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lunes, 25 de abril de 2011

Amo lo extraño

El cine de Apichatpong Weerasethakul


por oac
(Ahora que acaba de estrenarse El hombre que podía recordar sus vidas pasadas -Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives-, con gran consenso de la crítica y controversias entre el público no habituado a un planteo cinematográfico inusual, quiero reproducir la nota que sobre su director, el tailandés Apichatpong Weerasethakull escribí hace unos meses para el número 1 de la revista Músicas del Mundo):

Si me preguntaran por el nombre de un cineasta que sintetice el espíritu de esta época, un director plenamente instalado en el siglo XXI, no dudaría en mencionar al tailandés Apichatpong Weerasethakul. Sé que la mayor parte de las veces que digo esto consigo miradas azoradas, porque parece un chiste que el nombre de un artista insoslayable sea tan extraño y difícil de pronunciar. ¿Hace falta que la vanguardia suene tan raro? Lo primero que hay que hacer es aprender a deletrearlo, yo mismo tuve que hacerlo (a ver: A-pi-chat…); pero ¿valdrá la pena? Respuesta: sí, definitivamente. Hay otros cineastas importantes de este tiempo que se apellidan Costa, Alonso, Rodrigues o Martin. Pero se da el caso de que el que hoy está en la primera línea de la vanguardia cinematográfica y que goza de un amplio consenso crítico, el que mencionan con respeto incluso sus propios colegas de la misma generación, es Apichatpong. El hecho de que nuestro director provenga de Tailandia nos provee del toque exótico que el mismo título de esta sección requiere. ¿Quién ha visto algo de cine tailandés? No es que tal cine no existiera, por el contrario, ha existido una industria muy prolífica pero con algunas características que la hacen de difícil acceso: por un lado, los tailandeses desarrollaron un sistema de películas industriales a imagen y semejanza del de Hollywood, con películas de género y estrellas populares, pero totalmente orientado al gusto del público local y difícil de asimilar fuera de ese contexto; por otro, los tailandeses no se mostraron muy proclives a conservar su cine como un patrimonio cultural, de modo que es poco lo que se conserva y no precisamente lo más interesante. Por último, quizá esto tenga algo que ver con una historia política turbulenta, con sostenidas intervenciones militares, continuas persecuciones políticas y la consiguiente censura de las expresiones artísticas. El propio Apichatpong nos contó, en un reportaje concedido a Pablo Ratto para revista La otra: “En Tailandia gobierna una dictadura militar, pero además toda la vida social, no sólo el gobierno, está regida por los militares. Y el uniforme militar representa un símbolo de ascenso social". Este dato parece explicar también que en varias de sus películas personajes de condición marginal vayan vestidos con uniforme militar.

Para que a comienzos del nuevo siglo apareciera un cineasta tailandés que se ubique en la primera línea internacional tuvo que producirse una serie de sucesos afortunados, pero también un cambio en las formas de producir y hacer circular las películas a nivel global. La parte de este proceso que nosotros aquí podemos comprender mejor es la siguiente: en las últimas décadas, paralelamente al agotamiento artístico del cine hollywoodense hubo un desplazamiento de la atención hacia países periféricos, como Irán (Kiarostami), Taiwán (Tsai Ming-liang), Hong Kong (Wong Kar-wai, Johnnie To), China (Jia Zhang-ke), Corea (Hong Sang-soo, Park Chan-wook), Portugal (Pedro Costa, Joao Pedro Rodrigues, Miguel Gomes) y, por qué no, Argentina (Lucrecia Martel, Lisandro Alonso).

Estos son años de un crecimiento del llamado cine independiente, de bajo presupuesto, libre de los condicionamientos industriales, realizado con recursos técnicos mínimos pero a la vez con audacia y conceptos estéticos muy elaborados. No se trata entonces de un cine “pobre”, igual al que vemos en las carteleras pero con menos dinero, sino de un cine muy libre. Por momentos pienso que cierta insolencia que en estas décadas perdió el rock está siendo ejercida por los jóvenes cineastas independientes. La edad promedio de los cineastas debutantes bajó considerablemente: el propio Apichatpong tiene hoy 40 años recién cumplidos, con seis largometrajes realizados y una bocha de premios en los principales festivales internacionales. Entonces, no se trata sólo de directores jóvenes de nombre impronunciable, provenientes de países exóticos, sino de artistas libres, que nos invitan a desarrollar miradas alternativas sobre el mundo, miradas que no estén contaminadas por la forma de mostrar la realidad a la que estamos acostumbrados por nuestro consumo indiscriminado de televisión, lo cual constituye tal vez una de las maneras más perniciosas de poluir el mundo en que vivimos. Por eso, cineastas como Weerasethakul abren hendijas de aire fresco en un ambiente enrarecido.


El escollo que un cine tan vital encuentra, dado que filmar películas ya no es, por las innovaciones de la tecnología digital, tan difícil ni tan caro, es cómo hacer llegar esta variedad de películas a un público también nuevo. La distribución es el cuello de botella, dado que, efectivamente, las grandes salas siguen respondiendo a los dictados del cine comercial. Así que películas como las que hace Apichatpong y otros cineastas mencionados se dan a conocer a través de festivales de cine independiente (como el BAFICI en Buenos Aires) y luego uno se lanza a rastrearlas en la web, para hacerse de una copia en dvd. Y el equivalente a esos garajes donde se gestaba el rock más alternativo de las buenas épocas quizá sean las pequeñas salas independientes, cineclubs, centros culturales donde se programan estas gemas del nuevo cine.

