todos estamos igual

martes, 24 de marzo de 2015

El salmón, Pez, Divididos, Flopa, Manza, Minimal, Aristimuño, Liliana Herrero

Textos sobre la música argentina del siglo xxi



Andrés Calamaro

por Oscar Alberto

Si el citado siglo empieza en el 2000 (cosa que es materia de controversias, pero no nos conviene revisar eso justo ahora, que estamos terminando de publicar los resultados de nuestra mega-encuesta y los apuntes con los que nuestros amigos contribuyeron a analizar a los artistas más votados), entonces hay que admitir que justo ese año Calamaro arrojó la última bomba atómica del rock argentino, estoy hablando de El salmón, obviamente. Las circunstancias autobiográficas de su producción también estás sobre-escritas. Pero creo que vale la pena todavía pensar en qué momento de la historia del rock argentino aparece, cómo establece su contemporaneidad, cómo señala a sus precursores y determina su posteridad.

Hay una tensión de Calamaro con su propia obra a la que El salmón llega a ajustar cuentas. Él fue alguna vez el pendejo que opacó el brillo escénico de Miguel Abuelo en la primavera alfonsinista, con sus hits ligeros y pegadizos, algo que se reprocharía a sí mismo. Porque el alfonsinismo terminó como todos ya saben y casi al mismo tiempo, o un poco antes, Miguel se murió. El ambiente festivo de esa década corta resultó tener demasiada muerte olvidada sólo por un momento. Charly escribe ya en el año 88 (pero la grabará en el 98) “Todo el mundo quiere olvidar”. Lo reprimido vuelve: si hay una ley de la historia, una sola, es ésta.  Por ende, en el 89 presenta sus credenciales el Calamaro disidente, el otro, su lado noir, el Calamaro blue. Su carta de presentación es Nadie sale vivo de aquí.

Es menester señalar que hay al menos dos Calamaros, como había dos (o tres) Romeos, los Bang Bang de la canción de aquel disco del 89:



Él nació pegado a su hermano siamés
y una tercera cabeza que había sumaban tres
y juntos fueron estrellas de rock
pero la tercera cabeza no tenía relación
con los dos hermanos, Barry y Tom
y había que torcerse para no tocarse.
Dos Romeos son dos Romeos pegados
y alguna que otra Julieta hay
dos Romeos, dos romeos eran más
que cualquier Romeo individual.

De pronto, el chico de los hits vuelve algo sombrío y logra una inquietante metáfora para hablar de lo que la sociedad quería esquivar: “había que torcerse para no tocarse”. Ahí escala del talento al genio.

De todos modos, el tránsito posterior de Calamaro parece alejarlo de esa zona delicada: se va a España y con el rock insolente y expansivo de Los Rodríguez hace prevalecer su lado hitero, mucho más eficaz ahora puesto que su universo (su mercado) se ha expandido a toda el habla hispana. Eso parece no tener techo. Cuando la juvenilia madrileña de Los Rodríguez haya completado su ciclo (con algunos muertos a cuestas también), vendrá el AOR-de-un-single-tras-otro, Alta suciedad. Una gema elegante, producida por Joe Blaney, bien Los Angeles, con sonido internacional, balance perfecto, sesionistas soñados y cierta turra frialdad a través de la cual Andrés anunciará su disidencia de modo civilizado, de modo que todos quieran comprársela. Pero late ahí una sorda rabia que tanta brillantez aligera.

Hay luego un pequeño gesto: un año después de Alta suciedad AC edita un disco que a veces ni siquiera figura en su discografía oficial: Las otras caras de Alta suciedad, versiones no tan pulcras de algunos de los grandes hits, más un gusto por hurgar y apropiarse de un repertorio popular que va desde Gardel hasta Moris, pasando por boleros, rumbas y rancheras (gusto que expandirá en el paso siguiente). Hay ahí una desprolijidad tímida que va a explotar en el dobleHonestidad brutal. A esa altura, el Bang Bang disidente toma el comando. Hace demasiadas (37) canciones, se pone oscuro un poco demasiado, se avinagra y se aspereza. Desde el título mismo, este disco extraordinario es ya un gran gesto pendenciero. ¿Contra quién? Contra la Compañía, contra el mercado, contra el público que lo venera por esas canciones redondas e irresistibles, contra el público que lo desprecia por esas canciones redondas e irresistibles.

