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martes, 12 de febrero de 2013

Insultos e injurias por doquier


por Lidia Ferrari

Me encuentro leyendo a Hudson, en Allá lejos y hace tiempo, cuando recuerda las escenas de las lavanderas en el río, y los pasatiempos favoritos de los “mozos ricos y haraganes” que se entretenían pisándoles la ropa recién lavada. Jóvenes afectos a la provocación, el hostigamiento y el insulto como modo de divertirse con las fregonas y los serenos. Dice Hudson que la contienda verbal iba subiendo de tono paulatinamente hasta que ambos adversarios quedaban exhaustos y se sentían ya incapaces de inventar nuevas y terribles expresiones con que insultarse.

Algunos programas de televisión argentinos y algunos diálogos escuchados en la calle me hacen pensar que el insulto, o las puteadas, para ser más precisos, son parte esencial de la forma del diálogo argentino de los últimos tiempos. Comparados con los del relato de Hudson, pareciera que estos insultos actuales han abierto un cauce que los hace más tolerable a los oídos. Muchos insultos no son sino formas del énfasis de la conversación y algunas hasta pierden su carácter injurioso. Quizá sea por su misma cuantía y exceso. Despiertan mi curiosidad estas formas de hablar donde el insulto, las puteadas, son parte significativa del idioma. Cuando leía a Hudson describiendo estas escenas que deben haber acontecido allá por 1840 o 1850, donde las burlas y los insultos formaban parte de la vida cotidiana de estas fastidiadas lavanderas, no podía dejar de relacionar con las formas habituales de los insultos en la actualidad. ¿Habrá una línea genealógica que repite formas culturales en nuestra historia?

Precisamente en medio de estas reflexiones leo que hay una obra de teatro con mucho éxito en Buenos aires y Mar del Plata, donde el personaje protagónico padece un trastorno obsesivo compulsivo que lo conduce a insultar todo el tiempo. En una nota, el actor Mauricio Dayub, comenta de sus reparos al encarar este personaje y a su potencial repercusión por la cantidad de improperios y puteadas que le obliga a decir su papel. Quizá este actor esté algo al margen del carácter ostensible del insulto en la forma de hablar contemporánea.

Ciertos insultos en México no se pueden proferir sin esperar una reacción extrema del otro lado, como un ataque de arma blanca o una trompada, tal carácter de injuria tiene. Si la convención cultural nos dice que un insulto provoca semejante reacción, nos cuidaremos de enunciarlo. Este tipo de insulto conserva su carácter de insulto, esto es “una práctica social desaprobada y rechazada”. Muy diferente del boludo o el h. de p. porteños que pueden perder su valor de puteada y, como se ha visto, hasta adquirir el significado opuesto, como el admirativo ¡Qué h. de p.!

Borges, en El arte de injuriar, estudia a la vituperación y la burla como géneros literarios y nos acerca una pequeña feria de las injurias en la literatura. Pero lo hace para concluir que “la sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios o que un soneto...”. ¡Qué distancia entre este arte de injuriar satírico, esta manera de difamar con clase, este tipo de réplicas inteligentes que son parodias de los insultos, a estos insultos que describe Hudson, donde la iracundia y la agresividad se dan rienda suelta hasta agotar a los mismos injuriantes! ¡Qué distancia con las puteadas de personajes de televisión que encuentran eco en los espectadores, ya que no en la censura! ¡Qué distancia con los insultos de ese personaje teatral que sufre de una compulsión a las puteadas!

Dice Agamben: El insulto es eficaz precisamente porque no funciona como un enunciado "constatativo, sino más bien como un nombre propio, porque llama en el lenguaje de un modo que el llamado no puede aceptar, y del cual sin embargo no puede defenderse, como si alguien se obstinara en llamarme Gastón sabiendo que me llamo Giorgio. [1]

No puedo dejar de relacionar que ese mundo plagado de insultos que evoca Hudson, el de las agresiones patoteriles gratuitas, también es un mundo de los apodos. Es el mundo donde se rebautizan las personas como si se tratara de un segundo nacimiento, por el cual este Paco, el Corcho, la Chola, el gordo Cuartirolo, el Tigre, Fósforo, la Vasca, el Turco ya no serán más el registrado por sus padres.

No sé si será un fenómeno de época que toca a la Argentina y revive su pasado o un fenómeno de carácter más global. En algunas películas de los últimos tiempos hay personajes que no paran de putear un minuto, como si no pudieran hablar de otra forma. En Snatch (2000) un personaje de un político no deja de insultar un instante, y sostiene con los demás casi exclusivamente una relación de agresión.

¿Cómo se pueden soportar los insultos y agravios hacia la actual Presidenta de los argentinos que se suceden de una forma cada vez más exasperada, y que no encuentran límite ni siquiera en el hecho simbólico, más allá de la persona que lo encarna, de la investidura presidencial? ¿En qué calidad de intercambio se encuentran quienes recrean estos insultos e injurias, los repiten y los festejan?

Dice Agamben: Lo que ofende en el insulto es, así, una pura experiencia del lenguaje y no una referencia al mundo. Quizá Agamben y Borges concuerden en adjudicar a una tradición de la injuria literaria su estatuto de pura experiencia de lenguaje, aún a riesgo de considerar a la literatura fuera de este mundo.

Salvo en la proliferación de insultos agraviantes de los últimos tiempos que en su cantidad parecen ir perdiendo su poder injuriante los insultos, cuando lo son, son algo más que una pura experiencia del lenguaje; si son eficaces son dardos que dan en el blanco.

Con esta profusión actual de insultos me pregunto: ¿estará declinando el valor agresivo de los insultos o estará aumentando temiblemente el nivel de agresión socialmente aceptada?

[1]  AGAMBEN, Giorgio. “La Amistad”. La Nación. Suplemento Cultura. Domingo 25 /09/2005.

1 comentario:

Karl Albert dijo...

A la pregunta final del post mi respuesta es que indudablemente esta aumentando temiblemente el nivel de agresión socialmente aceptado y aún más en lo que respecta a funcionarios públicos, sean del nivel que sean. Por motivos laborales me suelo mover en ambientes de indignados y es casi aterradoramente unánime la aprobación y apoyo sin fisuras a la agresión sufrida por Kicillof, por poner un ejemplo; interpelados acerca de si eso incluye hacerlo en presencia de sus niños y esposa -por ende también sujetos indirectos de agresión- la respuesta invariable que recogí fue algo así como "bueno, son daños colaterales" y que de todas formas "él se lo buscó".
Es algo que viene in crescendo desde el intento del golpe de estado agropatronal del 2008 -me viene a la mente las agresiones contra la casa del diputado Rossi estando toda su familia dentro- y me da toda la sensación que ante la impotencia de no tener cauce político sus demandas -sería para otro post la validez o no de las mismas- se radicalizarán aún más. El primer y peligroso paso para que se rompan los frenos internos es deshumanizar al otro, entonces cuando la Presidente de la Nación ya ni siquiera es Cristina sino "la yegua puta montonera botóxica" o Kicillof "el judío marxista" se está fertilizando el campo para cualquier progromo porque ya no son lingüisticamente parte de mi propia humanidad, son el Otro, la bestia ajena; la despersonalización lava las culpas de cualquier acto vandálico.