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domingo, 5 de enero de 2014

Dos películas: El lobo de Wall Street y Museum Hours





La primera es de Martin Scorsese, la segunda de Jem Cohem, dos artistas típicamente neoyorquinos que, por lo demás, no podrían ser más distintos.

Scorsese, nacido en 1942 en Queens, hijo de familia siciliana, italiamericano, alguna vez quiso ser sacerdote, finalmente no pudo ser otra cosa que un cineasta. Por momentos, un gran cineasta. 


Cohen es un neoyorquino nacido en Kabul, Afganistán. Su padre era un funcionario de la USAID (United States Agency for International Development) que había sido destinado a ese país asiático cuando Jem nació, en 1962.


Pero el talento de ambos no podría haber prosperado en otro lugar tanto como en el cosmopolitismo neoyorquino.

Ambos son, cada uno a su manera, discípulos de Cassavetes (otro producto típico de New York). Claro que muy distintos tipos de discípulos. En sendas películas recientemente estrenadas en Buenos Aires pueden rastrearse huellas de Cassavetes. Solo que El lobo de Wall Street es una cruza de Cassavetes con Jerry Lewis, mientras que Museum Hours permite vislumbrar un fondo cassavetiano pasado por el filtro de Bresson.

Ambas películas están estructuradas por el relato en off en primera persona de sus protagonistas. Pero hablan con entonaciones y velocidades muy distintas. Las concepciones cinematográficas que se pueden reconocer en las 2 películas son radicalmente opuestas. La de Scorsese es una fábula estridente, de ritmo vertiginoso, imbuida del entusiasmo maníaco de su protagonista, Jordan Belfort, un broker de Wall Street cuyo régimen vital es la depredación. Es una historia real, basada en la autobiografía de Belfort, adaptada para el cine por el guionista Terence Winter, pero apropiada por una dupla de productores/autores que dejan en el resultado final una huella inconfundible: el propio Scorsese y Leonardo Di Caprio. Es un caso también típico en la filmografía de Scorsese: el de compartir la autoría de una película -más allá de lo que digan los créditos- con el actor protagónico: lo hizo durante décadas con De Niro y ahora lo hace con Di Caprio. Por ende, es una película instalada en el engranaje del star system: ese artificio retórico que nos permite ver el cuerpo de una mega estrella (Di Caprio, en este caso) como soporte material del relato de la vida de otro. Uno de los inventos más eficaces de Hollywood, que no es New York, pero adoptó finalmente a Scorsese como hijo dilecto. 

Es tentador y sencillo vincular esta película con otras de Scorsese que narran el ascenso y caída de un personaje (otro relato típico de la cultura norteamericana): Buenos Muchachos, Casino, pero también, de modos más sinuosos, Taxi Driver, El rey de la comedia, El toro salvaje, e incluso La última tentación de Cristo: el esquema de Scorsese parece ser "ascenso / caída / ¿redención?". La euforia en que transcurre el relato puede asociarse al entusiasmo maníaco del rock business. Aunque el rock nació como contracultura en los 60, hoy es la banda de sonido del capitalismo tardío. Scorsese tiene vínculos estrechos con el mundo del rock; ha filmado a The Band y los Rolling Stones, e hizo la mejor película que se haya dedicado hasta ahora a Bob Dylan, No Direction Home. Y El lobo de Wall Street es, a su modo, la historia de un rockstar del mundo financiero, un bardero que se pierde por sus excesos tóxicos y termina girando en el vacío. El sistema lo usa como engranaje durante un cierto tiempo, hasta que el tipo se sarpa y ya no rinde: deja de ser funcional. La percepción del protagonista, afectada por el consumo descontrolado de anfetaminas y cocaína, impregna a la película de una energía morbosa, excitante y por momentos farsesca. Como el modelo del rock and roll actual. La película salió 100 millones de dólares: cifras que hoy manejan estrellas de rock que terminan en pocos años destruidas o semidestruidas, como el personaje de Di Caprio, o logran reciclarse, como en parte él lo logra.  Es llamativo: el personaje que hace Di Caprio existe en la realidad, pero su construcción es enteramente ficcional. El personaje de Johann en la de Coen es enteramente ficticio, pero tiene una textura claramente documental.

