por José Miccio
Esta mañana, a las siete y media, hacía en Mar del Plata un calor de mediodía; unas horas después, las nubes cubrían de gris el cielo, unos gotones de lluvia convertían en tuca cada cigarrillo y la temperatura descendía con premura. Ahora, a las dos de la tarde, otra vez arde la ciudad. Es un día bastante típico del pre-verano marplatense. A pesar del calor y el horario, casi todas las proyecciones cuentan con una buena cantidad de espectadores. Hace un rato, desde la cola del cine, mi mujer me avisó por SMS que la función de The time that remains, la excelente película del palestino Elia Suleiman, rebosaba de gente. Esta vez la proyección es en un cine pequeño, pero dos días atrás, en el enorme teatro Auditorium, pasaba lo mismo. Es toda una experiencia ver una película a sala llena, al menos si se tiene un buen lugar y no se necesita hacer contorsiones para leer los subtítulos. A pesar de esto, es difícil olvidar que todo está preñado de su contrario, y que la concurrencia presente será ausencia futura: tenemos razones para sospechar que, de estrenarse en el circuito comercial, esta misma película llevará menos espectadores en las veintipico funciones de su semana en cartel que las casi dos mil personas que la verán en tres o cuatro pasadas dentro del festival.
Pero ahora es ahora; la sala está llena y nadie se retira. Ha sido así casi siempre, excepto en Amer, un experimento con el giallo que puede resultar tan irritante como arrobador y que provocó fugas y desplantes varios en la trasnoche del jueves. Qué pasa en cada cabeza es imposible de conocer, pero en la sala todos parecen rendidos a Suleiman. Igualmente, puede ocurrir que el interés sea desidia y el compromiso, desaire. Tal vez mi vecina piense en su trabajo del día siguiente mientras los chicos palestinos cantan una canción que promueve la fe del nacionalismo israelí y un directivo explica que las escuelas con alumnos árabes también merecen el premio de la democracia. O tal vez, mientras alguien silba la melodía de El bueno, el malo y el feo, ese pibe con pinta de estudiante secundario se pregunte por la mejor manera de ganar el amor de la compañera que se sienta cinco mesas más atrás. Nadie está libre de sí mismo, ni siquiera en el cine, y pienso en qué habré pensado yo cuando la más celebrada de las películas de este año, Between two worlds, me obligaba a cambiar de posición y a decirme una y otra vez: es pura indolencia, es pura indolencia.
A pesar de su carácter episódico y su calma expositiva, siempre pasa algo en la película, en el sentido un poco haragán con el que usamos habitualmente ese verbo. Hay drama en The time that remains. Y a veces, vértigo. Al comienzo, por ejemplo, una avioneta amarilla persigue a un viejo Mercedes Benz en plena guerra del 48. Es una escena espectacular, en el sentido más Cecil B. De Mille de la palabra (exagero, claro está: el gran De Mille vivía en otro mundo). Como en Intervención divina, Suleiman le pone inventiva visual y absurdo keatoniano a su propia historia; la íntima y la social, si es que tal división tiene sentido. Por una parte, sus padres y, en menor medida, su abuelo y su tía protagonizan la mayor parte de las secuencias; por otra, los lazos familiares tienen la forma que tienen porque Israel inventa en 1948 al árabe-israelí y determina un marco de pertinencia para su vida social en el estado nuevo. Así queda claro desde el vamos, cuando el abuelo de Suleiman –alcalde de Nazareth- debe firmar las condiciones de existencia de su pueblo junto con la rendición: los líderes palestinos solo podrán actuar en el ámbito de lo civil y queda en poder del ejército israelí determinar qué ámbito es civil y qué ámbito es militar.
