manos del neoliberalismo. Pero fui nuevamente ingenua: conseguí conexiones con los que manejaban la cultura del candidato que se oponía a los oligarcas. ¿La respuesta? No sabe, no contesta. Después de la derrota me enteré por los medios que uno de esos puntales ya tenía cargo asegurado en la nueva gestión. ¡A buen puerto fui por leña!
El tiempo pasaba alarmantemente y de La Plata no me llegaban respuestas. Tomé entonces una decisión dolorosa (para mí) pero necesaria: regresé, por primera vez en ocho años, a las redes sociales. Me hacen mal. Me siento absurdamente exhibida, no sé manejarlas, su exposición sin cuerpo me irrita. Pero remé, remé y remé. Escribí, publiqué, y me lancé. Fui a ciertos medios (no a los marketineros), hablé a cuanto micrófono me pusieron delante. También salí a la calle, a cuanta manifestación se hizo para apoyar al candidato que, desde mi perspectiva, podía paliar la entrega del país a las aves carroñeras. Observé, no sin desgarro, que la traición no era prioridad del bando opositor. Pero traté de hacer caso omiso. Seguí, puse la cara, el cuerpo, la palabra. Por tres semanas devine militante.
Devenir es como habitar el pliegue de una ola. Dejarse llevar por fuerzas que nos transportan con independencia de nuestra voluntad. Siempre devenimos algo diferente de lo que somos pero sin perder nuestra singularidad. Se deviene sujeto colectivo. Un devenir puede durar un instante o un tiempo indefinido pero no se mensura por sus resultados sino por su proceso. Se deviene siendo. Es una línea de fuga del deseo que nos atrapa, nos quita el sueño, nos calienta sexualmente pero sin objeto sexual. Sexo animal, sexo sin categorizar. Es deseo fluyendo y constituyendo agenciamientos sociales. Supe la maravilla de reír con desconocidos, de abrazarme con gente que nunca volveré a ver, de cantar, de que mi voz se perdiera en otras voces y de que mi cuerpo deviniera imperceptible o, mejor dicho, deviniera solo cuerpo. Sin edad, sin codificaciones, mero deseo. Éramos un conglomerado de diferentes que encontrábamos una ola para dejarnos fluir, una alfombra mágica para volar, una sola garganta para gritar.
El devenir es el presente de la historia. Cuando la realidad del 22 de noviembre de 2015 se impuso en el balotaje y ganó la democracia -aun cuando no había ganado aquel por quien me había movilizado- valoré haber sido parte de aquella experiencia. Eso no me quitó la tristeza de haber sido y el dolor de ya no ser. Pero la satisfacción de haber devenido es mayor que el desencanto de haber perdido. El devenir, repito, no se mide por los resultados inmediatos. Es un acontecer puro que puede o no resurgir en el futuro, pero que vale por sí mismo y por sí mismo rescato el haber tenido la suerte de ser arrastrada por aquel torbellino. Así como los grandes amores que frecuentemente terminan mal, pero nada ni nadie les puede quitar su esplendor ni la maravilla de haberlos gozado. Su equivalente en el devenir político es el milagro de la fusión colectiva espontánea. Sin líderes, sin conductores.
“¡Ay de los pueblos que necesitan un conductor!” dice Nietzsche, pues son rebaño. En cambio quienes se pierden en un devenir se transforman en manada, en fuerza pura, en pasión nómade e incierta. No especulan, se arrojan a la hoguera. Pero después del desencanto del balotaje mi ímpetu se agotó. Dejé entones la “militancia” para quienes tienen vocación de hacerla constantemente, en realidad para los verdaderos militantes. El país y el Estado los necesita.
Ahora los acompaño desde otro lugar: el estudio de la filosofía, la creación de conceptos, la crítica, la escritura, la trasmisión de cultura, el poner el cuerpo por las ideas liberadoras, no discriminatorias, vitales, joviales. ¿No me entristece que el país sea entregado otra vez a la voracidad de los pocos que tiene mucho? Sí, demasiado, pero no pasó lo peor. Estamos en democracia y ella en cualquier momento nos puede llevar a otro devenir.
No estoy de acuerdo con quienes se manifiestan en contra de la resistencia ante un gobierno democrático (lo dijo, en los días del traspaso del poder, un periodista de un diario supuestamente partidario de la fuerza que perdió la elección): “No se resiste a un gobierno democrático”. ¿Cómo qué no? Señor, creo que está equivocado, a un gobierno democrático, cuando viola los pactos establecidos en su discurso de campaña o cuando vulnera los derechos adquiridos por el pueblo, se lo resiste, pero democráticamente: manifestando, argumentando, caminando silenciosamente como las chicas de Catamarca en el deleznable crimen de los noventa (bueno, en uno de tantos), o expresándose sin distinción de clases como en el 2001 cuando un gobierno legítimo pretendió imponer el estado de sitio.
Nunca sabré si en mi devenir militante -breve para los tiempos históricos, inconmensurable para el existir- logré un solo voto a favor o en contra de lo que defendí. Pero sé, en cambio, que la subjetividad se sostiene en la vida y una vida es intercambio, contagio, derrames y absorciones. Sé que durante aquellos días me desprendí de códigos entorpecedores, me emancipé de mí misma y me perdí en lo colectivo. Gracias a la vida bramé con todas mis fuerzas, devine, devinimos y fuimos quienes realmente debíamos ser.
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