Por el sistema de producción que Raúl Perrone puso en marcha hace treinta años, que funciona tozudamente hasta hoy, por su inquietud anímica, su tensión formal, su inspiración poética y su insomnio, por su laboriosidad patológica, indiferente a la recepción distraída que obtiene en el ambiente cinematográfico local, su filmografía, apenas exhibida en salas comerciales, conocida en festivales nacionales y últimamente también internacionales, logra erigirse como un monumento artístico que sigilosamente emite señales hacia cineastas en ciernes y espectadores futuros. Es esperable que en unas décadas alguien que quiera saber cómo se vivía, se caminaba, se hablaba, se amaba, se dolía, se soñaba y se moría en una zona precisa del sur de América, encuentre en el centenar de horas que abarca su obra la fuente más preciosa. Cuando Perrone empezó a filmar sus VHS y sus 16 mm, el cine solo importaba si venía enlatado en celuloide. Fue uno de los primeros realizadores en el mundo que traspasaron ese límite. Su inquietud se valió de todo artefacto capaz de capturar sonidos e imágenes. Más por esa inquietud que por voluntad vanguardista terminó por ser uno de los que empujó al cine hacia su mutación contemporánea. Una cámara del tipo que fuera en sus manos es un reto para los ojos tardos. Perrone viajó años luz sin salir de Ituzaingó y en esa mónada infinita van a encontrarse las huellas de todo este tiempo. Nunca se propuso hacer cine testimonial, así que si casi siempre testimonia se trata de una añadidura a su furia poética.
Sus películas se preguntan todo el tiempo qué es el cine y por cada vez que lo hacen encuentran un recurso que el resto desatiende, un camino abandonado hace tiempo sin haberse transitado completamente, alguna posibilidad inadvertida. Antes de hacer películas, Perrone era un artista plástico obsesionado por las desproporciones y las virtudes del desequilibrio del plano, obsesión que fue agravándose hasta hoy. Por eso, mirar atentamente sus películas actuales, escucharlas, nos abre a la expectativa de que la belleza estalle de un momento a otro. Es difícil encontrar alguna de las películas que hizo en la últimas dos décadas donde eso no suceda al menos un par de veces. En los casos más felices –La mecha, Luján, Las pibas, P3ND3JO5, Ragazzi, Corsario, 4tro v3int3, 3SCOMBRO5-, pasa a cada rato. Sean Eternxs, que tiene hoy su estreno mundial en el BAFICI, puede que sea su mejor película –escribo “puede” porque me faltan ver algunas. Con su celebridad periférica, Perrone es el gran desconocido popular, un artista cuya potente originalidad no ha sido aún del todo ponderada. Sean Eternxs está a la altura de las grandes películas argentinas de cualquier época y frente a ella palidecen títulos a los que la prensa especializada les presta demasiada atención. El hecho de que Sean Eternxs se conozca en el mismo semestre que 3SCOMBRO5 y PR1NC3S4 es solo un motivo adicional de asombro.
El mainstream, aún en sus casos más refinados, parece ceder a los hábitos del consumo televisivo, mientras en cada plano de Sean Eternxs se desenvuelve una guerra de guerrillas contra la sensibilidad adormilada. El registro áspero y directo de la voz de un chico empujado hacia el delito podría anunciar un viaje hacia la sordidez espectacularizada por el cine, la tele y las plataformas actuales. Los personajes se desplazan en moto por esas calles llenas de cielo que Perrone nos enseñó a contemplar desde mediados de los 90, antes de que a alguien se le ocurriera hablar de “nuevo cine argentino”. Pero el refinamiento con que la película acaricia sus signos promueve una revelación por cada plano, sin exagerar. El filoso blanco y negro que el Perro sabe modular como nadie nos espera con giros psicodélicos, ensueños del suburbio, pequeñas intrigas que se construyen y se destruyen tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír. Es como si varios Perrones se batieran a duelo mientras la película fluye: el pintor tira de un lado de la soga mientras el cazador de historias patea el caballete y se monta en un rapto callejero en busca de experiencias de otrxs.
Hoy se sabe que el cine puede llegar a rincones que estaban vedados para la vieja maquinaria de los sueños. Hubo una intrepidez en los años 20, hace casi un siglo, que delineó en poco tiempo lo que el cine iba a poder. Después vinieron tiempos de descansar en los logros de los pioneros. A ese descanso se lo llamó clasicismo. Entre los 60 y los 70 el cine amagó con una modernidad que se dejó sacudir por los temblores de la época y hoy la vemos, junto con el arrojo de los pioneros, como reliquias de un futuro perfecto absorbido por las nuevas reglas del marketing que enseguida se repusieron. No cuesta reconocer en la tensión formal de Sean Eternxs la presencia de esa audacia interrumpida.
La tensión se expone en las formas con las que el Perro ensambla su fresco. Sean Eternxs habita sin culpa su libertad para desmarcarse de un relato unificador y abrirse a los desvíos. La tensión erótica se eleva hacia un plano aéreo y un disparo retumba en el aire–una marca de autor. La cámara baila entre les pibis mientras juegan. Los evangelistas predican un paraíso falso, una chica se siente mal y Perrone la sigue hasta un consultorio público en el que la atienden con cuidado. La dureza social no demoniza a un estado que también puede ser amoroso. En esos detallecitos Perrone muestra su sensibilidad de cronista del presente.
Cuando hoy en día se filma, retumban todas juntas las historias del cine. La forma en que está compuesta Sean Eternxs muestra que las secuencias no son vagones de una locomotora con destino previsto, ni capítulos de la temporada de una serie de streaming. Llega un plano secuencia de textura documental en un boliche en el que tres personajes exponen su desamparo mientras toman birra, sin el mínimo subrayado dramático. En el punto en el que se podría ubicar un crescendo emotivo, Perrone nos invita a un paseo lisérgico por un carnaval bonaerense, una subjetiva en color revela de repente la tentación de una piel morena. Anochece.
Sean Eternxs surge como una cumbre en la que convergen con discreción los procedimientos poéticos que Perrone viene ensayando desde hace años. Cada plano nos llama a recordar que el cine no está del todo hecho, que hay junturas, relevos, atracciones y contrapuntos que todavía no fueron visitados. La combinación de la ternura sagrada de su mirada con la libertad expresiva que recomienza en cada secuencia nos invita a rozar un borde de lo eterno.
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