por Lidia Ferrari
Pensamos a Europa como el faro de la cultura de Occidente. Esto no lo inventamos ni sólo es producto de que nuestros padres de la patria creían que únicamente inmigrantes europeos podían hacer grande la Argentina. Europa tiene más de 2000 años de historia. Italia es el país con mayor cantidad de obras artísticas del mundo. Desde antes de Roma, pasando por el Renacimiento allí se ha producido gran parte de la alta cultura de Occidente. Para nosotros el arte, la producción científica y literaria, parte desde este punto cardinal. A nosotros nos fue asignada la barbarie de la pampa, las riquezas que produce la tierra. El granero del mundo se tomó en serio su trabajo y todavía nos pensamos como analfabetos culturales y que en Europa, la urbana Europa, se cuece la cultura. No es nuestra culpa si este ha sido el relato que nos constituye. Por eso, cuando uno llega a Italia, sufre de una extraña puesta a punto de todas nuestras imaginerías. En primer lugar porque uno comprende que en Argentina poseemos una cultura cosmopolita que no existe en la provinciana Italia. Aunque ellos también están poseídos por una barata imaginería colonizada que les hace pensar a América Latina como tierra de bárbaros indios. Pero me interesa poner en cuestión ese lugar común de que nosotros debemos importar la cultura de Europa y debemos exportar nuestros bienes de la tierra.
Aunque las cosas han cambiado en estos últimos años, la imaginería consolidada cambia mucho más lento que la realidad que nos circunda. Últimamente pienso que Europa debería importar políticas y políticos de América Latina, si esto fuera posible. No es descabellado, ya que algunos, por supuesto no los políticos de la casta europea, comienzan a mirar a América Latina. Pero no me voy a ocupar de esto sino de algo que pienso seriamente deberíamos importar de Italia: algo que no debe pasar por la aduana y no se puede contrabandear. Se trata de la cultura de la huerta.
En Italia encontramos huertas por doquier. Si vamos en tren veremos las casas donde en un pequeño o gran jardín, hay lugar para un huerto. Un huerto con tomates, cebollas, perejil, frutillas, chauchas, alcauciles, etc. Dependerá de la región y de la época. En la zona de Venecia se plantan hasta cardos. Los jardines de las casas que dan a la calle tienen una huerta.
Recuerdo que como recurso para zanjar la crisis del 2001 de Argentina se desarrolló el proyecto Pro Huerta para que la gente aprendiera a cultivar. Después de vivir en Italia me preguntaba: ¿Cómo es que perdimos la cultura del cultivo casero? Algo tan simple: plantar una semilla y esperar (con los cuidados pertinentes) que produzca su fruto. Aprendí aquí a conservar las semillas de los ricos tomates, y luego hacerlos crecer en una maceta. No tengo más que un balcón terraza, me encantaría tener un pequeño espacio para convertirlo en huerta. Me preguntan los italianos: ¿Cómo es que, con el excelente clima y la fertilidad de la tierra argentina, no tienen más variedades de tomates? Aquí la inmensa variedad de tomates se conocen por el nombre de la región donde se produce.
Visité una casa en el centro de Italia, en una colina, con un gran parque. Esta gente, profesionales que trabajan de otra cosa, habían plantado olivos y, cada año, entre los amigos, cosechaban las aceitunas y hacían el aceite de oliva ellos mismos. Esto es algo muy frecuente. Conozco empleados municipales que, teniendo una casa en la campaña, con pocas vides y olivos fabrican su propio vino y su propio aceite de oliva. No son ricos propietarios.
Como mi madre hacía unos exquisitos ravioles con la espinaca de su huerto y los huevos de sus gallinas, aquí, en Italia, la gente, en un pequeño espacio de tierra, cultiva su huerta.
Ignoro las razones por las que tantas quintas y verdulerías en Buenos Aires son de los bolivianos. Un oficio desvalorizado por los porteños y argentinos. Sólo me viene en mente que en la Constitución boliviana, a partir del gobierno de Evo Morales, la Pachamama, la madre tierra incaica, está expresamente mencionada en su carta constitucional. ¿Será que los argentinos somos herederos de esa gran zoncera argentina, como dijo Jauretche, del dogma civilizatorio que dice que “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”? Un dogma heredero de cierta mentalidad colonial argentina por la cual “todo lo autóctono es negativo y todo lo ajeno positivo”. Pelear contra esta mentalidad colonial no es transformarla en su inverso: todo lo autóctono es positivo y lo ajeno negativo. Podemos aprender de esta cultura “contadina” de Italia del cuidado del cultivo propio de la huerta y la dignidad del comercio de los productos de la tierra. Los argentinos somos conocidos en el mundo por ser poseedores privilegiados de una tierra rica y extensa. Una de las maneras de la emancipación es disfrutar de nuestra tierra y no sólo expoliarla o ignorarla. También con una pequeña huerta en nuestra casa.
Son sólo reflexiones caseras, cosechadas en mi propia huerta.