Contra sí mismo.

El talento instantáneo y el dinero rápido lo han ido amargando por dentro. Mientras tanto, a ambos lados del Atlántico, un mundo vil corea sus estribillos.

Si todo hubiera quedado ahí, un historiador del rock en español diría: ese fue su disco descarnado. Su gesto honesto. Pero resulta que al poeta disidente no le parece suficiente (este pequeño ensayo adopta cierto gusto por la rima fácil, contagiado de ya saben quién).Y entonces se arma la podrida: La Podrida del Rock and Roll, podría llamarse, evocando a aquella Pesada de Billy Bond que tuvo una misión crucial en la primera mitad de los 70. El salmón es una revuelta y una vuelta de La Pesada del Rock and Roll, donde en lugar de tocar Billy, Spinetta, Pappo, Charly, Lebón, Gabis, Medina, Martínez, Pajarito Zaguri y Jorge Pinchevsky tocan Calamaro, Calamaro, Calamaro, Calamaro, Fogliatta y Pappo. Todos secundando a los diversos solistas que son: Calamaro, Calamaro, etc.

El salmón es un vómito del siglo XXI incubado en la fiesta demasiado larga de la década infame del siglo anterior. Hay por ahí algunos potenciales hits desperdigados que en otro contexto más amigable habrían sido recibidos con pitos y matracas (“Revolución turra”, “All you need is pop”, “Valentina”, “Tuyo siempre”, Gaviotas”, todos inoculados por una alta toxicidad que los bizarrea demasiado para las buenas maneras del pop); y una relectura sórdida de un repertorio entre popular y plebeyo, con deslumbrantes apropiaciones de “Así”, “Alfonsina y el mar”, “Libros sapienciales”, “El día que me quieras”.



Pero ese disco quíntuple con silueta de pescado alargado es una película de horror, el corazón de las tinieblas, una resaca muy insistente, un plano secuencia interminable de la era del pesar. La rabia que lo anima no le permite buscar matices para airear el ambiente. Calamaro nos incita a encerrarnos en su habitación oscura. Su facilidad para la melodía entradora es poco a poco dejada de lado y a medida que nos internamos en su melancolía terminal, este depresivo famoso amenaza con no soltarnos nunca más. ¿103 canciones? ¿307? ¿mil y una? (Leer completo acá).

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Pez



por José Miccio

...En una canción el lenguaje no depende de sí mismo. Minimal no escribe poemas (igual que Spinetta, igual que Solari). Un equívoco literaturista impide pensar en “Que me pisen” a la hora de identificar grandes letras de rock en castellano. O en “Juana de Arco”, esa maravilla de los Ratones Paranoicos. Pero lo cierto es que hay más arte en el “La-la-lala-la” de Juanse que en las profundidades a las que aspiran unos cuantos. No se trata -más vale- de que las letras no importen: se trata de que su poder depende casi todo de la música que lo hace posible. Una canción de rock dice antes que nada: Yo no digo, yo sueno. Y luego sí, una vez atrapados por el sonido, las palabras pueden resultarnos poéticas, volverse consigna o tatuaje, llegar a nosotros con una plenitud que parece provenir solo de ellas. Es inútil desestimar su energía. Copiamos pedazos (de letras) de canciones en la carpeta del colegio, en la agenda, en las remeras, en la pared, en el placar, en los libros, en las tarjetas que acompañan los regalos de amor. Pero es la música que subyace al recuerdo de la letra lo que determina su fuerza emocional. ¡¿Escuchaste lo que dice?! viene después de ¡Escuchá eso! En Pez abundan las frases de fácil transcripción. Y momentos asombrosos como la oración con frase adjunta con la que empieza “Por siempre” (“Se van -el tiempo apremia y tienen que partir- las almas”). Como las canciones están a la altura de lo que pretenden no hay riesgo de fatuidad. Pero a veces algo se pierde en estos éxitos: esas iluminaciones de la palabra que no existen más que en el sonido, que no envían señales cuando leemos las letras en el sobre del CD o en la página del grupo, y cuya maravilla no se puede comunicar sino poniendo play y diciendo: ¡ahí! En el sauna eléctrico de Pez, por ejemplo, “Árbol, dame asilo” es un momento más bello y más poderoso que declaraciones que parecen funcionar por fuera de la música como “Sin justicia no hay luz/ sin furia, libertad”, por recordar dos canciones del maravilloso El sol detrás del sol (“Desde el viento…” y “Tristezas del sur”).