Además de las que suceden en 1948, la película distribuye sus secuencias en tres bloques más: uno alrededor de 1970, uno alrededor de 1980 y otro alrededor de la actualidad. Cada secuencia tiene unidad interna y buena parte de ellas están filmadas con planos generales fijos. Algunas se relacionan entre sí por repetición de su motivo central y variación de algún atributo: el vecino que quiere prenderse fuego, el niño Elia reconvenido en la escuela por tratar de imperialista a Estados Unidos, los amigos que pescan de noche. De aquí surge el humor, y de algunas situaciones delirantes, como aquella en que un enorme tanque apunta al hombre que se mueve de acá para allá en la calle de su barrio. Hay, por otra parte, al menos dos momentos absolutamente memorables: uno, felliniano, es aquel en que la maestra proyecta Espartaco a sus alumnos (la escena más erótica de una película sobre la rebelión de los oprimidos); el otro, los fuegos artificiales que estallan en el cielo detrás de la madre anciana, en uno de los más bellos homenajes que se hayan filmado a esa figura total.
Estos bloques de tiempo son el lienzo sobre el que Suleiman vuelca la historia de su pueblo, sus retazos de autobiografía, el homenaje a sus padres y su mirada humanista: el palestino que salva al soldado israelí; la patrulla que anuncia el toque de queda a los que bailan en un boliche y termina moviéndose al ritmo de la misma música; un significativo salto en garrocha. En el camino que va del 48 al presente, del padre fabricante de armas al hijo cineasta, la vida política de la familia Suleiman ha adelgazado. Sin embargo, el silencio y el rostro impertérrito de su director-actor no conceden naturalidad a ese mundo que se ha vuelto un poco extraño también para sus hijos: “Váyase a su casa”, le dice un soldado israelí a una mujer que pasa con el carrito de su bebé por entre el enfrentamiento de tanques y piedras. “Váyanse ustedes a su casa”, contesta ella.
The time that remains termina con una versión arabizada de Staying alive, la canción de los Bee Gees. Antes, ha pasado la muerte, una y otra vez. Ahora, hay que seguir viviendo. Hay películas que nos devuelven a la calle con un extrañamiento leve y una legítima esperanza. También con una pregunta sobre su pertinencia política. Ahora son las tres y media en Mar del Plata. Acaba de terminar una lluvia furiosa y se asoma el sol.
Esta mañana, a las siete y media, hacía en Mar del Plata un calor de mediodía; unas horas después, las nubes cubrían de gris el cielo, unos gotones de lluvia convertían en tuca cada cigarrillo y la temperatura descendía con premura. Ahora, a las dos de la tarde, otra vez arde la ciudad. Es un día bastante típico del pre-verano marplatense. A pesar del calor y el horario, casi todas las proyecciones cuentan con una buena cantidad de espectadores. Hace un rato, desde la cola del cine, mi mujer me avisó por SMS que la función de The time that remains, la excelente película del palestino Elia Suleiman, rebosaba de gente. Esta vez la proyección es en un cine pequeño, pero dos días atrás, en el enorme teatro Auditorium, pasaba lo mismo. Es toda una experiencia ver una película a sala llena, al menos si se tiene un buen lugar y no se necesita hacer contorsiones para leer los subtítulos. A pesar de esto, es difícil olvidar que todo está preñado de su contrario, y que la concurrencia presente será ausencia futura: tenemos razones para sospechar que, de estrenarse en el circuito comercial, esta misma película llevará menos espectadores en las veintipico funciones de su semana en cartel que las casi dos mil personas que la verán en tres o cuatro pasadas dentro del festival.
Pero ahora es ahora; la sala está llena y nadie se retira. Ha sido así casi siempre, excepto en Amer, un experimento con el giallo que puede resultar tan irritante como arrobador y que provocó fugas y desplantes varios en la trasnoche del jueves. Qué pasa en cada cabeza es imposible de conocer, pero en la sala todos parecen rendidos a Suleiman. Igualmente, puede ocurrir que el interés sea desidia y el compromiso, desaire. Tal vez mi vecina piense en su trabajo del día siguiente mientras los chicos palestinos cantan una canción que promueve la fe del nacionalismo israelí y un directivo explica que las escuelas con alumnos árabes también merecen el premio de la democracia. O tal vez, mientras alguien silba la melodía de El bueno, el malo y el feo, ese pibe con pinta de estudiante secundario se pregunte por la mejor manera de ganar el amor de la compañera que se sienta cinco mesas más atrás. Nadie está libre de sí mismo, ni siquiera en el cine, y pienso en qué habré pensado yo cuando la más celebrada de las películas de este año, Between two worlds, me obligaba a cambiar de posición y a decirme una y otra vez: es pura indolencia, es pura indolencia.
