por Oscar Cuervo
Aprecio la versatilidad del cine de César González para ir probando distintos procedimientos dramáticos a medida que hace sus películas, en lugar de repetir fórmulas, porque el auténtico estilo es algo que decanta a medida que una filmografía se expande y no algo que se decide a priori desde la primera película: el estilo no se elige, se encuentra. En el caso de Reloj Soledad, César apuesta por una dramaturgia más contenida, con un registro de actuaciones más seco, menos expresivo y más despojado, en el que las ideas no se subrayan sino fluyen. Este planteo estético difiere de sus películas anteriores por esa economía expresiva, pero esta variación estilística no anula la continuidad de la perspectiva de clase ni la dimensión política con que trató los conflictos dramáticos desde sus primeras películas.
En Reloj Soledad la protagonista es una chica trabajadora del conurbano sur (Nadine Cifre, coguionista) que en su ámbito laboral comete una transgresión por la que va a ser castigada erróneamente una de sus compañeras. El perjuicio que sufre su compañera es una consecuencia involuntaria que va a activar un conflicto de múltiples direcciones. Como mujeres y trabajadoras las dos son oprimidas por el sistema económico y el orden patriarcal -que incluso ejercen contra ellas los varones de su propio sector social- pero en ese marco de alienación, soledad y opresión, surgirá un inesperado conflicto entre dos pares, algo que no se deja reducir ni a la lucha de clases ni tampoco se agota en un conflicto moral. Lo interesante de la película es que si se optara por una de esas vías -la moral o la política- requeriría dejar afuera la otra y así el conflicto no tendría el volumen que realmente tiene. González muestra los estados de ánimo, los actos y sus consecuencias de manera llana y deja que la complejidad aparezca sin forzarla.
Ambas chicas tienen sus razones, tanto la protagonista como la chica que resulta despedida. No es lícito juzgar moralmente los actos de sus personajes sin que se pierda el volumen político en el que ocurren. El hecho de que la película presente un conflicto entre personas que acumulan sobre su cuerpo varias opresiones obstruye la identificación emocional o la toma de partido por una posición moral "correcta". Si la película se limitara a presentar, como tantas otras, a una víctima de la explotación, sería fácil tomar partido por ella, pero al plantear un conflicto entre dos mujeres oprimidas y trabajadoras explotadas, la vía maniquea para resolver el dilema ha de ser desechada. Esta imposibilidad tiene su expresión formal en la manera que decide González cerrar el relato, con un corte a negro que deja al espectador ante una contradicción que no tiene vía de escape: el que mira la película se lleva un problema y no una sanción consumada. Esta forma de tratar una materia dramática está en sintonía con un momento histórico en el que las clases populares se debilitan ante sus conflictos internos. Ahí creo que reside la contemporaneidad de Reloj Soledad.
El tratamiento formal es solidario con la naturaleza del conflicto planteado. La composición de los planos es tensa, el ritmo aplacado y la belleza que surge de la desolación de los espacios en los que estos personajes viven está contenida. En Lluvia de Jaulas González había logrado una mirada hermosamente lírica del espacio de pobreza y violencia social que mostraba. En Reloj Soledad ese lirismo está dosificado en planos parcos.
La versatilidad que muestra César para variar tonos e intensidades en cada película es una virtud de cineasta que le permite evitar los fetiches del formalismo y el contenidismo. Es posible objetar un resto de esquematismo en la caracterización de los personajes burgueses, que en Atenas podía entenderse como una "venganza poética" clasista frente a los estereotipos con que el cine comercial suele retratar a los personajes populares. En Reloj Soledad, el hecho de que los varones explotadores sigan respondiendo a un concepto que les retacea singularidad atenta con el fluir de la película. Si los burgueses tuvieran también matices -como sí lo tienen los personajes populares que aparecen-, esta complejidad enriquecería al conjunto. Si fueran explotadores por su función económica y no simplemente "malos", el conflicto ganaría espesor.
En sentido contrario, la mejor escena de la película es el episodio nocturno en el que el propio González aparece encarnando a un joven del barrio que intenta acercarse a la protagonista en su noche de angustia. El es un varón de su propia clase que no se comporta como "macho", sino que intenta un acercamiento afectivo a ella, quien en ese momento de pesar no es capaz de percibir como un posible aliado. La escena está planteada con amabilidad, como una liberación posible a través de la ternura, también como posibilidad erótica, pero marca el límite de lo que ella en ese momento no es capaz de ver por el ánimo en que se halla. Esta intervención de autor hace respirar a la película.
Quisiera reservar unas líneas finales para repudiar la estupidez en la que incurre una parte de los críticos que por estos días arman un paquete de cineastas compuesto por Raúl Perrone, Celestino Campusano y César González, a los que asocian como "cineastas del conurbano", revelando su ceguera cinematográfica y sus prejuicios de clase. No aprenden más.