por oac
Dos películas en los últimos meses me dejaron arrobado, sin palabras durante un largo rato, como para testimoniar la soberanía propia de la experiencia cinematográfica, es decir: su resistencia a ser rápidamente hablada. Películas muy diferentes pero similares en su capacidad de fascinación y en su reto a esa manía que consiste en reducir prontamente toda experiencia a palabras. Me refiero a El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives, Apichatpong Weerasethakull) y Morir como un hombre (Morrer como um homem, João Pedro Rodrigues).
La buena noticia: hoy a las 22 se pasa en ISAT Morir como un hombre. Mañana se estrena en salas comerciales (¡y en copia fílmica!) El hombre que podía recordar sus vidas pasadas: lo que se dice una lluvia bendita de cine contemporáneo en pocas horas.
Y la paradoja con la que ahora me topo es la de escribir sobre una de ellas, Morir..., justamente ensalzando su tenaz resistencia a ser hablada.
Sobre El hombre que podía recordar... escribía hace un tiempo en respuesta al comentario de un lector: Para mí es el tipo de películas que signan el segundo siglo del cine, junto con Autohystoria o Morir como un hombre . Películas que dan la sensación de que no sabemos qué es el cine, ni nunca lo sabremos. Que impiden ir a refugiarse en certezas o en códigos genéricos. Si uno quiere olvidarse un rato de lo que sabe y dedicarse a ver y a oir, ahí está Apichatpong esperando. Y ahora voy a intentar incluir en esta caracterización a Morir como un hombre (atención: de ahora en más revelo algunos detalles importantes de la narración, para los que prefieran no saberlos de antemano recomiendo dejar de leer acá y tratar de ver esta, una de las grandes películas de los últimos años)
Digo: películas que impiden refugiarse en certezas o en códigos genéricos. Y esto no significa que ellas prescindan sin más de los géneros, porque en verdad se insertan en una corriente previa de mitos y géneros narrativos, incluso arcaicos. Lo que afirmo es que lo hacen de un modo que deja en suspenso las certezas. Y que le reintegran a la experiencia artística su distancia del saber. El cine, el arte, no son formas del saber: quien va en ellos a encontrar lo que sabe o a enterarse de lo que no sabe queda indefectiblemente descolocado. Y esto se opone a una actitud hoy en día común, la de los inspectores de género, espectadores y críticos que acuden a ver películas que reafirmen lo que ellos esperan. Ni siquiera esta actitud es exclusiva del cine: "me gusta la comedia", "soy John Ford y hago westerns", "eso no es tango", "una película tiene que contar una historia", "el cine tiene ante todo el deber de divertir", "el punk-rock dura dos minutos y medio"... dichos que parecen postular la pre-existencia de una Idea que de tanto en tanto se encarna en ejemplos particulares del Universal. Un saber relativamente sencillo, y el reconocimiento habitual de que todo está en orden, lo cual nos deja tranquilos.
Morrer como um homem descoloca en virtud de la dificultad de reconocer rápidamente su tonalidad (¿es un film triste? ¿es cómico? ¿es irónico? ¿debo llorar? ¿debo reir?) y desde la discrepancia que entabla con cualquier encuadre genérico. Porque lo primero que a uno se le ocurre es la palabra melodrama, ante la historia de este hombre que vive como mujer y muere como nació. Porque el (la) protagonista, Tonia, sufre por amor y padece el dolor de su condición, porque espera un reconocimiento que su entorno le niega, es maltratado(a), seducido(a), despreciado(a), y en todo momento sostiene su integridad: todo lo cual lo(a) hace pasto de melodrama. Y, además, es lo suficientemente melo como para construir sus núcleos dramáticos alrededor de un puñado de bellísimas canciones.
Pero esta vacilación para hablar del(a) protagonista en masculino y/o femenino replica de manera precisa su problemática condición de cine de género. La película comienza con un primerísimo plano de un carapintada, es decir, un soldado que está pintándose la cara con camouflage, y lo hace con fruición femenina. Acto seguido parece que asistimos a un film de guerra, un pelotón de soldados se desplaza en silencio en medio de las sombras de una noche cerrada (¿o acaso estamos ante una secuela del surrealismo tardío de Buñuel?). Pero, de pronto, dos de ellos se apartan del resto y se ponen... a garchar. Luego ellos mismos atraviesan un jardín y se acercan a espiar la ventana de una casa en la que dos hombres trasvestidos están cantando una canción. Uno de los soldados (que acaban de garchar, les recuerdo) le dice al otro: "estos son dos maricas, como tu padre"; a lo que el otro soldado responde: "mi padre murió". Y mata de un disparo a su camarada de armas y ocasional amante. Este es sólo el prólogo de la película. Después viene el título: "Morrer como um homem" e inmediatamente asistimos a una didáctica exposición acerca de una operación de cambio de sexo, en el que los sucesivos pasos de la transformación de un pene en vagina son ilustrados mediante los pliegues de una servilleta de papel (menos mal, por suerte Rodrigues no profesa la brutalidad sádica de Gaspar Noé o Lars von Trier).
Y no sigo: sólo han pasado unos ocho minutos de película, pero la marcha ya ha sido lo suficientemente abrupta como para obligarnos a replantear varias veces el carácter de lo que estamos viendo. ¿Película hombre? ¿Película mujer? ¿soldados? ¿maricas? ¿melodrama? ¿parodia? Morrer como um homem guarda una homofonía con su protagonista, un(a) travesti mofletudo(a), ya un poco entrado(a) en años y entrado(a) en carnes, que evoca la imposibilidad de la reposición de una belleza perdida. Tonia forma una pareja despareja con un muchachito que podría ser su hijo; y también está el hijo de Tonia (el soldado que dice que su padre ha muerto). Y son estos dos muchachos (que funcionan como sendas facetas de una única persona dramática) los que portan la belleza que el melodrama tradicional reclama.
Lo que caracteriza a este cine incierto son los escollos permanentes que nos presenta para impedir fijarles un sentido (es decir: un significado, pero también una dirección). Y el asombro es que esta falta de fluidez, este devenir abrupto y sinuoso no impiden la emoción más genuina, la menos irónica que se pueda esperar, sino que por el contrario la propician. Hasta se podría arriesgar una hipótesis: un melodrama hecho y derecho ya no podría emocionarnos, sino tan solo evocar el recuerdo irónico de una emoción pretérita, mientras que un film renuente a entregar sus claves (como una partitura sembrada de notas alteradas) nos invita a abandonar nuestro saber y a entregarnos a esa especie de extrañeza que deben haber sentido los que vieron aquellos primeros melodramas en los que el género no estaba lo suficientemente codificado.
2 comentarios:
Muy buen post che! Gracias por el dato!
Y lo mejor de la película (o uno de sus mejores momentos) para mí viene después: cuando se escucha en off un diálogo bastante gracioso, o tragicómico digamos, mientras la cámara hace un travelling en un vivero, entre plantas y flores exhuberantes.
Saludos.
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