Mar del Plata 2012 - Parte III
por José Miccio
por José Miccio
Diamond Flash
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Pude ver dos películas de la numerosa representación española, también discutibles e interesantes, como parece haber sido la regla del festival. Diamond Flash es un fenómeno muy propio de nuestro tiempo y otro anuncio de lo que tal vez ocurra con parte del cine menos comercial en los próximos años. Su director, el español Carlos Vermut, convocó un casting de actores por internet, filmó la película con ellos (todos desconocidos y estupendos) y una cámara de fotos de última generación, se hizo cargo de la casi totalidad de las tareas técnicas y la estrenó online gracias a un premio, además de mostrarla en algunos festivales españoles y lanzarla luego en DVD como resultado de su pequeño hype virtual. En cierto sentido, las salas y al soporte físico existen para Diamond flash porque tienen todavía el peso suficiente como para confirmar un éxito alternativo e impulsar una carrera; resta imaginar qué ocurrirá cuando un sistema de validación completo consiga imponerse por fuera del circuito de festivales, qué imagen será aquella que exista solo por y para ese sistema, y en última instancia, qué relación tendrá con el cine tal como todavía lo entendemos.
El cartel de Diamond Flash parece el de un giallo psicodélico, y su título el de una historieta de superhéroes; la película, sin embargo, no cumple con las expectativas que promueve su presentación. Vermut toma elementos de varios géneros pero filma a contramano de ellos; sucede así sobre todo con la historieta, cuya importancia queda en claro desde el comienzo: lo primero que vemos es, como dicen en España, un tebeo; y como su lectora pasa algunas hojas podemos leer un clímax narrativo: la abducción de un hombre por unos extraterrestres. Es casi toda la acción en sentido convencional que tendremos; una vez fuera de las viñetas lo que queda es, fundamentalmente, un conjunto de escenas elaboradas con planos largos y preferentemente fijos, sin énfasis cromáticos ni señalamientos musicales, todas ellas dedicadas a un intercambio verbal, en general cara a cara. La cuestión del parlamento es tan importante que incluso algunos momentos de transición se desenvuelven de esta manera: cuando una de las protagonistas (de acento argentino y un aire a Lucrecia Martel) viaja sola en su coche, un locutor anuncia en la radio que acaba de pasar una canción de El Niño Gusano; cuando otra come en su casa sus judías con chorizo, mira en la tele un dibujo animado en el que conversan dos curiosas criaturas.
En uno de los mejores momentos del film, una mujer llamada Angustias pinta un angelito de mazapán mientras le indica a su ejecutora las acciones a seguir; es una figura asimilable a algunas de Darío Argento o David Lynch, una psicovengadora o un tentáculo del Mal, cuya cara permanece oculta y su voluntad inexplicada. Tal vez se trate de la archienemiga del justiciero Diamond Flash, que aparece una sola vez y no produce exactamente calma, ya que no lo vemos rescatar víctimas ni entregar delincuentes a la justicia sino ejercer una violencia que pasa demasiado pronto de la defensa al sadismo. El lugar secundario de la villana y el héroe, y su nunca establecida condición de tales, le permite a la película concentrarse en sus mujeres protagonistas, especialmente en los lugares que ocupan dentro de un tapiz de violencias que incluye el abuso, el secuestro y la tortura.
La estructura narrativa que elabora Vermut no es sencilla, y bien puede ocurrir que el vínculo entre sus capítulos permanezca oscuro o dé lugar a extravagantes especulaciones; pero de algún modo todas las historias de Diamond Flash tratan sobre la manera en que se sobrelleva la carga de una vida cotidiana violenta, y de lo complicado que resulta huir de ella. Ciertos diálogos brillantes, alguna línea especialmente inspirada (“Son los animales prehistóricos los que deciden el destino de los hombres”) y la firme y bienvenida voluntad de extrañeza son los activos más importantes de Vermut. En el debe cabe consignar una inconveniente: el rigor no es por sí mismo un buen argumento a la hora de convencer a la paciencia.
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Si hay algo que no se le puede negar a Diamond Flash es convicción: tiene una idea, un método y el coraje de respetarlos durante 130 minutos. Algo similar ocurre con El foso, el nuevo documental de Ricardo Íscar, que nada tiene que ver con la película de Vermut. En Tierra negra, su largometraje de 2005, Íscar retrató con gran cariño a un grupo de mineros en su trabajo y sus momentos libres; ahora hace lo mismo con los músicos de la orquesta del Liceo, el gran teatro de ópera barcelonés. El criterio es similar: se trata de poner en el centro de la escena a un grupo humano que cumple una labor poco reconocida y destacar dentro de él las individualidades que lo conforman.
La mina y el foso son lugares que comunican directamente la falta de visibilidad de las personas que trabajan en ellos; por eso los documentales de Íscar pueden verse como viajes al mundo de la labor olvidada. Estos viajes implican la asunción del punto de vista de los nativos, algo especialmente claro en El foso. Enfáticamente situado en la orquesta, Íscar decide rodear el escenario durante las dos horas de su documental: todo debe mostrase desde el margen. Vemos los laterales cuando el reparto espera por su ingreso y el techo cuando van las mujeres de limpieza; del proscenio solo cabe algún contrapicado, como aquel en el que los músicos miran hacia arriba mientras los aplausos del público premian a los cantantes líricos, apenas entrevistos.
