Bluesky

Al actuar como jefa de La Cámpora en detrimento de los intereses populares @cristinafkirchner.bsky.social se arriesga a devaluar su legado. En Rosario se la vio aislada, simulando liderar a una totalidad que no está, ansiosa por revalidar una relevancia que ni siquera debería estar en discusión.

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— Oscar Cuervo (@oscaracuervo.bsky.social) 24 de noviembre de 2024, 3:45

sábado, 2 de enero de 2021

Mi año en películas

2020


por Oscar Cuervo *

Este año solo fui una vez al cine a ver... La dolce vita. Dopo vino el virus y adiós cine. No me distraje siquiera viendo películas, estuve meses pensando en el tiempo que resta y la historia que no espera. Si me lo preguntan, ya no lo entiendo. Sospecho que hace rato todo vino dándose como para que el cine, tal como se conoció en mi siglo, se fuera disolviendo en pantallas táctiles. La pandemia solamente da el golpe semifinal a la vieja cinefilia. No haré duelo, no por esto. El cine va a estar en cualquier lado porque ya no tendrá lugar propio. ¿Cómo distinguir entre todo lo que sale de la notebook, de la tablet o el celular esa cosa que antes llamamos cine? Ahora todo está entrando en mi cuarto por un mismo rectángulo. Decir películas es solo una manera de hablar. 

Se truncó en mí un trayecto de décadas de vida cinéfila para dar lugar a otra cosa, que la supone, de la que quedan rastros en las palpitaciones con que espero la imagen que pueda venir, un corte, un desvío, el suspenso que provoca la forma, el deseo de ver aunque sea un destello o esa ranura obscena que buscaba en lo oscuro, de escuchar una palabra que estuvo a punto de decirse o al menos eso esperaba. Esa huella de la cinefilia quedará durante el tiempo que sobrevivamos nosotros.

1- We are who we are (Luca Guadagnino, ocho episodios, HBO). En los primeros capítulos Guadagnino se complace en triturar todo amague de peripecia y se dispersa en una cantidad indeterminada de posibilidades. Situado en el territorio de cruce trasnacional de una base militar norteamericana en el norte rico de Italia, ninguna guerra se libra ahí excepto la de un sobresalto hormonal en una ducha colectiva, la fluidez de géneros, las familias queers aburguesadas, la coexistencia aparentemente gentil de identidades étnicas y moralidad distendida. Durante varios episodios reina una pax armada, el fisgoneo calentón, una psicodelia permitida y el roce de pieles entre edades y jerarquías imprudentes: una utopía cool, aunque los leds informan que Trump le gana a Hillary porque el mundo quiere liderazgos fuertes

[SPOILER ALERT] Hasta que Guadagnino hace explotar una bomba que destroza literalmente algunos cuerpos de reclutas negros y a la vez define el arco dramático. Sucede justo entre el episodio 6 y el 7 pero nada se acomoda en el orden que instauraría el patrioterismo tardoclásico de un Clint Eastwood. No: la comunidad organizada es engullida por una entropía de la que la atención se desvía para dejarse ganar por la angustia del primer desgarro amoroso de un pibe de 14 que se las sabe todas menos dar un beso. Hay un viaje iniciático hacia el éxtasis musical y al final, claro, un beso. La astucia del cine todavía puede ganar una batalla pírrica, lejos de la Patria y de las salas (se tenía pensado pasar las 8 horas seguidas en la Quinzaine des Réalisateurs de Cannes pero, suspendido el festival por la pandemia, se lanzaron los 8 capítulos por HBO). 

Guadagnino dice no haber visto nunca una serie pero parece conocer bien la parábola que va del Bertolucci de La luna al Van Sant de Paranoid Park. En fin: cine y dispositivo bélico. Cada uno puede extraer las conclusiones que quiera, pero Italia y Norteamérica muestran que todavía saben compaginar la geopolítica y el eros. Es lo más cercano al cine que vi este año.

2- Ópera prima: Dwelling in the Fuchun Mountains (Gu Xiaogang): Si se quiere es el extremo opuesto de We are who we are, quizás porque la gran escala de la civilización china le permite a su autor de 32 años percibir las mutaciones del tiempo con otro temple que el que experimenta occidente: el desgajamiento de una familia, la demolición de los viejos edificios y las cartas que conversan con ya nadie en cajones olvidados, mientras el ciclo de las estaciones fluye con la serenidad de un río profundo. Puede reconocerse en el joven Gu Xiaogang una filiación que remite a cineastas como Hou Hsiao-hsien o Edward Yang. Como si en China todavía hubiera un cine posible.

