Gracias a la copia subtitulada que me cedió gentilmente el cine club Con los ojos abieros del amigo Roger Koza, y gracias también a la amabilidad de Eduardo Chinaski es que este sábado pudimos programar una de las películas más extrañas y fascinantes que yo haya visto en muchos años: The wild blue yonder (o La salvaje y azul lejanía). En el fondo no es algo sorprendente que Werner Herzog haga películas extrañas y fascinantes: las viene haciendo desde hace 40 años. Quizá la buena noticia es que las siga haciendo después de 40 años: que nos siga asombrando. Y que, aún frente a lps escollos y frenos que impone la distribución del cine mainstream, películas como esta encuentren sus propios medios de circulación.
Hace unos años Tomás Abraham empezó a manifestar en sus textos de La lectora provisoria la admiración que le despertaba la obra de Herzog. Y allí fue cuando recibió él también de manos de Roger Koza una copia subtitulada de The wild blue yonder. Y escribió esto que acá transcribo. Pero antes de dejarlo en la grata compañía de Tomás Abraham, les recuerdo que esta película la pasamos este sábado en el ciclo de cine que hacemos en La Tribu. Adelante, Tomás:
[The wild blue yonder] es aparentemente de ciencia ficción: Science fiction fantasy, dice el encabezamiento. Según la definición de Aristóteles “fantasía” es el ejercicio ilimitado de la imaginación, mientras en las artes discursivas de saber y opinión, nuestras aseveraciones tienen un límite objetivo. Por obra y tradición, Herzog no es aristotélico.
El documental y la ficción convergen en un aspecto que es la seriedad. Herzog es serio como lo es la prolongación de nuestra actualidad hacia virtualidades imaginarias. Herzog no deja de tener un pie en la tierra, uno solo, el otro está más allá.
La voz en off, mejor aún cuando es la suya en un inglés alemanizado, le da identidad a varias de sus creaciones que a la vez las hace reportajes. Y además, son interpelaciones, nos llama, nos subyuga con su reflexión visual, y se cuestiona a sí mismo.
El tema de otro mundo posible y real nos lleva a un futuro lejano pero reconocible. Los astronautas que disuelven sus partículas y se recomponen en un cuerpo a lo largo de quince años de viaje convertidos por el trasvasamiento de dimensiones en más de ochocientos en la Tierra, es un dato. Pero el dato se hace visión gracias a una cámara que flota en el vacío dentro de la cápsula, dejándose llevar por la misma falta de gravedad que sus tripulantes. Ellos son como nosotros, vulgares.
Los hombres abandonarán paulatinamente la Tierra. Es una decisión que se tomará con el tiempo. La ciencia encontrará el modo en que, por túneles y toboganes estelares, se acceda a lejanías antes imposibles de alcanzar. Las entrevistas a científicos de la Nasa, sus deducciones imperturbables frente a un pizarrón, esas fórmulas mínimas que dan vuelta un universo y muestran sus invisibles pliegues, son la prueba cinematográfica de que un futuro más allá de lo hasta ahora pensado es posible.
Todo gracias a las matemáticas de la transportación caótica.
Hay un hombre en la Tierra que viene de otra galaxia. Es un actor conocido: Brad Dourif, natural de un planeta exterior a Andrómeda. Está desesperado. Extraña su mundo y rememora a sus semejantes que se suicidan. Nos habla de la frustración de la misión, y del fracaso de la empresa que estamos presenciando. Nos trae una presencia de intensidad shakespeariana.
La voz de Herzog nos cuenta que los humanos viven en islas siderales. La Tierra se ha convertido en un country de fin de semana. Han decidido que el planeta azul –¿acaso no se conoce nuestra casa con este nombre?– sea preservado como un parque nacional. Se lo visitará ocasionalmente para esparcimiento. Mientras tanto la vida normal se hará en asteroides. Discuten qué tipo de arquitectura, qué propuesta de espacio ambiental, es el más adecuado para los hombres que vivirán toda su vida en las bases interestelares. Qué es lo más funcional para una vida llevadera. Los que argumentan a favor de una selva, una especie de hábitat natural, no consiguen convencer a los otros. Es incómodo vivir entre lianas, lagunas y pajarracos. Se vuelve monótono. El hombre primitivo no puede ser el modelo de la vida futura, la evolución existe y no se pueden recrear ecosistemas de un modo tan arbitrario.
