viernes, 17 de agosto de 2018

Cuerpos alucinados

Carol (Todd Haynes, 2015) - Cuerpos capturados VII - Este sábado a las 19:30 en Ayacucho 483

El melodrama amoroso encuentra en el cine un rasgo que le resulta esencial: el carácter alucinatorio de la experiencia cinematográfica. Porque hay dos elementos sin los cuales el cine tal como hasta ahora se conoce no funcionaría: el registro y la alucinación. En dosis variadas cualquier película requiere una combinación de ambos. Cuando predomina uno de los dos, esto lleva a las películas hacia un lado u otro de sus rangos genéricos y estilísticos. El predominio del registro conduce hacia diversos grados del realismo y el documental, en los que la verdad irrumpe cuando la mirada es capaz de reconocer marcas de lo real involuntario. Pero hay otro involuntario igualmente potente: el de la ensoñación, que se da cuando predomina su instancia alucinatoria. Por eso el cine siempre fue un buen lugar para que se despliegue el éxtasis amoroso. 



El enamorado -la enamorada- vive algunos picos de su experiencia en medio de una alucinación feliz y a la vez angustiosa. Se busca la mirada de la Otra en un vértigo de sensaciones ensoñadas. Cuando las miradas se encuentran se libera una energía poderosa, que puja contra los límites del plano cinematográfico para que desborde más allá de sí. Todo climax amoroso produce un cine extremo, en la medida en que lo que vemos nunca nos alcanza. Esta experiencia es lo contrario del porno: cuando la imagen deseada se vislumbra fugazmente, el goce se potencia en un grado que la mera mostración pornográfica jamás alcanza. Por eso son tan emocionantes películas como Con ánimo de amar (Wong Kar-wai) o, sin ir más lejos, El ángel (Luis Ortega). Porque su capacidad alucinante crece en el detalle imprevisto, en los ojos húmedos, en el roce de los dedos, en el vapor de los alientos que se encuentran, el humo del cigarrillo, los vidrios empañados, los espejos. Cuanto menos se ve, más se siente.



Todd Haynes sabe bien todo esto porque lo viene haciendo desde hace rato. Su tratamiento destilado de la imagen se nutre de una iconografía que más se luce cuando proviene del cine de otras épocas. Como Wong en el Hong Kong de los 60 u Ortega en Vicente López de los 70 argentinos, Haynes se instala con deleite en una estilizada New York de los 50. En todos los casos, lo que aparece es una imagen evocada por los velos del recuerdo, un tiempo que en el mismo instante de verlo sabemos que se ha perdido. El amor ama el recuerdo. Kierkegaard dijo bien que la cima del estadio estético del amor se alcanza cuando se vive el presente como un recuerdo. No se requiere que sean años históricamente felices: al contrario, los contextos históricos adversos, los obstáculos del mundo funcionan como resistencias que estimulan la pulsión amorosa. Entre la incerteza del amor correspondido (¿me ama? ¿hasta cuándo seguirá amándome? ¿podré soportar cuando me deje?) y las barreras interpuestas por los otros, que funcionan como molestias para el anhelado encuentro a solas, se juega el tránsito irresistible del melodrama. 



Hubo melodrama en la ópera y en el folletín, pero el cine tiene tal variedad de recursos expresivos (los distintos tamaños del plano, el cadencia de los cortes que modelan la espía, los contraluces, las siluetas enmarcadas, las luces cambiantes, los cuerpos que se insinúan debajo de las ropas, se buscan, se ausentan, se rozan, despliegan todas las coreografías del acercamiento, el primer plano del brillo de los ojos, nada de lo cual puede disponerse en el folletín literario ni en la ópera) que hacen que el melodrama encuentre en él su hábitat ideal. El cine nació para hacernos traspasar una experiencia amorosa. Y con las películas hemos aprendido a enamorarnos mejor.

Carol es todo esto. Y algo más: en la New York invernal y puritana de los 50, quienes se enamoran son dos mujeres. Como es frecuente que ocurra en el melodrama, pertenecen a distintas clases sociales: Carol, la espléndida señora burguesa y Therese, la empleada de una gran tienda, joven y tímida. El amor las captura y la cámara nos captura para enamorarnos con ellas y de ellas: Cate Blanchet y Rooney Mara nunca se vieron tan hermosas. Si la cámara no se enamorara de ellas, la película no podría capturarnos. Algo parecido también ocurre en Con ánimo de amar con Maggie Cheung y Tony Leung, o en El ángel con Lorenzo Ferro y Chino Darín. El magnetismo que se establece se compone de tres: ellos dos y el que los mira. La cámara es la que va distribuyendo esa dinámica de miradas furtivas y el siempre elusivo fuera de campo.



Carol se basa en un folletín que Patricia Highsmith escribió en su juventud, a comienzos de los 50. Lo editó con un pseudónimo, Claire Morgan. Estaba haciéndose conocida y -todavía muy joven- su folletín lésbico no podría haberse publicado con su nombre real sin que su reputación se viera afectada. Highsmith elaboraba -y así encubría- en clave genérica una experiencia autobiográfica. Highsmith había sido "la chica de la tienda", el papel que en la película hace Rooney Mara. Es decir, desde que nació, la historia de Carol ya está capturada por la represión social, incluso desde la firma de la autora:. Highsmith estaba tan capturada en su deseo como para escribir sin poder firmarlo. Así como la narradora está capturada bajo una identidad simulada, el amor de Carol y Therese también. El extremo refinamiento femenino que Haynes les confiere a sus protagonistas, el sobrio manierismo de sus gestos, es una forma del trasvestismo. Fíjense cómo fuma Carol y después me cuentan (otra coincidencia con El ángel y Con ánimo de amar).



Judith Butler escribió algo en Cuerpos que importan (en el capítulo "El género en llamas") que puede aplicarse con asombrosa precisión al principio que organiza la película Carol:

"Afirmar que todo género es como el travesti o está travestido sugiere que la "imitación" está en el corazón mismo del proyecto heterosexual y de sus binarismos de género, que el travestismo no es una imitación secundaria que supone un género anterior y original, sino que la heterosexualidad hegemónica misma es un esfuerzo constante y repetido de imitar sus propias idealizaciones".



La hiperfemineidad con las que Haynes dota a Carol y Therese (que en el caso de Cate Blanchet llega a lo sublime) es una forma que asume el travestismo en el ámbito de la heterosexualidad hegemónica. En la indumentaria y en el estilo corporal de los puritanos años 50, la héteronorma está todavía más acentuada: de ahí la rigidez envarada que está obligado a encarnar el personaje del marido de Carol. Esa celebración de la femineidad es una forma travestida del femininismo y, también, de lo queer. Haynes es experto en eso: En I'm not here trasviste a Cate Blanchet en el momento más icónico del Bob Dylan de Blonde on blonde, así como en Velvet Goldmine feminizaba a Jonathan Rhys Meyers y Ewan McGregor. Aquí Blanchet está travestida en la mujer más seductora que el cine haya filmado. La película misma, entregada al goce del género (melodramático) practica una forma velada del travestismo. (En el cine también, parafraseando a Butler, todo género es travesti).

Carol despliega todas las armas de las que el cine es capaz para hacer que el deseo prohibido se abra camino.

Este sábado veremos y analizaremos Carol en el penúltimo encuentro del ciclo Cuerpos capturados, en Ayacucho 483.

1 comentario:

Liliana dijo...

Con ánimo de amar y Carol...o cómo filmar el deseo

"El cine nació para hacernos traspasar una experiencia amorosa. Y con las películas hemos aprendido a enamorarnos mejor."