por Silvia Rivera *
Puede parecer un lugar común afirmar que la historia la escriben los que ganan. Sin embargo, considero útil recuperar tal afirmación, sacudirle el polvo del conformismo y extender su uso a la historia de las ideas que heredamos. Una historia que se remonta a la Grecia clásica, cuando Sócrates, y su discípulo Platón, inventan la filosofía. Invento peculiar, oscuro, ladino, que en su pretensión de verdad no escatima ironías, desprecios hacia las clases productivas y complicidades con una aristocracia resentida por la pérdida de sus privilegios en el marco de la democracia naciente. Todo esto se muestra en la confrontación entre filósofos y sofistas, presentados estos últimos por la historia oficial como vulgares maestros que osaban cobrar por sus lecciones, ofreciéndolas con descaro a todo ciudadano interesado en participar de los debates del ágora. Esto es lo que se desprende de varios textos platónicos, en ocasiones puestos en boca de Sócrates, en un juego de solapamientos del sujeto de la enunciación, destinado quizás a reforzar la idea de que en definitiva es la “Verdad” la que habla por boca del filósofo.
Sin embargo, frente a esta minoría filosófica, otros profesionales de la palabra trabajaban incansables en la ciudad: los sofistas, efectivos agentes de democratización de la polis. Los sofistas eran educadores que facilitaban la inclusión social de los ciudadanos a través su formación en el manejo de herramientas discursivas necesarias para participar activamente de la vida política. Claro está que traficar con dinero no era considerado honorable por plebeyos sin conciencia de clase, tal el caso de Sócrates; o jóvenes aristócratas que hacían gala de un profundo desprecio por las complejidades del trabajo productivo, tal su discípulo Platón. De ahí la condena hacia estos personajes poco elegantes que osaban sospechar de legitimidades trascendentes, potenciando en consecuencia la responsabilidad de todos en la promoción de la justicia. Frente a la docencia considerada como “trabajo” digno e imprescindible para la cohesión social, la historia oficial presenta la educación superior como “misión” desinteresada de unos pocos que pueden prescindir de la justa retribución por su salario, porque la acumulación de generaciones precedentes les garantiza una vida de ocio. Victoria de los filósofos sobre los sofistas, de los aristócratas de cualquier cuño sobre los trabajadores en su conjunto, a la hora de escribir la historia de occidente.
Pero hay todavía otra sentencia también trillada, que considero útil retomar: aquella que nos recuerda que la cuna de nuestra cultura es Grecia y por lo tanto somos platónicos. Recalcitrantes y elitistas platónicos que otorgamos mayor calidad moral a quienes hacen gala de saberes expertos mientras negamos a los docentes una justa retribución por su trabajo. Porque así son las cosas en la Universidad de Buenos Aires, que acumuló durante años docentes ad-honorem con promesas de un salario que se demora y que si llega anuncia una precariedad ominosa. Porque estos docentes, que trabajan muchas veces en situaciones edilicias complicadas y con una altísima concentración de alumnos por aula, dependen de contratos anuales, o aún semestrales, porque no se sustancian los concursos reglamentarios que garantizan regularidad de jefes de trabajos prácticos y auxiliares docentes. Docentes explotados, que cuando enferman o enloquecen por padecimientos varios y maltratos institucionales, deben recurrir a la solidaridad de sus compañeros para cubrir los cursos, porque no hay presupuesto para suplencias. Docentes que cuando cumplen 65 años son descartados, porque su antigüedad encarece el presupuesto, y si resultan reemplazados es por jóvenes a los que se hace trabajar con promesas de contratos precarios, que aún así los ilusionan, en tiempos de platónico desprecio por los educadores comprometidos con una democratización efectiva de la sociedad.
Destaco a todos los docentes, pero en especial a los trabajadores del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires, no sólo porque se trata de la Unidad Académica a la que pertenezco desde su creación en el año 1985, sino porque considero despliega una tarea académica y ciudadana de la mayor relevancia: iniciar a los futuros investigadores, docentes, profesionales de todas las áreas, pero muy especialmente a los actuales ciudadanos, en el respeto de los valores democráticos relacionados con la apropiación social del conocimiento. Frente a viejas tecnocracias y colonialismos del saber que sobreviven aún bajo ciertos discursos progresistas, los docentes del Ciclo Básico trabajamos con alto nivel académico y fuerte compromiso social, en la formación de una ciudadanía responsable y activa. Trabajamos día a día, a pesar del desprecio evidenciado en la negación de nuestros derechos laborales, en vistas a la promoción de una democracia efectiva y no meramente declamada.
* NOTA DEL EDITOR: Esta nota fue publicada en la edición impresa de Clarín del 26 de marzo pasado, con el título "La UBA desprecia la justa retribución de sus docentes". Pero, curiosamente, no aparece en la versión digital del diario. En mi carácter de docente del CBC adhiero al punto de vista de su autora.
* NOTA DEL EDITOR: Esta nota fue publicada en la edición impresa de Clarín del 26 de marzo pasado, con el título "La UBA desprecia la justa retribución de sus docentes". Pero, curiosamente, no aparece en la versión digital del diario. En mi carácter de docente del CBC adhiero al punto de vista de su autora.