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Por Lepoldo Brizuela
Nunca fui peronista. Voté a Néstor Kirchner en 2003 para ayudar a que no ganara Menem. No tenía la menor idea de quién era Kirchner. Finalmente, hizo el mejor gobierno de mis 45 años de vida. No sólo para mí y la gente que me rodea. También para el campo. Voté a Cristina Kirchner con un poco más de esperanzas. Quería simplemente que siguiese la línea de la gestión anterior. Lo hace, aunque es muy distinta. No voy a caer en la trampa de hablar de detalles personales. Lo que me importa es esto: en cien días durísimos ha logrado demostrar que ciertas reformas más profundas pueden hacerse en democracia.
Siempre pensé, comprobé, que es tal la cerrazón de los sectores privilegiados, que sólo una revolución conseguiría mermar esos privilegios. Siempre dudé de que la democracia pudiera contra los que no son democráticos; en realidad siempre la vi ceder. Cristina Kirchner, ante la amenaza de las entidades de terratenientes – esto es: hambrear al pueblo-, ha demostrado hasta ahora una salida alternativa: usar hasta las últimas consecuencias la fuerza del derecho ya establecido. Y no traicionar el compromiso básico con el electorado.
Cuando dicen que Crisitina quiere parecerse a Evita, deben de estar refiriéndose, de nuevo, a detalles personales. Porque si la tradición quiere que, ante la amenaza de la oligarquía, Evita pensó en armar al pueblo, Cristina Kirchner no ha hecho más que mantenerse en su postura y tratar de persuadir. Quizá porque pertenece a mi tiempo y se le adelanta, yo prefiero a Cristina Kirchner, a quien no imagino diciendo “mi general”.
Es muy probable, me dicen, que si Cristina Kirchner hubiera bajado sus pretensiones, no se hubiera llegado hasta acá. Pero llegó. Alguien disculpa su obcecación – que en un varón sería considerada firmeza- considerando que estamos acostumbrados a presidentes fuertes y el sistema es fuertemente presidencialista. Yo prefiero decir: ¿por qué tendría que bajarlas ella? Tiene muchas menos razones para bajarlas. En realidad, tiene una sola: la fuerza de su oponente. Tenemos miedo, y un miedo muy concreto, porque con el campo están los represores. Cristina Kirchner, en cambio, de un modo que sorprende por lo habituados que estamos a las extorsiones del miedo, ha repondido a cada emplazamiento con pensamientos. Cuando la escuchaba, yo escucho, mejorados por una gran inteligencia, los pensamientos políticos que tuve toda la vida, y que a veces defendí; cuando escucho a los cuatro dirigentes ruralistas, no encuentro una sola idea. Sólo declaran la voluntad de no pagar impuestos.
“Nadie ha hecho más por dividir a los argentinos”, escribió Morales Solá. Falso. La división de los argentinos, al asumir Kirchner, era ya tan abismal como la diferencia entre el Country Abril y la villa miseria que lo rodea. Lo que puede decirse de Cristina Kirchner, en todo caso, es que puso en evidencia esta división. Manda pagar impuestos, y expone el porqué. Crea conciencia de clase en los sectores más desfavorecidos; los otros, los que se apropian de los símbolos patrios y se uniforman bajo el mote el campo, ya la tienen.
La gente que no aparece en los medios ni corta rutas -o las cortó, pero nunca apareció en televisión- debería iluminar también a los intelectuales. Hay saberes que sólo se obtienen por la experiencia de la lucha. Me exaspera el lugar que los medios hacen tomar a los intelectuales. En general, sólo los convocan para opinar acerca de lo que dice otro intelectual, y nos reducen a escucharnos entre nosotros, encerrados en un círculo minoritario – mientras que el rol de iluminador del pueblo le es adjudicado, como todos saben, a Marcelo Tinelli-. Deberían convocarnos porque, simplemente, nos parecemos al resto de la gente.
La gente del campo siente amenazada su identidad ante la encrucijada de los tiempos: de ahí su virulencia. También es cierto que los intelectuales, los militantes de izquierda en general, sentimos amenazada nuestra identidad histórica de opositores, y ese es el desafío: o cambiamos y sobrevivir, o perduramos como cómplices del enemigo.
La urgencia es extrema. Los fascistas y los represores están en el campo. Esto no es una metáfora: hay prueba. Desde mi punto de vista que es, claro, el punto de vista de un hijo de la clase obrera, que se mantiene a duras penas como docente y como escritor, y el de un homosexual, veo fuerzas de las que muy pocos hablan. Fuerzas siniestras.
En primer lugar, creo que, más o menos inconscientemente, gran parte de la oposición al gobierno necesita ver en él un gobierno de montoneros, y de verlos públicamente nefastos, para sacarse la culpa de haber aprobado el genocidio, o de haber permanecido completamente ajeno a él y, sobre todo, de no haber protestado, al menos, contra el indulto a los genocidas. Se dice que nunca hubo tanta libertad de prensa como en el gobierno de Menem. Ya que tenían tanta libertad, ¿por qué ninguno de los que se irritan tanto contra la obcecación presidencial cortó una sola ruta para impedir el indulto a los genocidas, o escenificó alguna rabieta comparable en la televisión en que reinaban Neustadt y Sofovich? ¿Por qué la detención de De Angeli -sin armas, después de intentar todo tipo de persuación, y sólo por unas horas, para defender un derecho constitucional- se presentó ante el pueblo como si lo hubieran deportado a Auschwitz, y casi se ha olvidado el caso Miguel Bru, el de Kosteki y Santillán, el de Julio López? Dan ganas de vomitar.
En segundo lugar, noto un odio visceral, feroz, por las mujeres. Muchos varones no pueden tolerar que una mujer los gobierne. No toleran que sea evidentemente dueña de sí misma y, sobre todo, no toleran que aguante. Que siga, que se mantenga en pie, es una conquista única para la historia de las mujeres. Es verdad que el mérito no es sólo suyo; algo maduró en nosotros, en nuestra sociedad, en lo que va desde 1983.
Por último, ¡con qué distinta vara se juzga todo! ¡Cómo se ningunea! Cuando se señala el odio confeso de D'Elía por los blancos (sin criticar, curiosamente, su infame amor por Irán), me pregunto cuándo llegará el momento de una discusión a fondo sobre el racismo en una sociedad en que no sólo escuchamos comentarios cotidianos sobre los negros, sino que los que somos negros, sufrimos día a día discriminaciones que es mejor callar. O por qué no se menciona el odio de los comentarios que los lectores anónimos dejan al pie de las noticias en los diarios opositores, como Crítica o La Nación. O por qué el varón que, como yo, apoya a una mujer con ideas, es inmediatamente descalificado, sindicado de chupamedias o arribista, o sospechado de haber obtenido o gestionado prebendas. No señores: apoyamos ideas, acciones. En todo caso, en dar, no en obtener, está el único premio.
(Publicado originalmente en el periódico MIRADAS AL SUR, 29 de junio, 2008)