todos estamos igual

jueves, 25 de agosto de 2016

Homeland

La extraordinaria película de Abbas Fahdel que se exhibe por última vez este domingo en el Malba


En 2002, como consecuencia de una intensa campaña bélico-mediática global, para todo el mundo era evidente que los Estados Unidos iban a invadir Irak en un "ataque preventivo", en busca de las presuntas "armas de destrucción masiva" que escondía el régimen de Saddam Hussein (los medios norteamericanos ayudaron a instalar esta noción como una certeza y la mayoría de la prensa mundial se alineó con ellos). La alegada posesión de "armas de destrucción masiva" convertían a Irak en una "amenaza para el mundo civilizado". El recurso de las comillas en las oraciones anteriores intenta destacar el carácter ficticio y a la vez operativo del relato: se trataba de justificar la invasión a Irak para posicionar a las tropas norteamericanas en una zona de alto valor estratégico y económico. 

La vergüenza que se extiende como un manto que nos cubre a todos es la indolente aceptación o el consentimiento resignado de una mentira construida con imágenes televisivas, discursos políticos y avales periodísticos, con el fin de avasallar a los pueblos bárbaros en nombre de la civilización. La imagen del derribo de las Torres Gemelas de New York, que todos presenciamos como un show de repetición en loop, es la preparación de las guerras "preventivas" que a comienzos del siglo el mundo civilizado declaró contra los pueblos a los que, sin auténticas pruebas, se condenó como "amenazas terroristas". Esta historia no ha terminado. 

Bajo esta lógica de una imagen impactante (el impacto de los aviones contra las Torres) que por abrumadora repetición se hace funcionar como pretexto, se convence a millones de televidentes de la inevitabilidad de una reacción: hay que destruir preventivamente las amenazas contra el mundo libre. Es el género del terror por el cual el complejo militar industrial financiero y mediático sigue imponiendo su poder sin que nada lo detenga. La televisión y el cine forman parte de ese dispositivo, dado que la guerra se libra con tanques pero se prepara con imágenes. Esas imágenes requieren espectadores que concedan verosimilitud al peligro terrorista. El periodismo político aporta una retórica convincente: Je suis Charlie. El cine de espectáculo refuerza los mecanismos de identificación: nosotros o ellos. La crítica cinematográfica oculta la función de las imágenes en el dispositivo bélico y las reduce a entretenimiento. Todo está dispuesto para que la masacre sea vivida como una consecuencia natural para las masas de espectadores. Este mecanismo funciona en la medida en que todos acepten su rol en el guión prefijado. No se trata de un estado de excepción, sino de la estructura terrorista del mundo actual.

Abbas Fahdel es un cineasta iraquí que desde hace años vive en Francia. En 2002 advirtió, como todo el mundo, que su tierra natal (esa es una de las maneras posibles de traducir Homeland) iba a ser invadida por las tropas imperiales. Supo que cuando eso ocurriera su patria sería arrasada. Por eso viajó con su cámara a filmar ese mundo conocido a punto de ser destruido. Su impulso es básicamente amoroso: Fahdel va a filmar a su familia, su hermano, su cuñada, sus sobrinos y amigos. El barrio, las gentes del pueblo, las calles, las casas, el campo, los paisajes, los ríos, los árboles, el viento, los animales, los museos, los artistas.

Homeland está divida en dos partes que se corresponden con dos viajes de Fahdel a su patria: antes de la invasión, bajo la dictadura de Saddam Husseim; después de la invasión y del derrocamiento de Saddam, en medio de la cruenta anarquía que desencadenan las tropas norteamericanas.

El plano inicial de la primera parte nos muestra a un gatito en posición de alerta. El zoom de la cámara abre y nos permite ver las rejas de una ventana. El plano contiene tácitamente varias informaciones que cobrarán suma importancia. La imagen del gato está tomada desde adentro de una casa, la de su familia. La cadencia mecánica del zoom out, que se va a repetir varias veces a lo largo de las más de cinco horas de película, indica la presencia corpórea de la cámara en el espacio en el que se desarrolla la acción y la voluntad de su operador, el propio Fahdel, de abrir la imagen. Toda la película es una subjetiva suya desde el visor de la cámara. Ese es el punto de incisión desde el cual Irak como un mundo complejo y denso de historia viva se nos abre.