El mejor modelo para que la vida extraterrestre sea llevadera es el shopping center espacial. Los hombres podrán salir a pasear, distraerse, comprar productos siempre nuevos, hacer uso de lugares de entretenimiento, y relajarse de la rutina.
Sin embargo, la empresa fracasará, no sabemos por qué. Aquel actor angustiado está lleno de ira en medio de un desierto en el que se ve un centro comercial polvoriento abandonado. Patea el suelo con furia ante la vanidad del proyecto y el cúmulo de mercadería almacenada sin ningún comprador.
Ese otro planeta del que proviene el extraño señor sulfurado, una masa líquida congelada, es penetrada por la nave espacial. Los astronautas salen para inspeccionar y lo hacen con traje de buzo porque el medio así lo exige. Pequeñas partículas de hielo flotante llenan aquella infinita pecera. Están buscando un lugar para los humanos. Distribuyen en sus mentes los posibles lugares habitables y los registran para comunicarlos a su regreso a la Tierra.
Pero por increíbles desfasajes temporales, han pasado más de ocho siglos desde la partida, y el planeta se ha convertido en un inmenso desierto mudo y rocalloso. Sin habitantes, sin vida, sin ciudades. Aterriza la nave en una inmensa meseta en medio de nubes negras.
Los tripulantes han envejecido quince años, su aspecto es el que tienen los vecinos de una pequeña ciudad del Middle West, blancos, algo gruesos por la poca movilidad en la cápsula, y con los dientes algo dañados por la escasa masticación de una dieta blanda.
Hemos viajado por espacios inmensos con colores fuertes, por supuesto el azul, pero también el negro de los fondos sin luz y el rojo de la tierra vacía.
Una música de sonido infinito, con coros de ángeles, voces perdidas, de Ernst Reijseger, alterna con Haendel y otros clásicos. La película está dividida en diez capítulos que comienzan con un Réquiem para un planeta que muere. En los agradecimientos finales figuran los tripulantes de la nave STS – 34, a los que Herzog reconoce por su coraje al acompañarlos en la misión. También agradece a la Nasa por su sentido poético. No se olvida de nombrar a los tres phds matemáticos, y destaca a la tripulación, el comandante, el médico, el físico especializado en plasmas, el bioquímico y el piloto. De los cinco, dos son mujeres.
El documental y la ficción convergen en un aspecto que es la seriedad. Herzog es serio como lo es la prolongación de nuestra actualidad hacia virtualidades imaginarias. Herzog no deja de tener un pie en la tierra, uno solo, el otro está más allá.
La voz en off, mejor aún cuando es la suya en un inglés alemanizado, le da identidad a varias de sus creaciones que a la vez las hace reportajes. Y además, son interpelaciones, nos llama, nos subyuga con su reflexión visual, y se cuestiona a sí mismo.
El tema de otro mundo posible y real nos lleva a un futuro lejano pero reconocible. Los astronautas que disuelven sus partículas y se recomponen en un cuerpo a lo largo de quince años de viaje convertidos por el trasvasamiento de dimensiones en más de ochocientos en la Tierra, es un dato. Pero el dato se hace visión gracias a una cámara que flota en el vacío dentro de la cápsula, dejándose llevar por la misma falta de gravedad que sus tripulantes. Ellos son como nosotros, vulgares.
Los hombres abandonarán paulatinamente la Tierra. Es una decisión que se tomará con el tiempo. La ciencia encontrará el modo en que, por túneles y toboganes estelares, se acceda a lejanías antes imposibles de alcanzar. Las entrevistas a científicos de la Nasa, sus deducciones imperturbables frente a un pizarrón, esas fórmulas mínimas que dan vuelta un universo y muestran sus invisibles pliegues, son la prueba cinematográfica de que un futuro más allá de lo hasta ahora pensado es posible.
Todo gracias a las matemáticas de la transportación caótica.
Hay un hombre en la Tierra que viene de otra galaxia. Es un actor conocido: Brad Dourif, natural de un planeta exterior a Andrómeda. Está desesperado. Extraña su mundo y rememora a sus semejantes que se suicidan. Nos habla de la frustración de la misión, y del fracaso de la empresa que estamos presenciando. Nos trae una presencia de intensidad shakespeariana.