Difícilmente alguien copie en su carpeta ese instante de gloria, cuya emoción inmensa se sostiene toda en el sonido. Pero es lógico: nadie nunca prefirió llevar encima “Luna loba dedo cal” en lugar de “Mañana es mejor”. Lo que importa es otra cosa: el hecho de que lo que nos hace anotar las palabras no está todo en las palabras sino en eso que no podemos anotar (la música tiene una escritura, por supuesto, pero el tema es otro). En el caso de Pez, que cambia y cambia, que se hace folk en Hoy, que se hace hard en Volviendo a las cavernas, que se hace progresivo en Folklore, que se hace punk en Pez, que se hace folk, hard, progresivo y punk en cualquier momento, incluso en una misma canción, en el caso de Pez, decía, lo que importa antes que nada es la brillante combinación de (presuntos) opuestos que conforma su sonido y el talento compositivo y vocal de Minimal. La voz decide buena parte de la fortuna de una canción: es el espacio en el que la letra y el sonido se vinculan y discuten. Se trata de un arte difícil, imposible de evaluar en términos de afinación. (Palo canta mejor que Aznar. Aznar es incapaz de pifiar una nota). La voz delicada de Minimal le hace bien a sus letras tremendas. O mejor dicho: hace a sus letras tremendas. (Leer completo acá).

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Divididos



por Federico Anzardi

“Más vale que los rockeros jamás se topen con los personajes hijos de puta demonios colaterales del gran estupefaciente de la represión que pretende conducirnos por el camino de la profesionalidad. Porque en esa profesionalidad se establece un juego que contradice a la liberación, que pudre el instinto, que modifica como un cáncer incontenible la piel original de la idea creada”, escribió un Spinetta rabioso en 1973 en su manifiesto Rock, música dura, la suicidada por la sociedadAmapola del 66, publicado en marzo de 2010, reivindica las ideas del rock que originaron el movimiento en nuestro país y provocaron que Mollo y Arnedo se hicieran músicos. El disco rechaza la industria que reemplazó la angustia existencial de los inicios y que moviliza todo proceso creativo.

“Muerto a laburar” y “Amapola del 66” resumen la idea del disco. En la primera canción, Luca Prodan es utilizado por la maquinaria discográfica y comercial del rock, que lo vuelve morbo-pasión, bandera y ringtone. En la segunda, Mollo canta mejor que nunca y dice que el tiempo es hoy, abriendo un círculo que se cierra dos temas después, en “Senderos”: allí explica que vienede ayer, pero no es el ayer. Mañana es mejor. Spinetta omnipresente. Los herederos del Flaco podrían cobrar regalías por este álbum. Amapola del 66 no es una reedición de los viejos valores, sino una redención del ingenuo sueño del rock que sirve para trascender al ser, encontrar el alma.

En los últimos quince años, Ricardo Mollo y Diego Arnedo sumaron a su gran capacidad instrumental y compositiva un elemento que es más difícil de encontrar y que no aparece sólo por ensayar mucho con el baterista de turno: aprendieron a hablar sólo cuando tienen algo para decir. Alcanzaron la madurez conociendo sus tiempos. Nada suena forzado en el Divididos actual. Porque bebe de sus influencias y convicciones más profundas para mirar al futuro. (Leer completo acá).