Las personas filmadas (entre varias decenas, muy especialmente su sobrino Haidar de 11 años) hablan con él con la intermediación de la cámara; la película hace que ellos a la vez hablen y nos miren a nosotros. Explicitar la presencia corporal de la cámara y del camarógrafo en el lugar determina el principio rector de la película: hay una contigüidad entre ese lugar y el nuestro, somos, en la distancia, parte de ese mundo.


Hay un tipo de secuencias que se repiten varias veces y que constituyen el núcleo emotivo de Homeland: personas que hacen contacto visual con nosotros a través de la cámara, que nos miran. Llama la atención que muchos de ellos sean niños, no todos. Es imposible olvidar que en numerosos casos ellos nos sonríen. Esto sucede tanto en la primera parte, cuando el pueblo iraquí espera la invasión con cierta expectación curiosa, que aún no asume la certeza de la catástrofe, como también después de la invasión, en situaciones de abierto descalabro social. Son momentos discretamente líricos, planos que interrumpen el devenir de los actos cotidianos que se suceden como una cadena de contingencias, para proponernos una detención contemplativa, una transición involuntaria del tiempo profano hacia una sencilla sacralidad. Las miradas a cámara en el género documental tienen siempre un sentido específico, muy distinto al que pueden tener en una ficción. En Homeland tienen una función muy precisa: la de la mirarnos unos a los otros. Por medio de esta posición de enunciación -este punto de vista- la experiencia que Fahdel nos propone es una forma de habitar ese lugar de un mundo que es entonces nuestro. Habitar es poder mirar a los ojos a esos prójimos y que ellos nos miren.

Sin embargo, Fahdel contrarresta este efecto con otro de sentido inverso, que hace aparecer una distancia entre el mundo filmado, la mirada de Fahdel y el espectador: introduce escuetos textos descriptivos sobreimpresos, generalmente para presentarnos la identidad de las personas que vemos -únicas ocasiones en las que se permite asumir la primera persona: "mi hermano", "mi sobrino", "los amigos de mi sobrino"-; en algunos casos especiales, para marcarnos la distancia temporal que nos separa de ellos; y en unos pocos casos, estos textos van a anticiparnos el destino que les espera a las personas que estamos viendo: algunos de ellos van a morir tiempo después, según nos anticipa el texto, cuando todavía los estamos viendo o nos están mirando. Esta concisa y no subrayada tensión entre la contigüidad espacial posibilitada por la cámara y la distancia temporal desde la cual la película se enuncia le da a cada acto cotidiano que presenciamos, los triviales, los plácidos, los lúdicos tanto como los dramáticos, un tono elegíaco. Sabemos como espectadores que ese mundo, esas personas, tienen una existencia frágil, que en un futuro para ellos inminente y para nosotros ya pasado estarán expuestos a la catástrofe. En esas sobrias intervenciones vemos la finitud de ese mundo que la extensa duración y la multitud de detalles que el metraje va acumulando nos hace familiar.


Hay muchas películas sobre -contra- la guerra. En su sencillez estructural, Homeland logra algo más complejo: colocarnos en un punto en el que guerra y paz son indiscernibles. La primera parte muestra a una comunidad que vive su historia bajo un régimen dictatorial, mientras se reconocen los rastros de la guerra anterior (1991), los efectos de las sanciones económicas internacionales que someten al pueblo a condiciones de penuria y se disponen a la llegada de los invasores. El presente transcurre bajo una opresión de la que ellos no pueden hablar. Varias veces veremos a la familia en el living mirando en la televisión escenas de un grotesco culto a la personalidad de Saddam, sin que ellos manifiesten su posición más que por algún gesto casi imperceptible. El tono de esa primera parte, sin embargo, es raramente plácido, porque la comunidad aún bajo la dictadura mantiene vivos sus lazos sociales e históricos. Cada tanto pueden escucharse los ecos de un cántico religioso que atraviesa el espacio. La naturaleza y los animales comparten un mundo habitable.