A pesar de su carácter episódico y su calma expositiva, siempre pasa algo en la película, en el sentido un poco haragán con el que usamos habitualmente ese verbo. Hay drama en The time that remains. Y a veces, vértigo. Al comienzo, por ejemplo, una avioneta amarilla persigue a un viejo Mercedes Benz en plena guerra del 48. Es una escena espectacular, en el sentido más Cecil B. De Mille de la palabra (exagero, claro está: el gran De Mille vivía en otro mundo). Como en Intervención divina, Suleiman le pone inventiva visual y absurdo keatoniano a su propia historia; la íntima y la social, si es que tal división tiene sentido. Por una parte, sus padres y, en menor medida, su abuelo y su tía protagonizan la mayor parte de las secuencias; por otra, los lazos familiares tienen la forma que tienen porque Israel inventa en 1948 al árabe-israelí y determina un marco de pertinencia para su vida social en el estado nuevo. Así queda claro desde el vamos, cuando el abuelo de Suleiman –alcalde de Nazareth- debe firmar las condiciones de existencia de su pueblo junto con la rendición: los líderes palestinos solo podrán actuar en el ámbito de lo civil y queda en poder del ejército israelí determinar qué ámbito es civil y qué ámbito es militar.
Además de las que suceden en 1948, la película distribuye sus secuencias en tres bloques más: uno alrededor de 1970, uno alrededor de 1980 y otro alrededor de la actualidad. Cada secuencia tiene unidad interna y buena parte de ellas están filmadas con planos generales fijos. Algunas se relacionan entre sí por repetición de su motivo central y variación de algún atributo: el vecino que quiere prenderse fuego, el niño Elia reconvenido en la escuela por tratar de imperialista a Estados Unidos, los amigos que pescan de noche. De aquí surge el humor, y de algunas situaciones delirantes, como aquella en que un enorme tanque apunta al hombre que se mueve de acá para allá en la calle de su barrio. Hay, por otra parte, al menos dos momentos absolutamente memorables: uno, felliniano, es aquel en que la maestra proyecta Espartaco a sus alumnos (la escena más erótica de una película sobre la rebelión de los oprimidos); el otro, los fuegos artificiales que estallan en el cielo detrás de la madre anciana, en uno de los más bellos homenajes que se hayan filmado a esa figura total.
Estos bloques de tiempo son el lienzo sobre el que Suleiman vuelca la historia de su pueblo, sus retazos de autobiografía, el homenaje a sus padres y su mirada humanista: el palestino que salva al soldado israelí; la patrulla que anuncia el toque de queda a los que bailan en un boliche y termina moviéndose al ritmo de la misma música; un significativo salto en garrocha. En el camino que va del 48 al presente, del padre fabricante de armas al hijo cineasta, la vida política de la familia Suleiman ha adelgazado. Sin embargo, el silencio y el rostro impertérrito de su director-actor no conceden naturalidad a ese mundo que se ha vuelto un poco extraño también para sus hijos: “Váyase a su casa”, le dice un soldado israelí a una mujer que pasa con el carrito de su bebé por entre el enfrentamiento de tanques y piedras. “Váyanse ustedes a su casa”, contesta ella.
The time that remains termina con una versión arabizada de Staying alive, la canción de los Bee Gees. Antes, ha pasado la muerte, una y otra vez. Ahora, hay que seguir viviendo. Hay películas que nos devuelven a la calle con un extrañamiento leve y una legítima esperanza. También con una pregunta sobre su pertinencia política. Ahora son las tres y media en Mar del Plata. Acaba de terminar una lluvia furiosa y se asoma el sol.
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