todos estamos igual

jueves, 11 de abril de 2019

Familia

(Edgardo Castro, 2019)


por Oscar Cuervo

Un equívoco bastante extendido alrededor de la recepción de Familia, el segundo largometraje de Edgardo Castro, tiende a oponerlo al presunto alto impacto que estaba destinado a causar el primero, La noche. Como si todos hubieran quedado esperando que Castro encontrara de un golpe su lugar natural en el submundo de la nocturnidad porteña, con escenas de una explicitud carnal que viniera a inaugurar un estado nomádico -si esto no fuera un oxímoron-, un imperio de los sentidos en pleno barrio del Once. Entonces muchos podrían haber creído que Castro tenía que ir ahora un poco más allá, correr la línea de lo filmable en el terreno de la joda, el pete, la falopa. Los que esperaban más pijas y más rayas quizá no hayan terminado de comprender La noche.

El rasgo que se revela esencial en la posición cinematográfica de Castro emerge cuando se disipan estos malentendidos. Familia no es "lo contrario" de La noche, ni un repliegue hacia el mundo de las convenciones sociales, ahí donde La noche parecía rebosar de "transgresiones". Lo que queda cuando se suprime lo superfluo es que Castro practica un cine sin adjetivaciones: La noche designa una instancia temporal cotidiana, sin calificativos, un presente continuo, sin ninguna adjunción ligada a la libertad, la sordidez, el goce, la felicidad, el pecado o la desdicha. Castro no romantiza el desvelo. Solo desvela. No hay moralización en ese tránsito nocturno ni en su prolongación hacia las mañanas de luz hiriente; tampoco ningún malditismo. Castro no celebra ni se conduele en su excursión por la parte oscura. La noche es oscura, saturada y ruidosa, porque es de noche y porque transcurre en lugares donde hay ruidos y colores saturados. La política del autor en aquella ópera prima exponía la presencia de los cuerpos, sus movimientos, sus roces, sus introducciones, sus fricciones, sin construir con ellos una épica ni una tragedia. Si La noche era inaudita para la habitualidad del cine argentino es porque rescataba para la cámara su capacidad de percepción material del tiempo, su inercia y su demora. Contra una cierta idea del drama construido a fuerza de encuadres y cortes de montaje, La noche practicaba una abstinencia del fluir, una exasperante serenidad del dejar ser: como una corriente que no se puede empezar ni terminar. Por lo tanto, sin drama, suspenso ni conclusión, no hay una instancia del juicio: el espectador no tiene que condenar ni absolver ningún acto de héroes ni villanos, más que nada porque no hay héroes ni villanos. La noche no es una posición moral contraria al día, es un mundo que el día dice desconocer, aunque esté hecho de su misma materia.


En este sentido, Familia viene a despejar los equívocos alrededor de la película anterior. Castro continúa fiel a su abstinencia de adjetivos. Es la familia, nada más. El telos hacia el que él se dirige -el mismo Castro, es decir, con toda probabilidad el mismo personaje de La noche- es la familia, sin ninguna calificación. Su inmersión en ese mundo es tan o tan poco promiscua como en La noche: tan o tan poco explícita. Castro viaja hacia Comodoro Rivadavia, aunque ese lugar carezca de atributos en el tratamiento del film. Es simplemente el espacio de la familia, lejos, cuya peculiaridad es la distancia que impone un viaje y por ende un tiempo. Si el viaje es largo, hay que parar en el camino, hay que cenar y compartir el silencio y un bocado con un perro de la ruta. En esa escena nocturna, pequeña y poderosa, Castro traza el primer puente hacia La noche. El silencio que rodea el encuentro del hombre y el perro vibra. Son dos cuerpos que se encuentran un momento y no necesitan hablar para decir su verdad. 

El silencio de esa escena contrasta con la sonoridad continua que Castro hallará en la casa de su familia, un espacio invadido por el audio del televisor y los celulares, que los breves y desafectados intercambios entre sus habitantes parecen interferir o apenas comentar. La sordera del padre hace que nunca entienda bien de qué se habla y sin embargo parece haber entendido todo lo que (ya no) pasa entre todos ellos. La madre mira la tele y todo el drama que falta en el espacio familiar emana de ese rectángulo. En el led -que la cámara toma fuera de foco, porque importan los que miran y no lo mirado- se comenta toda la épica, la moralidad y la adjetivación de la que la vida familiar carece. Si de pronto una catástrofe interrumpiera la trasmisión televisiva, ese mundo quizás no resistiría, de un modo similar al que la droga y el alcohol sostienen la socialidad en La noche

Después habrá ocasión para una celebración ritual, tan despojada de épica como todo lo que se ha mostrado, con fuegos artificiales que cruzan el cielo y arrancan en los personajes una sonrisa protocolar, que se disipa enseguida. Cuando la ceremonia acabe, Castro saldrá a la calle y verá pasar a un hombre y -otra vez- un perro, quizás una línea de fuga inexplorada, capaz un puente hacia La noche. Antes que el plano quede vacío, Castro girará por última vez su rostro a cámara, para desaparecer por el lado izquierdo.


¿Entonces? La cámara en el cine de Castro nunca compone, por lo que cada sucesiva situación queda des-compuesta. Es su manera de registrar el tiempo de la vida. Pero hay un signo que atraviesa inequívocamente ambas películas: la presencia de Castro, su mirada impasible, su concentración renuente a cualquier expresividad. Edgardo Castro es un hombre que viene del teatro pero parece entender qué cosa es el cine. Como la cámara, él no compone: simplemente está ahí. Eso es lo que nos inquieta.

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