Mueum Hours, la película de Cohen, es en muchos sentidos diametralmente opuesta. También Cohen está vinculado al mundo del rock (de hecho esta película está producida por Patti Smith), e hizo videoclips para Depeche Mode y Fugazi (curiosamente en la película de Scorsese se caracteriza al mundo financiero con la palabra fugazi). Lo que Scorsese y Cohen entienden por "rock" parecen ser cosas muy diferentes. Scorsese es mainstream y Cohen es underground. La única estridencia en Hotel Hours es un acorde de guitarra distorsionado que se deja oír como fondo en el comienzo del film, mientras vemos a su protagonista, Johann, el guardián de una sala dedicada a Brueghel en el Museo de Historia del Arte de Viena sentado en su silla a la puerta de una sala del museo. Resulta que el tipo -encarnado por el actor austríaco Bobby Sommer, un perfecto desconocido nuestro, un requisito esencial para que creamos que es realmente un afable y melancólico guardián de museo- tiene un pasado como manager de pequeñas bandas furibundamente rockeras y de ese tiempo le queda su gusto por la música de AC/DC o Judas Priest; eso explica el acorde distorsionado que se oye al comienzo y nunca más, porque el personaje, que asume esa parte de la vida del actor que lo encarna, dice con escueta elocuencia: "tuve mi cuota de ruido y ahora tengo mi cuota de silencio". El régimen vital de su personaje no es la depredación, sino la contemplación, la escucha y la colaboración. Por eso la película es triste pero serena. Alejada de la estridencia de la película de Scorsese (encendida de colores brillantes, de ritmo sostenido y a la larga agobiante), la de Cohen se deja ver con la tranquilidad melancólica de un blues tocado por Miles Davis, a la altura de Kind of blue: si alguien no se muestra convencido del rasgo bressoniano de esta película de Cohen, puedo ofrecerle la posibilidad de pensarla como una película filtrada por la melancolía del fraseo laxo, con mucho lugar para los silencios, de la trompeta de Davis. En la película no se habla de Cassavetes, ni de Bresson ni de Davis, pero quieras que no (diría Di Tella), el fantasma de ellos ronda por ahí. En cambio, el personaje protagónico habla con su nueva amiga canadiense Anne (encarnada por la cantante, ignota también para nosotros, Mary Margaret O'Hara, apliaremos) de Brueghel el Viejo, de Rembrandt pobre, de la conversión de San Pablo, del Calvario de Cristo y del poeta W. H. Auden. No habrá romance ni orgías frenéticas como en Scorsese. Cohen es un neoyorquino que filma a austríacos serenos y amables. Todo lo contrario de lo que suelen hacer los cineastas austríacos.

Es curioso: si Cohen, nacido en Kabul, es innegablemente de espíritu neoyorquino, su película está bañada por los colores cenicientos de Viena en invierno: todo lo contrario del colorinche de Scorsese. Uno no puede imaginarse a Jordan Belfort visitando el Museo de Viena (aunque vaya a depositar su riqueza malhabida en la vecina Suiza). No puede imaginarse a los personajes de Jordan Belfort y Johann manteniendo una conversación como las que el austríaco mantiene con su nueva amiga canadiense. Es que Johann está de vuelta. Y disfruta ese declive vital: fue bueno formar parte del rock and roll así como ahora es bueno entregarse a la contemplación de su vida de silencioso guardián de museo. Jordan habla con banqueros suizos, Quizá esa imposibilidad de imaginarlos dialogando sea la clave que diferencia ambas películas.

Tanto una como la otra película hablan, de modos muy distintos, del capitalismo tardío, y de lo que puede soportar un cuerpo (nadie sabe lo que un cuerpo puede soportar). Pero hablan desde puntos de vista completamente opuestos: el personaje de Di Caprio está al mando de una locomotora que parece que va a estrellarse a toda velocidad y se ve que él es incapaz de parar; mientras Johann es un tipo de andar lento. Jordan despreciaría a Johann. Diría que es un loser que tiene que volver a casa cada tarde en un subte lleno de perdedores, que frecuenta cafés tristes.

[Eso del café triste me lo dijo una noche de euforia resentida Esteban Schmidt: "ahora ustedes van a ir a charlar a un café triste". Schmidt explicaba hace poco a Clarín por qué está en twitter: "...no podría no estar. Sería invisible para las nuevas generaciones de escritores y periodistas, recortándome mi mercado como docente. Participar en tuiter y tener un número alto de followers (alto en relación a los civiles; nada en relación a una celebridad) me hace presentable para el mercado en general, y me aleja del cuadrante loser, del que se perdió el tren de la historia. Es un poco triste verlo así, ya sé". A diferencia del broker de De Caprio, Estebita no es un arma 9 mm, sino un revólver de cebitas. Piensa como Jordan Belfort, desprecia, igual que el operador de Wall Street, a un tipo que vive tranquilamente de su salario como guardián de museo y que vuelve a su casa en subte después de pasar por bares tristes. Estebita es presentable para el mercado y está alejado del cuadrante loser, aunque los ingresos que obtiene por sus talleres literarios de Palermo lo acercan más al loser que cuida museos que al winner que encarna Di Caprio. La diferencia es que el guardián de la película de Cohen goza de su condición y Estebita sufre la suya. Eso lo lleva a ser un tipo mucho más amargado que Johan y que Jordan. No creo que nunca, ni Scorsese ni Cohen, se interesaran en contar en una película la vida de Estebita. Creo que los que podrían encontrar interés en contar la vida de Estebita son Cohn y Duprat. La película se podría llamar El periodista o El tallerista].

Las películas de Jem Cohen y Martin Scorsese hablan ambas del capitalismo tardío, aunque desde puntos de vista totalmente diversos y complementarios: hablan de la decadencia y de la finitud, aunque una es capaz de incorporar a la muerte como parte de la experiencia, mientras la otra parece querer esquivar la muerte con desesperación. Son ambas muy gratas de ver, a pesar de sus miradas diversas sobre el capitalismo tardío, la decadencia y el nihilismo. La de Scorsese retrata a operadores financieros que funcionan con el fanatismo de una secta evangélica que sabe que Dios ha muerto y se aferran al dolar, a las pastillas y a la cocaína para sostenerse en pie. Le sacás eso y se caen. La de Cohen retrata a tipos que caminan con serenidad por las calles tristes del invierno vienés y se van haciendo amigos -con cierto recato- de la idea de que van a morir.

1 comentario:

Unknown dijo...

Buena dirección de Scorsese, interesante punto de vusta r reflexión de Wall Street, salen grandes actores como Matthew McConaughey y Thomas Middleditch de Silicon Valley, son pequeñas sus escenas, pero grandiosas.