todos estamos igual

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Lo turbio y lo explícito

 De nuestra serie Textos odiables

por Oscar Cuervo

Río Turbio, Tatiana Mazú González, Argentina, 2020.

La película de Tatiana Mazú hizo durante el último año un exitoso recorrido por festivales nacionales e internacionales que por el momento tuvo su última estación en el reciente DocBsAs. La recepción crítica supo enumerar, en consonancia con las entrevistas ofrecidas por la cineasta, la amplitud y vigencia de la agenda a la que la película intenta dar cabida: la lucha minera, la economía extractivista, la opresión patriarcal, el feminismo y su necesidad de articularse con las luchas de clase, el abuso sexual infantil, la textura material de los diversos canales de comunicación contemporánea, la vivencia personal de lo micropolítico, la sororidad, la necesidad de aggiornamento de un cine político que al acercarse al experimentalismo no pierda su acento combativo, el catálogo de los diversos soportes audiovisuales que entraron y salieron de circulación en las últimas décadas, la belleza desolada del paisaje minero, las figuras fálicas que representan el nivel de las relaciones corporales tanto como el de las económicas, el desacople entre imagen y sonido, la sintaxis verbal de la narración frente a la función expresiva de lo visual, la incertidumbre actual de las funciones posibles del cine, que oscila entre el registro intimista, el neo-activismo político y la cinefilia de género. Es una agenda de actualidad loable a la que una subjetividad de izquierda no puede sino adherir.

El interés de Río Turbio reside justamente en enumerar una serie de problemas a los que se enfrenta alguien, una mujer joven, que quiere articular en un film militancia, intimidad y continuidad histórica de las luchas políticas y familiares. ¿Cómo hacer un cine enunciado desde la singularidad que interpele lo político? ¿Cómo movilizar desde una entonación contemporánea, cuando las formas clásicas del cine militante se sospechan agotadas? Alguien que está al tanto de estos problemas y se siente involucrado por ellos adhiere a la voluntad de un cine que cumpla con todos estos protocolos. Pero ¿cómo incluir  a los que ni siquiera reconocen esta agenda? ¿O simplemente se los ignora? ¿Con quién interactúa esta película?

El asentimiento consciente a las inquietudes políticas y estéticas que Mazú expone no produce ninguna movilización de la experiencia. Si la película empieza con la prohibición institucional de que las mujeres entren al espacio de la mina del que fueron tradicionalmente excluidas y termina, en la rotación final de los títulos, con fórmulas propias del venerable panfleto clásico (“Viva la lucha minera”, “Vivan las mujeres del carbón” y “Abajo el patriarcado y el capital”, en tipografía mínima), si en el medio un registro familiar en VHS muestra a una nena de siete años que juega a dinamitar la Casa Rosada, en estas marcas que buscan acentuar su voluntaria radicalidad política y estética, Río Turbio termina por encajarse en sus propios límites. La mera enunciación de la prohibición no logra atravesarla siquiera simbólicamente, la película se queda de este lado. Como no quiere repetir los procedimientos del cine militante tradicional, guarda sus consignas combativas para mostrarlas tímidamente a los espectadores que esperen atentos hasta el final de los títulos. Luego: lo más osado termina siendo la intención infantil de dinamitar la Casa de Gobierno, lo que envía a la película al rango de las transgresiones imaginarias.

El viejo cine militante partía de consignas fijadas a priori y procuraba que sus destinatarios fueran los oprimidos que, por la propia visión de las películas, pasaran a la acción. Para lograrlo aquel cine de certezas apelaba al lenguaje más llano e imperativo que fuera posible. Hoy la llaneza y la imperatividad caducaron, de modo que las consignas puestas al final de los títulos funcionan más que nada como un guiño kitsch. No se supone que nadie vaya a rebelarse al ver Río Turbio: su propósito es otro: ¿cuál? Si el discurso político clásico se conjugaba en una segunda persona del plural, universal y exclamativo (Proletarios del mundo, ¡uníos!), hoy ya esta suficientemente aceptado el dictamen de que lo personal es político y lo político es personal. Río Turbio también parece obedecer a esta tendencia de época: sin embargo, la historia ominosa del abuso sexual infantil queda siempre relegada en el nivel del chat privado entre dos mujeres de la familia y nunca traspone esa privacidad, ni se articula con las voces de las mujeres de la mina que denuncian las condiciones de su explotación. Ambos regímenes, el chat y el testimonio, quedan puestos uno despues del otro sin nunca entrar en fricción. Las “políticas de la ciencia ficción” aparecen escritas en la pantalla en uno de esos chats privados y eso basta para que una parte de la crítica señale el parentesco, pero la intención solo se declara y ni la tonalidad ni la progresión dramática se entregan a la ciencia-ficción, solo señalada como gusto estético que no afecta el devenir de la película, atrapada en ese artefacto llamado “cine experimental”.

Creo que el problema de Río Turbio se halla justamente en el apego voluntario e indefectible a este conjunto de deberes. En el primer tercio de la película  sus propósitos, formales y temáticos ya han sido expuestos. El texto del mail que niega la posibilidad de que las mujeres entren a la mina en el comienzo mismo de la película, la tipografía pequeña y desafectada, la intercalación de imágenes del paisaje minero, los chats entre mujeres de una familia que comparten un secreto familiar doloroso –que no obstante la película hace público a medias- o intentan a veces el formato del poema versificado y el diario íntimo, los audios radiales de las mujeres del carbón que dejan testimonio de su doble opresión, clasista y de género: todo esto es tan explícito en los primeros 20 minutos como la voluntad de Mazú de no recurrir a los procedimientos cinematográficos habituales para tratarlo. 

La hora de película restante deambula por ese mismo andén sin dar nunca un salto. Por eso, se siente más como un estiramiento de las premisas iniciales que como una progresión dramática o un tránsito poético. A la serie de problemas a los que la película señala expresamente, se suma uno imprevisto: ¿cómo transitar 80 minutos de una experiencia artística cuando todo el juego se muestra en el primer tercio? Es una pregunta interesante para todos los que anhelamos escapar de la estructura narrativa clásica. Análogamente a la angustia del escritor ante la página en blanco, les cineastes enfrentan la angustia de los 80 minutos por delante.

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