¿Cómo se trama una revolución?
por Oscar Cuervo
por Oscar Cuervo
Que las ideas que los seres humanos nos formamos acerca de la realidad cambian cada tanto es, a esta altura de nuestra historia, una constatación trivial. Lo que todavía nos resulta complejo de entender es que los cambios no dependen solo, ni principalmente, de la irrupción de sujetos más sagaces, dotados de una imaginación más audaz que sus predecesores, ni tampoco de la acumulación de las evidencias empíricas a lo largo de los siglos, o de la detección de errores que hasta entonces habían pasado inadvertidos. Cambia nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de ser en el mundo. Una revolución en el saber es la emergencia de una nueva subjetividad y a esta emergencia contribuye una trama de acontecimientos imposibles de manejar a voluntad. Tampoco se deja reducir a una serie de sencillos pasos metodológicos. Lo trivial y lo importante se entremezclan y a veces intercambian posiciones: lo que parecía importante e incuestionable se vuelve trivial y desechable, el detalle que parecía excepcional y aislado puede terminar derribando la certeza más inexorable.
La relevancia del saber, la seguridad con que se lo defiende, la autoridad con que se lo impone o la urgencia para perfeccionarlo responden a motivos que no se hallan en la superficie del saber, sino en los intersticios de las instituciones en los que el saber se custodia. La dinámica del saber puede germinar en sus fallas. Por eso, para comprender las fuerzas que se despliegan en un acontecimiento tan complejo y extenso -tanto en su duración como en sus consecuencias- como la revolución copernicana, es conveniente considerar el saber científico no como algo que se funda a sí mismo, a partir del desarrollo de su fuerza interior (como si una “ley del espíritu humano”, al decir de Augusto Comte, nos condujera hacia una creciente inteligencia). El saber, es innegable, tiene su propio dinamismo, que lo impulsa a volverse más detallado, más preciso, o a buscar fundamentos más convincentes y resultados más eficaces. Pero los criterios que rigen esa convicción y esa eficacia dependen de factores que van más allá de toda teoría y de cualquier método: lo que en determinado contexto histórico resulta convincente y eficaz, en otro momento se revela infructuoso o irrelevante.
Dicho en términos epistemológicos: la marcha de la ciencia se va perfilando en un entrelazamiento de contingencias y necesidades provenientes tanto de su historia interna como de la historia externa. Incluso la distinción entre lo interno y lo externo puede volverse indiscernible, porque en la práctica concreta estos factores se empujan o se obstaculizan recíprocamente. Esto vale no solo para los saberes que la humanidad del siglo XXI dejó atrás, sino también para aquellos que hoy nos resultan convincentes y eficaces. Por eso, para comprender mejor el alcance y los límites de nuestro propio saber puede sernos útil volver sobre ese acontecimiento fundante de la modernidad científica y cultural: la revolución copernicana. Es preciso considerarla no solo como una gran innovación científica (es decir, como un cambio en el plano de las teorías), sino como una ruptura epistemológica (esto es: como un cambio drástico en las condiciones en que el saber se producía y se validaba); y, por ello mismo, como una mutación política y antropológica: cambian las relaciones de poder en las que el saber se funda, cambia el mundo en que vivimos y cambia la humanidad que lo habita. [Fragmento del texto "Una conmoción involuntaria" que se puede seguir leyendo en el blog Un Largo, acá]
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