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sábado, 17 de junio de 2017

Arte y verdad / Van Gogh, el suicidado por la sociedad

Hoy 17:00 en Patologías Culturales, FM 88,7, online


por Antonin Artaud

Me apasionó durante largo tiempo la pintura lineal pura, hasta que descubrí a Van Gogh. En lugar de líneas y formas, él pintaba cosas de la naturaleza inerte que parecían movidas por convulsiones.

E inerte.

Como bajo el espantoso ataque de ese impulso de inercia al que todos hacen alusión con medias palabras, y que jamás ha sido tan turbia como desde que la totalidad de la tierra y de la vida actual se confabularon para aclararla.

Pero son mazazos, verdaderos mazazos los que sin cesar dispensa VanGogh a todas las formas de la naturaleza y a los objetos.

Los paisajes cardados por el punzón de Van Gogh, exponen a la vista su carne hostil,

el rencor de sus entrañas reventadas,

que, por lo demás, no se sabe qué insólita fuerza está metamorfoseando.

Una exposición de pinturas de Van Gogh siempre es un acontecimiento relevante en la historia,

no en la historia de las cosas pintadas sino en la historia misma histórica.



Ya que no hay epidemia, terremoto, hambre, irrupción volcánica, guerra, que separen las nómadas de la atmósfera, que tuerzan el pescuezo a la torva cara de fama fatum, el destino neurótico de las cosas,

como un cuadro de Van Gogh -expuesto a la luz del día,

puesto directamente anta la vista, el oído, el aroma,

el tacto,

en las paredes de una exposición-,

disparada por fin como novedosa en la actualidad cotidiana, puesta en circulación otra vez.

En el palacio de L'Orangerie durante la última exposición no se exhibieron todas las telas de mayor formato del desdichado pintor. Pero entre las que figuraban había suficientes desfiles dando vueltas, salpicados con penachos de plantas de carmín, senderos desiertos coronados por un tejo, soles azulinos girando sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo", y autorretratos de Van Gogh,

para no olvidar de qué sencillez elemental de objetos, elementos, personas, materiales,

obtuvo Van Gogh esas calidades de acordes de órgano, esos fuegos de artificio, esos climas de epifanías, esa "Gran Obra", en fin, de una constante e intempestiva transformación.



Los cuervos pintados dos días antes de morir no le abrieron, más que sus otras pinturas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero a la pintura pintada, o más precisamente a la naturaleza no pintada, le abren la puerta secreta de un más allá posible, de una constante realidad posible, a través de la puerta abierta por Van Gogh hacia un misterioso y temerario más allá.

No es algo que suceda a menudo que un hombre, con la bala del fusil que lo mató en el vientre, pinte cuervos negros y una especie de llanura debajo de ellos, posiblemente lívida, vacía de todos modos, en la que la tonalidad de borra de vino de la tierra se contrasta furiosamente con el amarillo sucio del trigo.

Pero, aparte de Van Gogh, ningún otro pintor hubiera podido encontrar, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "banquete fastuoso" y al mismo tiempo excremencial, de las alas de los cuervos asustados por los fulgores declinantes del crepúsculo.

¿Y la tierra, allí, de qué se queja, bajo las alas de los dichosos cuervos, dichosos sin duda sólo para Van Gogh, y ostentoso presagio, además, de un mal que ya no ha de incumbirle?

Ya que hasta entonces nadie como él había transformado la tierra en ese trapo mugriento empapado en sangre y retorcido hasta extraer vino.

En la tela hay un cielo muy bajo, aplanado, violáceo como los bordes del rayo.

La inusitada franja tétrica del vacío se eleva en relámpago.

A escasos centímetros de la parte alta y como viniendo de la parte baja de la tela, Van Gogh soltó los cuervos como si soltara los microbios negros de su bazo de suicida,

siguiendo la grieta negra del trazo donde el aletear de su suntuoso plumaje hace pesar la amenaza de una sofocación desde lo alto sobre los preparativos de la tormenta terrestre.

Y, sin embargo, toda la pintura es espléndida. Pintura espléndida, suntuosa y serena. Acompañamiento digno para aquél que, mientras vivió, hizo girar tantos soles embriagados sobre tantas parvas resistentes al exilio y que, con una bala en el vientre, desesperado, no pudo dejar de ahogar con sangre y vino un paisaje, inundando la tierra con una última emulsión resplandeciente y tétrica a la vez, que tiene gusto a vinagre pasado y vino agrio.

Por eso la tonalidad de la última pintura de Van Gogh, quien nunca sobrepasó los límites de la pintura, evoca la entonación bárbara y abrupta del drama isabelino más tenebroso, apasionado y pasional.


Lo que más me asombra en Van Gogh, el pintor de todos los pintores, es que, sin escapar de lo que se llama y es pintura, sin dejar de lado el tubo, el pincel, el encuadre del motivo y de la tela, sin apelar a la anécdota, a la narración, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza propia del tema y del objeto, logró infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal grado que cualquier cuento fantástico de Edgar Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d'Arnim o de Hoffmann, no aventajan en nada, dentro del terreno psicológico y dramático, a sus telasde dos centavos,

sus telas, por otro lado, casi todas de dimensiones sobrias, como respondiendo a un fin predeterminado. Una vela sobre una silla, un sillón de paja verde trenzada, un libro sobre el sillón, y el drama se esclarece. ¿Quién está por llegar?

¿Tal vez Gauguin o algún fantasma?

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