La voz de Herzog nos cuenta que los humanos viven en islas siderales. La Tierra se ha convertido en un country de fin de semana. Han decidido que el planeta azul –¿acaso no se conoce nuestra casa con este nombre?– sea preservado como un parque nacional. Se lo visitará ocasionalmente para esparcimiento. Mientras tanto la vida normal se hará en asteroides. Discuten qué tipo de arquitectura, qué propuesta de espacio ambiental, es el más adecuado para los hombres que vivirán toda su vida en las bases interestelares. Qué es lo más funcional para una vida llevadera. Los que argumentan a favor de una selva, una especie de hábitat natural, no consiguen convencer a los otros. Es incómodo vivir entre lianas, lagunas y pajarracos. Se vuelve monótono. El hombre primitivo no puede ser el modelo de la vida futura, la evolución existe y no se pueden recrear ecosistemas de un modo tan arbitrario.
El mejor modelo para que la vida extraterrestre sea llevadera es el shopping center espacial. Los hombres podrán salir a pasear, distraerse, comprar productos siempre nuevos, hacer uso de lugares de entretenimiento, y relajarse de la rutina.
Sin embargo, la empresa fracasará, no sabemos por qué. Aquel actor angustiado está lleno de ira en medio de un desierto en el que se ve un centro comercial polvoriento abandonado. Patea el suelo con furia ante la vanidad del proyecto y el cúmulo de mercadería almacenada sin ningún comprador.
Ese otro planeta del que proviene el extraño señor sulfurado, una masa líquida congelada, es penetrada por la nave espacial. Los astronautas salen para inspeccionar y lo hacen con traje de buzo porque el medio así lo exige. Pequeñas partículas de hielo flotante llenan aquella infinita pecera. Están buscando un lugar para los humanos. Distribuyen en sus mentes los posibles lugares habitables y los registran para comunicarlos a su regreso a la Tierra.
Pero por increíbles desfasajes temporales, han pasado más de ocho siglos desde la partida, y el planeta se ha convertido en un inmenso desierto mudo y rocalloso. Sin habitantes, sin vida, sin ciudades. Aterriza la nave en una inmensa meseta en medio de nubes negras.
Los tripulantes han envejecido quince años, su aspecto es el que tienen los vecinos de una pequeña ciudad del Middle West, blancos, algo gruesos por la poca movilidad en la cápsula, y con los dientes algo dañados por la escasa masticación de una dieta blanda.
Hemos viajado por espacios inmensos con colores fuertes, por supuesto el azul, pero también el negro de los fondos sin luz y el rojo de la tierra vacía.
Una música de sonido infinito, con coros de ángeles, voces perdidas, de Ernst Reijseger, alterna con Haendel y otros clásicos. La película está dividida en diez capítulos que comienzan con un Réquiem para un planeta que muere. En los agradecimientos finales figuran los tripulantes de la nave STS – 34, a los que Herzog reconoce por su coraje al acompañarlos en la misión. También agradece a la Nasa por su sentido poético. No se olvida de nombrar a los tres phds matemáticos, y destaca a la tripulación, el comandante, el médico, el físico especializado en plasmas, el bioquímico y el piloto. De los cinco, dos son mujeres.
1 comentario:
el actor que hacía de alienígena:
Bradford Claude Dourif (nacido el 18 de marzo de 1950) es un actor de cine y televisión nominado a un premio Óscar y a un premio Emmy. Probablemente es más conocido por su papel en One Flew Over the Cuckoo's Nest, que le valió la citada nominación al Óscar como mejor actor de reparto. También ha puesto su voz al personaje de Chucky en las películas del Muñeco diabólico (Child´s Play), ha interpretado a Lon Suder en Star Trek: Voyager, y al doctor Gediman en Alien: Resurrección. También ha ganado un premio Saturn por El Exorcista III y ha sido nominado a un premio Emmy por su papel en Deadwood. Como secundario también ha participado en la adaptación a la gran pantalla de Dune (David Lynch, 1984), interpretando al malvado Mentat del barón Vladimir Harkonnen, Piter de Vries.
me encantó la película.
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