por Oscar Cuervo
Dos ejes narrativos conforman El escarabajo de oro. Uno es la búsqueda de un tesoro escondido en la localidad de Alem, provincia de Misiones; el otro la filmación de una película co-dirigida por una europea (la danesa Fia-Stina Sandlund) y un argentino (Alejo Moguillansky), producida por los suecos en territorio argentino -una modalidad de co-producción característica de estos años: proyectos binacionales producidos para un mercado internacional de festivales, algo que se aplica a muchas de las películas que vemos en este Bafici. La gracia estaría en la manera en que se cruzan ambos ejes: la danesa quiere dirigir una película sobre la vida de una escritora proto-feminista del siglo XIX y los argentinos quieren usar la filmación para buscar el presunto tesoro escondido, sustituyendo al personaje de la feminista por el de Leandro N. Alem. Lo que le daría a esta gracia un giro metalingüístico es que el team argentino -director, guionista, actores, equipo técnico- aparece en pantalla haciendo de sí mismos.
Gracia es una manera de decir. Porque Moguillansky, Sandlund y Mariano Llinás (co-guioniosta) pretenden hacer una comedia sarcástica sobre el cine, las transas económicas y las diversas formas del fraude artístico, a la vez que apuntar observaciones provocadoras acerca de la historia nacional (una marca de fábrica de todo lo que Llinás toca). Pero las pretensiones solo quedan enunciadas en el planteo inicial de la película. Hacer una comedia es algo difícil, no basta con una voluntad corrosiva y una actitud iconoclasta. Hacer una comedia supone un manejo del timing, con actuaciones y montaje orquestados con máxima precisión. El tiempo de las réplicas, los silencios, el contrapunto entre los personajes, el tono de las voces y la dosificación de la información son los recursos que hacen funcionar una comedia; cuando no están bien, la hacen sucumbir. En El escarabajo de oro Moguilansky y Llinás para colmo se ponen al frente del elenco y como comediantes su desempeño es muy flojo. Junto a ellos, Rafael Spregelburd practica un histrionismo agobiante. En lugar de la gracia de la comedia, el resultado es un chiste demasiado estirado, contado por personal incompetente.
Otro asunto es si es posible encontrar en esta película un dispositivo metalingüísitco que ponga en cuestión sus propias condiciones de producción, como mucha crítica ha querido ver. No me parece. En El escarabajo de oro se habla mucho de hacer una película, pero esa película no es la que estamos viendo: salvo los primeros minutos, en los que se compone el cuadro para presentar a varios personajes en un mismo plano, el resto del film está ejecutado de manera desmañada e imprecisa. Los autores se muestran más interesados en desplegar ingenio verbal (con un amontonamiento de capas de narradores en off) que en crear un objeto capaz de reflexionar sobre sí mismo, o de invitar al espectador a que lo haga. El ingenio como sucedáneo de la inteligencia y la verborragia como presunción de una abundancia de ideas son las auténticas marcas de autor de El Pampero Cine, productora de esta película y de las anteriores de Llinás y Moguilansky .
Por último, es interesante pensar en la figura de la búsqueda del tesoro, enunciada desde los títulos que evocan a Stevenson y Poe. Supuestamente esto llevaría a la película hacia el género de aventuras, cosa que no se verifica en los resultados. Pero sí hay un tesoro escondido que se procura encontrar: el tesoro de la jovialidad creativa que Llinás persigue desde hace tiempo. En 2008 muchos saludaron a Historias Extraordinarias como si se tratara de un nuevo comienzo en el cine argentino. Todos los materiales que hoy aparecen fatigados en El escarabajo de oro refulgían como novedosos hace 6 años. Ya estaban la irreverencia hacia tradiciones antiguas y recientes del cine argentino y unas ganas de escandalizar con guiños antipopulistas, desde aquella iniciática burla a los balnearios populares en Balnearios, hasta el coqueteo con la tradición sarmientina, aramburista o ahora radical, siempre antiperonista. Al principio, tanta voluntad corrosiva parecía propia de una juventilia arrogante e impetuosa.
El tiempo pasó y solo quedó la arrogancia.
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