Las casas tienen armazones blandas
y hay un lado que no tiene sol
y todos tienen una casa blanca
y todos tienen un poco de amor.
Fax U, Charly Garcia
Hay un leve motivo argumental que atraviesa el tiempo de la nueva película de Perrone. Cumple una función análoga al de una frase melódica de pocas notas: "la joven que corta los cabellos de los samurais muertos en el castillo derruido en medio de las lluvias y el pantano, etc., etc.". No sigo por ahí porque creo que es parte del camino que tiene que hacer todo espectador que se siente a ver PRINC3S4. No es su clave fundamental ni algo que deba ser comentado. En todo caso, es un cuento que la película cuenta entre otras cosas que suceden desde el fondo de su oscuridad.
El castillo es en términos reales un edificio abandonado del barrio de Ituzaingó, en el que también transcurría su anterior película, conocida hace pocas semanas en el DocBsAs, 3SCOMBRO5. El lazo que las une es inestable: hay una ruina cercana y presente que se ofrenda a ser moldeada por el método Perrone -lo imposible es desentrañar ese método. Es la ruina de unas habitaciones, es decir, el pasado de un futuro, que el cineasta toma como punto de referencia para dar lugar a dos direcciones distintas. Las películas pueden y quizás deben verse de manera autónoma. Sin embargo, hay una cuestión común a ambas: un edificio abandonado se yergue sobre el fondo del cielo e instala una relación inestable entre su interior y su exterior. Adentro es un pliegue de la intemperie, atravesado por ella, lo que se presta especialmente a que ese espacio se llene de fantasmas. Se trata, entonces, de películas de fantasmas, aunque son fantasmas muy diversos. Lo que en 3SCOMBRO5 remitía a memoria colectiva, en PRINC3S4 es espacio onírico.
Perrone hace rato que no usa los relatos como vectores primarios de su cine. Aquí "lo japonés" insinúa una tonalidad que remite a las sagas del cine de samurais, pero PRINC3S4 no se rige por las posibilidades épicas ni por las enseñanzas morales que esa tradición pudiera imponer. El argumento se extiende como una frase melódica de pocas notas que va resonando con un fondo orquestal voluminoso, porque la atmósfera que suscita y los ecos que trae pesan más que la resolución del relato.
Sigue siendo habitual para el cine del siglo xxi que vayamos esperando que algo se nos cuente y Perrone no se niega a eso, pero a la vez su cine se afirma en otro tipo de rigor, atiende otras señales. La luz que lucha contra la oscuridad, el fondo que puja figuras emergentes y el ritmo de los destellos que avanzan o se retraen, generando una organización siempre inestable de lo cercano y lo lejano, lo sólido, lo líquido y lo gaseoso, lo nítido y lo difuso, los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego -que en el cine son siempre luz- perspectivas presuntas que se diluyen en cuestión de segundos. El movimiento de la luz tiene una función dramática no fijada por lo verbal, ni siquiera por lo icónico, más cercana a lo musical.
El blanco y la escala de grises son intervalos tonales que mutan en un fondo de negro. Como si una masa orquestal pudiera figurarse visualmente.
El cine es cosa de huellas, de huellas de luz sobre lo negro. En las evoluciones de esas huellas, en sus ritmos cambiantes y sus momentos de detención, en el contrapunto que se genera entre lo que vemos y lo que oímos -ruidos de la naturaleza, relinchos, truenos, palabras en lenguas como música, música propiamente dicha y sobre todo ecos que le dan al sonido una proveniencia lejana-, lo que siempre está actuando en el cine de Perrone es la materia del cine mismo, que pulsea todo el tiempo con su forma.
Perrone se vincula con su oficio extrañado: él sabe hacer muy bien, quizá mejor que nadie hoy, aunque no sepa lo que hace.
Nosotros vemos lo que hace y tratamos malamente de decir algo. A la vanguardia del cine mundial, a esta hora Perrone ya está haciendo otra película.
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