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Flopa, Manza, Minimal



por Joaquín Vismara

En algún modo, Flopa Manza Minimal es una ventana a miedos, incertidumbres y miserias de sus propios integrantes  “Soñando estrellas por la mañana, y por las noches esperando el sol, y no hay calma y mi alma no descansa nunca”“Ni gracia me hace saber que en tu lista estoy debajo del Álbum Blanco”“Ella envió de regreso mis cartas, mi orgullo, mi estupidez”… una colección de temores absolutamente terrenales e identificables. Cada palabra parece elegida con precisión quirúrgica. Al igual que con la música, todo está calculado en la medida justa.

Publicado a mitad del 2003 por Azione Artigianale, tanto el disco como el trío corrieron la misma suerte que los demos de Flopa que llegaron hasta Minimal. Esas doce canciones circularon de mano en mano, como si la necesidad de divulgar esa obra fuera una urgencia imposible de desatender. En un escenario en el que los artistas convocantes se peleaban por medirse en escenarios que sólo les quedaban a mano en un escenario post devaluatorio, ahí estaban estos tres amigos haciendo patria a favor de la belleza de lo simple. Canciones a puro piel y hueso, como hacía rato no se escuchaban por estas latitudes (y que hoy en día tampoco abundan).  (Leer completo acá).

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Lisandro Aristimuño



por Patricio Féminis

No es extraño. La música del cantautor (una definición en tensión, ya, en la cultura sonora argentina del siglo XXI) de Viedma, Río Negro, sigue sin hallar o necesitar rótulos entre quienes, con la mente en las bateas en declive comercial, siguen buscando espejos para aquietar sus propias imágenes o preconceptos sobre los géneros. ¿Qué hace Aristimuño? ¿Qué hará mañana? A esta altura de la evolución musical del país, en que la raíz folklórica se cruza con el rock, el jazz, la electrónica y hasta las cuerdas clásicas, en un desarrollo creciente y crucial, la obra de Lisandro Aristimuño sigue dinamizándose, encuentra nuevas generaciones en las cuales resonar, y se perfecciona a niveles de ajuste técnico e instrumental tampoco sin espejos por aquí.

“Yo tomo todo lo que escuché: soy un resultado de todos ellos”, dijo Aristimuño en una entrevista que le hice para un diario nacional en 2013, cuando estaba tramando los primeros ciclos de presentaciones de su último disco Mundo anfibio en el Gran Rex, con convocatoria siempre hacia arriba (y las plateas llenas también). Un festival de cuerdas para su alma de rock, un vuelo de melodías en ritmos con aires siempre más allá de lo que, en otros tiempos se nombró, hasta el hartazgo, como rock cuadrado. Predecible. Autoconsciente y poco desafiante. Pero el rock -como filosofía, como acción- siempre fue un cuestionamiento de sus propias normas y poderes, incluso cuando el mercado lo volvió un remedo trágico o satírico de los referentes esenciales. Aristimuño conecta con las tradiciones del rock argentino en su guitarra, en su capacidad melódica y en su ética de canciones, y su destreza está en hacer fluir sus canciones hacia otras tradiciones siempre en movimiento: las de, lo que se da en llamar aquí, folklore. (Leer completo acá).

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Liliana Herrero


por Patricio Féminis

Ella trae a los ausentes y los presentes. A los idos, a los que volverán, a los que traman nuevos sentidos en las orillas caminadas: en las venideras. En memorias y en identidades aquí delante: Liliana Herrero, la entrerriana nacida en Villaguay en 1948, comparte y reúne en su voz un caudal de melodías, ritmos e interrogaciones acerca de la cultura argentina hecha sonoridad, silencios, necesidades de cambios. Ella, la que se radicó en Rosario en 1966 y se desafió a sí misma en cada uno de sus discos. La que trazó una forma inquieta y liberadora, también incómoda, para reapropiar las músicas argentinas en nuevos oídos. Retomar legados, poéticas, formas del decir de provincias; desnudar retóricas de tradición congelada; desarmar discursos sobre lo propio y lo ajeno; contener en la voz a las voces de los que no están y celebrarlas como huellas de vanguardias de otros años. Hacia un futuro pendiente. (Leer completo acá).

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