La larga noche de Edgardo Castro
por Javier Rossanigo
Apuesta extrema, salto al vacío. Si decir ésto es decir poco más que nada, es, al menos, lo primero que puede arriesgarse luego de ver La noche, el debut como director cinematográfico del actor Edgardo Castro. Y es que difícilmente esta ópera prima pueda componer serie con otras películas del cine argentino –y aquí el recorte de fronteras estrecha demasiado las potencialidades del film– si se considera que ciertos ecos de malditismo parecieran condenarla a ser una película solitaria y a prescindir de cualquier progenie. No porque carezca de elementos proteicos que pudieran ser retomados por otros directores, sino porque la singularísima experiencia de Castro apuesta a extenuar sus propios recursos condenando prospectivamente al remedo epigonal a quienes pretendan adentrarse en el camino trazado por La noche.
Podría pensarse al film de Castro como la película que Anahí Berneri no se atrevió a filmar en Un año sin amor. Aunque, sería injusto achacarle a la directora falta de coraje para afrontar los riesgos que planteaba la adaptación del libro de Pablo Pérez, donde las travesías por la noche porteña en busca del sexo más crudo son estructurantes del perfil del protagonista. En todo caso, podría argumentarse, lo que resiente la mirada de Berneri es un elemento que resulta constitutivo tanto en la película de Castro como en la novela de Pérez: lo autobiográfico como contraseña para representar un mundo con sinceridad.
La noche comparte con el libro de Pérez su motivo argumental: un homosexual busca calmar su apocamiento existencial con dosis infrecuentes de sexo y drogas mientras aguarda la llegada del demorado amor que se percibe como una promesa de reordenamiento en la vida del personaje. Si en el libro de Pérez estas coordenadas son explícitas, en cambio, del homosexual cuarentañero que compone el propio Castro en La noche poco se conoce, aunque no poco sea lo que se pueda inferir. A pesar de que no haya un conflicto tematizado que permita conocer qué es lo que motoriza al personaje en sus incursiones por bares de mala muerte y en sus estadías en hoteles de alojamiento en compañía de otros hombres, la escena final permite arriesgar en qué consiste aquello en cuya búsqueda el protagonista persiste a pesar de todo.
Castro filma y actúa con arrojo para espetar a la mirada del espectador un mundo poco frecuentado por el cine, con la contundencia y falta de aderezos con que se presenta un dato de la realidad. No parece haber aquí un afán de “espantar al burgués” con escenas de sexo explícito entre homo y transexuales, al contrario, puede leerse en la austeridad formal con que se narran los episodios una sólida decisión política de correr con un único movimiento el velo que camufla una realidad culturalmente conflictiva para presentarla en su más pura materialidad. Ese despojamiento en la recreación del mundo gay marca claras diferencias respecto de las miradas depuradas culturalmente sobre ese universo y es precisamente este corrimiento lo que puede causar alarmas entre los espectadores, y Castro lo sabe. En La noche, el puto no es un amanerado a la manera televisiva pero tampoco es un mirabultos al modo con que acostumbra presentar a sus personajes el cine gay más de género, sino que es un hombre “hecho y derecho”. Esa dicotomía entre el ser y el parecer rompe con los horizontes de lectura del espectador y desliza una sospecha que repercute sobre el arquetipo del homosexual, sembrando la alarma de que en cualquier macho de una pieza pueda habitar ese Mr. Hyde.
El consumo de drogas es también sometido a una inquietante torsión en la película. Frente al uso de estupefacientes legitimado por una ética hedonista o de escapismo juvenilista comunes en comedias recientes que so pretexto de generar risas tratan con ligereza todo cuanto en ellas quepa (cfr. Vóley de Piroyanski o Finding Sofía vista en el último BAFICI), La noche retrata con notas de patetismo el periplo de su trasnochado protagonista para ir al encuentro de un dealer bajo el sol incandescente de mediamañana y se encarga de recordar sin énfasis ni aleccionamientos que las drogas hacen mella en los cuerpos, quizá los verdaderos protagonistas de este film.
Laxo, pesado, fisurado, el cuerpo es el sismógrafo de la decadencia del protagonista, que pasa de la lubricidad a la resaca indomable en un tono siempre contenido que da cuenta de lo rutinario de esa secuencia en su vida. Pero ante todo los cuerpos son el reflejo deformado del estereotipo de belleza televisivo, que solapadamente se cuela en la vida de estos personajes a través de las viejas y aparatosas TVs encendidas en los cuartos de los hoteles de alojamiento o en el cuarto del hotelucho en que vive Guadalupe, una chica travesti que es el otro gran personaje de La noche. En su composición, la película de Castro vuelve a correrse de las fórmulas al uso para trazar personajes marginales y, prácticamente sin diálogos, le da vida a un compleja y humanísima travesti que reduce a la protagonista de Tangerine, la película de Sean Baker, por citar un caso reciente, a un ligero estereotipo replicante del de la mujer posesiva e histérica.
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