3- 4TRO V3INT3 (Raúl Perrone) El Perro sigue en Ituzaingó pero no puede salir a la calle, así que envía la cámara a unos pibes que se filman a sí mismos y él espera en su sala de edición para mirar sus miradas en busca de lo que viene persiguiendo hace eras. Este plan de fuga del aislamiento social preventivo más que una ocurrencia pragmática es un gesto simbólico fuerte: cesión momentánea o anticipo de un relevo generacional. 4TRO V3INT3 es la hora de la madrugada en la que los pendejos hacen un rito solo suyo. Hora de nadie, puro presente, borde del instante. Ni día ni noche, un trance en el que el futuro como proyecto está abolido. La improductividad de los pibes es vicio, sonrisas, derroche sin ira. Humo luminoso al que no le faltan –nunca faltan en Perrone- sombras ni fantasmas. Los pibes no saben muchas cosas pero algunas pocas las saben muy bien: cómo habitar un pliegue del tiempo y el espacio en el que no rige el mandato del funcionamiento total. Se deslizan por calles vacías, cruzan el puente de la autopista, surfean a ras del suelo, inhalan, exhalan y algo se guardan. Después Perrone recibe, mira, parte y se lleva la mejor parte.

4- Days (Tsai Ming-liang): A finales del otro siglo, con un pie en la cinefilia, fue Tsai el que supo filmar la que se venía. Hoy andamos por calles que nos recuerdan a esa Taipei postcatastrófica que entonces nos resultaba rara. Basta ver la sala vacía del final de Good Bye, Dragon Inn: él siempre tuvo conciencia de especie que desaparece y la tristeza que eso producía se atenuaba por una leve comicidad que también tomó de su cinefilia. En su última película, estrenada en febrero cuando el virus apenas estaba propagándose, Tsai se permite el realismo. Compone un relato en tercios perfectos, formado por registros documentales que cruzan  a su viejo amigo Kang y su nuevo amigo Anong. Los junta en un cuarto de hotel a vivir el roce más físico y amoroso de toda su obra. Se despoja de lo no esencial y cuando brota el amor tras una espera larga, se mantiene a distancia prudencial para producir un sismo emotivo con un melodía mínima. Limelight (Chaplin) –ya citada al final de I don’t want to sleep alone- es el obsequio que Kang hace con pudor a su chongo y Tsai a nosotros. 

5- Una película argentina: Jardín de piedra (Gustavo Fontán). Este autor fue haciendo con perfil bajísimo una obra que se irá volviendo indispensable por su persistencia para explorar las posibilidades de un cine en disolución. Jardín de piedra es una pequeña película que lleva hasta el límite el alcance de la mirada en situación del confinamiento. Una mirada es también un agujero que escucha. La película dedicada al artista del sonido Abel Tortorelli, asiduo colaborador de Fontán, hace sentir la intensidad de su silencio.

6- Un film revisto durante la pandemia: Soñar, soñar (Leonardo Favio) En estos días de encierro me encontré en YouTube con un hito inicial de mi vida cinéfila, ya que estamos. Soñar, Soñar había sido concebida por Favio en el 75 “como una película chiquita, porque la cosa viene jodida”, es decir, con abierta conciencia de un fin de época. La vi en su estreno durante las primeras semanas de la dictadura, en un cine que ya no existe, semivacío. Terminaban varias cosas pero también la década prodigiosa del más grande cineasta argentino. La seguidilla que produjo entre 1965 y 1975 es una singularidad del universo. Favio fue nuestro barrilete cósmico del cine y todavía nos preguntamos de qué planeta vino. Cuando vi por primera vez Soñar, soñar, con su desconcertante pareja protagónica y su reducción drástica de volumen, después de los fortísimos de Moreira y Nazareno, no supe qué pensar. Nadie supo qué pensar y por las dudas la rechazaron con una dureza hoy imperdonable. Favio había logrado la más paradójica conjunción de sentimiento popular y osadía formal. Cada plano, desde el primero, asombra todavía. No supimos ver que era su obra maestra y por ende la mejor película argentina hasta hoy. Favio tuvo que exiliarse a las pocas semanas y dejó de filmar por 17 años. Después volvió, pero algo ya se había perdido para todos, para siempre.


* Este texto fue publicado originalmente en la Internacional Cinéfila 2020 que convoca Roger Koza desde su página Con los ojos abiertos. Próximamente publicaré en este blog mi comentario sobre los resultados de esa encuesta en la que participaron 161 programadores, cineastas y críticos de diversos países del mundo.

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