La invasión propiamente dicha está elidida. Es lo que sucede entre la primera y la segunda parte de la película.

En la segunda parte la irrupción de los tanques norteamericanos moviéndose a toda marcha por las carreteras iraquíes da la sensación de una invasión alienígena. Esos tanques ostentan una energía notoriamente ajena al ritmo del lugar. Ya no se escucharán cánticos religiosos. La alteración del tránsito parece ser el primer efecto visible de la invasión, la destitución de las estatuas y cuadros de Saddam será señalada como al pasar por un leve movimiento de cámara. Pero las dos partes no se oponen como el bien y el mal; ni como el mal y el bien. La caída de Saddam permitirá que el pueblo hable abiertamente contra el dictador, pero también habrá quien señale la hipocresía de todos los que vivieron bajo la dictadura sin decir nada. La llegada de los tanques norteamericanos se vivirá con sentimientos ambivalentes y la progresiva corrosión del tejido social se irá mostrando mediante una acumulación de pequeños detalles. Fahdel evita poner su mirada en función de ningún dispositivo bélico ni propagandístico.

Por eso Homeland no es solo una película sobre Irak, sino sobre el cine y sobre nosotros.

Ese nosotros en ningún caso -ni cuando vemos la abyección racista de Eastwood en American Sniper, ni tampoco al ver Homeland- es una identidad dada de antemano. En cambio, el nosotros se construye en la experiencia, que nunca es una mera observación sino más bien una praxis. También praxis de espectador o crítico cinematográfico. Podemos devenir un “nosotros” al apuntar a través de la mira del fusil de Eastwood  en American Sniper o podemos ver las calles devastadas de Bagdad en su similitud con un suburbio bonaerense. La globalización significa que ningún rincón del mundo está a salvo de quedar en la mira de los fusiles imperiales, si la prensa instala la idea de que en Irak o en Mar del Plata hay armas de destrucción masiva. El cine no refleja simplemente el mundo sino que forma parte del dispositivo bélico. O, por el contrario, encuentra una forma de mirar que no pueda ser usada con fines terroristas. La pantalla de televisión en la que la familia de Haidar observa el derribo de las Torres Gemelas es parte del dispositivo terrorista. Anticipa los tanques que ya van a llegar. Los tanques no podrían haber llegado sin el antecedente de esas imágenes trasmitidas como un espectáculo hacia todos los rincones del globo. De igual forma, películas como American Sniper o Dark Zero Thirty complementan esa disposición perceptiva que intenta hacernos aceptable la invasión. El truco dramatúrgico de Hollywood es presentar matices diferenciales acerca del proceder técnico de “nosotros” en la zona enemiga, siempre que mantengamos al Otro fuera de nuestra projimidad . Homeland nos hace posible construir otro “nosotros”.

El mayor valor de Homeland es que se pregunta de qué forma filmar para que la imagen no sea parte del dispositivo bélico. Lo hace pagando el alto costo de que la película pueda volverse invisible en casi todos los circuitos de exhibición. 

A pesar de mostrarnos a un pueblo en situaciones de extremo peligro, bajo una sangrienta dictadura o sufriendo una invasión igualmente letal, Homeland no abunda en imágenes cruentas. Al contrario, la mayor parte del tiempo lo que vemos es la vida cotidiana, los nacimientos, los juegos, los viajes, las bodas, los oficios, el recuerdo de los muertos. Pero su final imposible de soportar nos dice que el cine no puede reparar lo que está roto en el mundo.

Este domingo 28 de agosto de 2016 a las 19:30 Homeland se proyecta por última vez en el Malba (ver acá).

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