Así fue como conocimos a Apichatpong entre nosotros: en el BAFICI 2003 se exhibió su segundo largo, titulado Blissfully tours. Cuando asistí a verlo no tenía ninguna idea de qué se trataba. Entré a la sala y me sumergí en un mundo misterioso: dos mujeres, una madura y otra más joven, parecen disputarse la atracción de un muchacho joven que no habla el mismo idioma de ellas y parece tener alguna enfermedad en la piel. Los personajes hablan siempre en un tono muy suave, van de un lado a otro de un suburbio que podría recordarnos a alguna localidad del segundo cinturón del conurbano bonaerense, una zona donde la ciudad limita con un espacio más agreste. Las explicaciones no abundan, pero hay algo indefinible en la pantalla que nos va seduciendo. A los 40 minutos de comenzada la película, los protagonistas se suben a un auto y se lanzan a recorrer una ruta, suena un tema pop, una especie de bossa nova, pero cantada en tailandés; aparecen los títulos del film. En ese momento mi desconcierto es total: ¿este trance en el que me fui sumergiendo sin entender demasiado si había un conflicto dramático va a terminar así? Pues no. Todavía queda media película, pero al director le pareció que la exacta mitad era el lugar adecuado para insertar los créditos. ¿qué vendrá de ahí en más? Los personajes se escapan del trabajo en plena jornada laboral, aduciendo cualquier pretexto, y se internan en una zona selvática (digamos, para tener una referencia cercana: algo parecido a las islas del Delta). Es una tarde de calor, lo que se nota en los cuerpos de los personajes y en una especie de modorra que gana a la película, con los rayitos del sol filtrándose por entre las ramas de los árboles. Los protagonistas meten las piernas en el agua de un arroyo, pero además, junto con esa especie de modorra aparece una excitación erótica, sus cuerpos se rozan, entredormidos. Uno de los recursos más eficaces que tiene Apichatpong para sumergirnos en estos estados indefinibles es su uso magistral del sonido ambiente, no sólo por esa tersura de las voces (no sé si todos los tailandeses son tan suaves para hablar o si se trata de un rasgo de estilo de nuestro director), sino también por el uso de una música pop indefinible y, sobre todo, por las tramas sonoras que arma para hacernos sentir en medio de la jungla.


Supuestamente habría mucho contexto histórico y cultural a tener en cuenta para comprender el sentido de lo que vemos en la pantalla: dictaduras militares, difíciles condiciones de los inmigrantes birmanos en Tailandia, super-explotación y más. Todo esto forma parte de la tonalidad visual y sonora que despliega Api. Pero no hace falta conocer el contexto para disfrutar de esta inmersión en un mundo misterioso Es mejor entregarse con cierta inocencia a la majestad de un cine que se libera de las obligaciones literarias de tener que contar una historia y que lo hace con armas inobjetables: sonidos y color.

Con las películas de Apichatpong el cine llega a su punto crítico, allí donde se tienta al espectador para que abandone todas sus pobres certezas de televidente. Un cine que está encontrando su territorio propio, de una sensualidad que hace olvidar todos los lugares comunes acerca del erotismo. Eso se puede reafirmar siguiendo su corta pero interesante carrera. En Tropical Malady se nos cuenta una historia romántica entre dos hombres jóvenes, uno de los cuales está (inexplicablemente) vestido con uniforme militar sin serlo. Los personajes caminan por un espacio selvático, se acercan (otra vez) a la orilla de un arroyo, se hacen mimos, uno le regala al otro un casete con un tema de The Cure. Al rato anochece y, nuevamente, el film tiene una especie de fractura. La inmersión en la jungla parece reclamar siempre, en sus películas, el pasar desde el mundo cotidiano a otra dimensión. Ahora la historia de amor muta, en lo que resta de la película, en la relación entre un cazador y un animal salvaje, en medio de la noche en la selva oscura y llena de rumores. ¿Es un sueño de uno de los personajes? ¿Es una leyenda ancestral? Puede ser tanto una cosa como la otra, pero a la vez tenemos la sensación de que lo importante no es llegar a una certeza absoluta, sino entregarnos a la extrañeza de las sensaciones. La enfermedad tropical a la que alude el título puede ser el amor, algo tan atractivo como peligroso.

Con sus películas posteriores, Síndromes y una centuria y la recientemente estrenada El hombre que podía recordar sus vidas pasadas  -Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives- (que en el último festival de Cannes se llevó todos los premios y los elogios de la crítica internacional) terminaron por confirmar todas las premoniciones sobre el genio cinematográfico de Apichatpong: Con cada película parece haber dado un paso más en la exploración de un territorio nuevo para el cine, repitiendo algunas constantes, como el cuidadoso tratamiento de la banda sonora, la forma no lineal de narrar y las películas partidas al medio. Y siguen las referencias más bien elípticas a las guerras civiles y al estado represivo. También incorpora elementos fantasmales, que parecen responder en la creencia de la religión tailandesa en las reencarnaciones. Eso nutre a sus misteriosas escenas de ciertas “presencias” que no son explicadas racionalmente.


Por último, podríamos hallar una posible clave de la fascinación del cine de Apichatpong en la mixtura que logra entre elementos arcaicos, propios de una civilización que apenas ha salido de la jungla, y otros elementos ultramodernos, como si Tailandia hubiera pasado abruptamente desde el primitivismo a la posmodernidad, y los hombres que hoy viven en esta zona extraña del mundo (o de la imaginación del director) tuvieran, en medio de sus opacas vidas cotidianas, un universo legendario y maravilloso a pocos pasos.

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