por Lidia Ferrari
Estuve en mi querida patria un mes... ¡y fue tan poco! Aquí, de regreso en Italia, ya estoy extrañando. Voy a contarles lo que se extraña de Argentina y en Europa no se consigue.
Esto que estoy haciendo ahora, una confesión sincera, una conversación simple, aquí, no se consigue.
Conversar con el otro, escucharse y escuchar. Sentarse con una amiga a tomar un café y hablar por horas de todo, de política, de ropa, de comida, de amores, de tristeza, de alegrías, de cualquier cosa, con ganas, mientras tu amiga te escucha y vos la escuchás, eso, en Europa no se consigue.
Tener cenas opíparas, eso sí se consigue en Europa, pero no conseguís que en esa cena o asado hablemos acaloradamente de las más diversas cuestiones, que con euforia discutamos de política, que nos riamos a carcajada batiente, que nos miremos con cariño pero cuando alguien dice algo que nos disgusta lo discutamos con vehemencia, y luego sigamos compartiendo la opípara comida, eso, en Europa no se consigue.
Que en un encuentro familiar los niños jueguen a la par con los adultos y digan cosas muy inteligentes que nos haga admirarlos, eso, aquí no se consigue.
Que haya mucha gente en la calle y que sientas una silenciosa cordialidad en la multitud. Que en el encuentro cotidiano haya una proximidad que, como dice Cortázar, es llana, simple y cariñosa. Lo decía en los ’70, que alguien se le acercaba y le demostraba “inmediatamente una especie de amistad y ternura, con la discreción del criollo” [1].
Es algo que notan los extranjeros y que nota uno, cuando viviendo en el extranjero te das cuenta de esa diferencia. Aquí, en Europa, la soledad se siente, también en la calle. No es que no haya hostilidad en Buenos Aires y en Argentina. Pero la hostilidad está relacionada con la paranoia posterior, con la idea de que el otro nos puede hacer daño. Pero eso no es lo que surge inmediato. No somos paranoicos de entrada. Se construye luego, luego de la desilusión o del bombardeo que te dice que hay que desconfiar. Pero espontáneamente somos confiados y pudorosos en esa confianza.
La otra característica, para mí la mayor virtud argentina, es la conversación. Puedo asegurar con certeza que de eso no se consigue en Europa. La conversación que dialoga, un sincero interés por el otro, y no un monólogo de dos o de tres, como se ve tan frecuentemente aquí. Gente que escucha y es escuchada.
Esto nos lleva a otra cosa que no sólo no se consigue sino que nos distingue, que Borges ha resaltado tanto en sus entrevistas: el culto de la amistad. La amistad como lugar donde uno es con el otro. La amistad como el intercambio que nos hace ser lo que somos. Aquí, en Europa, se siente que la amistad o es interesada o no es demasiado sincera. Pero no por malicia, sino porque no la han cultivado. Desconocen el valor de cierto tipo de amistad, porque también desconocen meterse en la propia piel y pensarse, y pensarse con el otro en una charla de café. No lo conocen. No lo han vivido. No lo pueden hacer, porque no saben lo que es. No en vano somos una capital de psicoanalizados. Es que algo de esa amistad donde uno confía sus cuitas, donde uno se rebalsa en el otro, eso implica un meterse en la propia piel de modo profundo, pero siempre a través de que haya otro que nos escuche, que nos ayude a meternos en esta piel que nos toca.
“En Europa no se consigue” es una frase muy escuchada y repetida, de la cual desconocía su origen. Como tantas cosas, en este mundo mediático en el que vivimos, nace de una publicidad de calzado deportivo llamado Interminable, en el cual el Ratón Ayala, pateando la pelota a la cámara, muestra sus zapatillas y dice: En Europa no se consiguen. Pensemos, década del 70 y un jugador de fútbol argentino haciendo publicidad de una marca argentina, con el remate del locutor en off que dice: Interminable, el calzado deportivo más fino del mundo [2]. Los tiempos han cambiado, por cierto. Los jugadores argentinos publicitan marcas internacionales, pero todavía la amistad es nuestra.
¿Será una mirada idealizada? Seguramente lo es, pero también hay una verdad en esto que digo. Tuve en este viaje algunas desilusiones, pero no fueron más que un baño de realidad. Desde afuera, uno escucha y lee los dolores, los males que nos aquejan, los podemos ver y hasta intuir de un modo muy próximo. Pero estando allí el mal se te filtra y te cala los huesos, como el frío agudo. Tratás de impermeabilizarte cuando quieren hacerte entrar el mal y, aunque no lo logran, sentís de cerca que están batiendo fuerte para que se horade tu cuero y dejes entrar las miserias humanas de los que siempre fueron miserables. Pero de esto hablaré en otro momento. Mi piel siguió curtida, porque la amistad, la conversación, el café, el cariño, la curiosidad por el otro, la inteligencia, el entusiasmo en la política y la simpatía me nutrió como para sobrevivir al menos un año en las calles impolutas de esta Europa pasteurizada.
[1] “La vuelta a Julio Cortázar en 80 preguntas”, por Hugo Guerrero Marthineitz, Revista Siete Días, N° 311, 30 de abril al 6 de mayo de 1973.
[2]
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