Pero las cosas no terminan ahí: también hay mundo más allá de la orquesta. Y así como el brillo de la ópera tiene uno de sus sostenes en los músicos que nadie ve, hay en el teatro otras capas desatendidas, otras personas y otras labores aún menos visibles: un foso del foso al que Íscar también se dirige. De los vestuaristas al restaurador, de los tramoyistas al personal de limpieza, todos los que trabajan en el Liceo tienen un papel en esta red profunda y objetivamente solidaria que es el teatro en su totalidad. Es el laburo lo que se percibe antes que nada en el documental. Por eso, si hubiese que buscar en El foso un plano emblemático sería el de las manos. Íscar filma decenas de manos haciendo cosas – tocar, limpiar, cocinar, tejer, pintar - y termina su película con uno de ellos, justo cuando la sinfonía concluye, sostenida no por el genio de su compositor sino por la mano de una de las cellistas. En esta entramado de labores, la cuestión no pasa por borrar las diferencias entre la actividad creativa y las actividades menos especializadas sino por reconocerles a estas últimas un papel en la posibilidad de las primeras. Es una filosofía generosa: le permite a Íscar acercarse de manera profunda a sus personajes y al espectador reconocer el valor de las tareas que cumplen.
Quizás por sentir que también nosotros podríamos ser personajes de sus películas resulta difícil no simpatizar con Íscar. Pero, más allá del atractivo indudable de su documental, el modo en que pone en escena la intimidad y los deseos peca en algunas ocasiones de sobrecarga retórica, por no hablar del prólogo de los caballos, decididamente feo. Aunque parezca extraño, es en los momentos en los que Íscar se toma más libertades cuando El foso pierde interés. No es un problema nuevo; desde hace tiempo es notorio que hay algo que no funciona bien en la idea misma de Documental de Creación, como si su prédica hubiese acabado por generar prontamente un manual de heterodoxias y unos incumplimientos obligados, genéricos y programables.
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Por último, un poco de cine argentino. Iván Fund y Eduardo Crespo presentaron películas con varios elementos en común pero muy distintas en sus objetivos y logros. Las dos transcurren en un pueblo de casas bajas y mucho espacio vacío, completamente horizontal, entre perros y personajes de vida humilde pero no pobre. Comparten, además, el uso de la cámara en mano, el gusto (más pronunciado en Crespo) por demorarse en los objetos, una textura visual parecida y el cartel de Hubert Bals.
Me perdí hace una semana – la película de Fund – combina sus apuntes de cámara con reflexiones en off de sus actores acerca de la experiencia del rodaje. El trabajo de Crespo es más interesante. Su título - Tan cerca como pueda - no se traduce en planos cortos sino en afecto por el mundo representado. La película está actuada por la gente del pueblo, y a su calidez dedica Crespo toda su atención: una cámara curiosa y gentil descubre un rico mundo de signos y un mundo de buena gente en el que la amabilidad y el afecto no impide que sus dos protagonistas - uno adulto y uno joven - anden sueltos, sin lazos firmes, en medio de un desconsuelo sin énfasis (apenas un montaje paralelo sobre el final subraya un poco la coincidencia anímica).
En un film tan cariñoso con las personas, resultan especialmente buenos los momentos dedicados a las cosas, sobre todo una hermosa toma en la que la cámara recorre la vida simbólica de una habitación, desde el poster de El Otro Yo al juguete viejo, pasando por algunos casetes, el cartel rutero de los Clash, los puchos y la ropa. Además de decir algo sobre su dueño – lo que hay en una habitación es un cardiograma del que duerme ahí -las cosas tienen su propia integridad, y Crespo las ausculta con delicadeza, se trate de un hombre araña, de un sanguchito o del pelo recién decolorado de un pibe.
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En la presentación de Fango, la nueva película de José Campusano, Martínez Suárez dijo que la huella de su director era siempre visible, y que quien hubiese visto Vil romance y Vikingo sin dudas se daría cuenta de la afinidad que existe entre las tres películas. Tiene razón. Lo primero que dijo Campusano luego de agradecer y recordar al Flaco Aroldi en Los chantas fue que el trabajo que hizo en el rodaje con sus no actores buscó borrar cualquier tipo de marca autoral. También él debe tener razón.
El argumento de Fango surge de un hecho real ocurrido en Floresta: un apriete que se fue de mambo, ajustes de cuentas, muertes. Quien esté interesado en confirmar la fidelidad de la historia con el caso que le sirve de base podrá revisar las páginas policiales. Quien esté interesado en otro tipo de fidelidad, más cinematográfica, deberá ver la película, porque la verdad que interesa en Campusano es la de la escena, no la de los hechos.
Despojado de ley pero no de una moral estricta que cobra muy caro el incumplimiento de sus normas, el mundo de Fango es un Conurbano de caballos muertos y peros flacos, sin canas, sin políticos, sin fábricas y sin escuelas. Los vínculos fundamentales son los que presuponen la horizontalidad: el trato, la pareja, la alianza y, antes que ninguno, la amistad. En la primera escena, un gesto gauchesco pone al Indio y al Brujo fuera de cualquier gramo de jerarquía. El Brujo llega y escucha el arpegio de balada heavy que toca el Indio; cuando este termina, toma la guitarra y hace su propio arpegio. Esta reciprocidad absoluta es la clave íntima del film. Se apoya en un código de conducta que exige confianza y respeto y salta por los aires cuando alguno de los implicados en el vínculo comete una falta. Por eso, más allá de los tiros, Fango es la historia de dos rupturas: la de los amigos de la banda de tango trash, y la de las amigas (y ex amantes) que mantienen a la esposa del Brujo en cautiverio. La ruptura de las mujeres ocurre por la decisión de una de ellas de liberar a la secuestrada. La de los hombres por un error que el código no admite: no darse cuenta que es obligación de amigo saber hasta dónde involucrar al otro.
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